Hace 10 años…
El 2 de septiembre de 2015, en la playa de Bodrum, Turquía, se encontró el cadáver de un niño, Alan Kurdi: un niño kurdo-sirio de tres años con pantalones cortos azules y camiseta roja, con la cara hundida en la arena. Junto con su madre y su hermano, intentaba llegar a la isla de Kos, en Grecia, en una embarcación con doce personas a bordo, que había partido de Turquía y luego naufragó.
Aquel mismo año, un millón de sirios e iraquíes viajaron por esa ruta hacia Europa. Se denominó «crisis de los refugiados», pero en realidad era una crisis de las políticas migratorias de la Unión Europea y, quizás, más en general, de Europa, de su identidad y de su intento de llevar a cabo políticas comunes.
Aquella imagen conmocionó al mundo, fue portada de primera página, porque se quería suscitar indignación y conciencia política sobre la cuestión de los refugiados. Ya entonces hubo muchos debates sobre la conveniencia de publicarla en primera página o de publicarla en general, cuestiones que tienen que ver con la necesidad de los medios de comunicación de documentar y denunciar lo que ocurre en el mundo, sobre todo si es violento. Pero también sobre los efectos, a corto y largo plazo, que produce la publicación de fotos de violencia extrema y el uso de un registro demasiado emotivo en el periodismo y la fotografía.
Muchos medios de comunicación encontraron fórmulas medias o mitigadas, es decir, publicaron la foto, pero no en primera plana y acompañándola de un texto que explicaba el contexto y las causas. Es difícil decir por qué una fotografía se convierte en icónica, es decir, representativa de todo un fenómeno, sobre todo en una época como la nuestra, dominada por las imágenes, que a menudo consumimos en las redes sociales, en un entorno informativo en el que confundimos temas y estados emocionales muy diferentes, a menudo antagónicos.
Así y ahora (como ayer y seguramente mañana), nos encontramos observando atónitos las imágenes de los cadáveres de niños muertos en los bombardeos israelíes de la Franja de Gaza, mientras nos desplazamos por las fotos de las vacaciones en la playa de amigos y familiares. Esto contribuye a nuestra sensación de frustración e impotencia, pero no hace más que normalizar la atrocidad y la violencia y, en cierto modo, alimentar la percepción y la sospecha de que el mundo en el que vivimos algunos de nosotros no es el mundo real sino una ficción.
Nos atraen las imágenes que muestran el dolor de los demás, especialmente el provocado por la violencia intencionada o por la injusticia descorazonadora o por las catástrofes que algunos llamas naturales: las representaciones de este dolor nos alarman, nos alertan, exigimos incluso que nos expliquen lo que está sucediendo o que, al menos, sean una prueba contra las políticas injustas y nos ayuden a llevar ante la justicia a los responsables de las atrocidades.
Sin embargo, cuanto más nos sometemos a un registro emocional extremo y a imágenes que representan la violencia y el sufrimiento de los demás, más rápidamente caemos en la indiferencia y la anestesia ante ese dolor. Es una contradicción que ha tenido que tener en cuenta cualquiera que se haya dedicado a contar la actualidad en estos años.
Hace diez años, entre tantas imágenes de naufragios y muertes en el mar, la de un niño,
Alan Kurdi, abrió un espacio de suspensión y reflexión, de indignación y
escándalo que desencadenó una reacción emocional en todo el mundo. Pero, ¿con
qué efectos a largo plazo?
Tras la muerte de Alan Kurdi, muchos barcos humanitarios, embarcaciones privadas de organizaciones no gubernamentales y asociaciones o activistas decidieron ir al rescate de las personas que intentaban llegar a Europa por las rutas marítimas, es decir, por algunas de las rutas migratorias más peligrosas del mundo, con tasas de mortalidad muy elevadas.
Los barcos humanitarios querían salvar vidas, pero también señalar un vacío: la ausencia de políticas migratorias y de canales legales de entrada en Europa (tanto por razones humanitarias como por motivos de trabajo y estudios). Muchos activistas europeos apoyaron la actividad de las organizaciones no gubernamentales que hasta reforzaron los dispositivos de rescate ya puestos en marcha por los gobiernos europeos a través de los guardacostas nacionales y las misiones europeas.
Pero, también es verdad, la actividad de estas organizaciones no gubernamentales y de la flota civil ha sido criminalizada tanto a través de leyes específicas como de auténticas campañas de desprestigio, llevadas a cabo por algunas formaciones políticas, que han acusado a las ONG de representar un pull factor, un factor de atracción para los migrantes. Como si el rescate incentivara las salidas. Esta tesis ha sido desmentida por varios estudios científicos, pero ha seguido siendo la motivación formal utilizada por muchos gobiernos para obstaculizar los rescates.
A pesar de que en estos años la flota civil ha rescatado a tantas y tanas personas, no pocos gobiernos han intensificado sus esfuerzos para detener la actividad de estos barcos con inmovilizaciones administrativas para provocar su inactividad forzosa. Además, a los barcos humanitarios se les han impuesto puertos de desembarque muy lejanos con más días y millas de navegación.
La mortalidad en estas rutas sigue siendo muy alta: según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), desde 2014 hasta la fecha, los muertos y desaparecidos en el Mediterráneo ascienden a 32.604. Seguramente todo hace pensar que hasta seguramente sean estimaciones a la baja. La realidad concreta y real del dolor supera con creces las estimaciones.
¿Y la atención del mundo por lo que ocurre en el mar? Ha desaparecido tras nuevas imágenes cada vez más emotivas y perturbadoras que llegan de otros conflictos, que conquistan la indignación de la opinión pública durante unos meses y luego desaparecen, también por la inadecuación con la que contamos los grandes conflictos y crisis de nuestro tiempo que tienen una raíz común: la desigualdad y las políticas violentas y fallidas.
Volviendo a aquel 2 de septiembre de 2015 y a aquel pequeño de tres años, Alan Kurdi, su imagen se convirtió en un trágico símbolo de la llamada «crisis de los refugiados», cuando más de un millón de refugiados y migrantes, un tercio de los cuales eran menores de edad, entraron en Europa. Se esperaba que su muerte inspirara nuevas medidas de protección para los niños migrantes y refugiados. No sé si ahora las condiciones son mejores… aunque me temo que hasta pueden ser la mismas… ¿o peores?
El fuerte aumento de los sentimientos antimigrantes y el populismo de la derecha radical ha tenido un profundo efecto en la legislación y las políticas, lo que ha dado lugar a medidas de control y seguridad que afectan de manera desproporcionada a los niños, tanto si viajan solos como con sus familias. Al mismo tiempo, la situación en los países de origen sigue siendo precaria. A medida que los conflictos entran en años de duración incluso hay menores que solo han conocido la guerra, o el hambre, o el dolor… o todo ello a la vez.
Cada uno de nosotros sabe cómo responder en función de lo que le compromete, por trabajo, como voluntario o simplemente como ciudadano… pero seguramente el primer paso es decidir no mirar hacia otro lado.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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