lunes, 1 de septiembre de 2025

¿No sabéis que sois Templo de Dios? -1 Corintios 3, 16-.

¿No sabéis que sois Templo de Dios? -1 Corintios 3, 16-

 

En este Domingo de la Dedicación de la Iglesia Catedral de San Juan Laterano la Liturgia nos ofrece un relato tomado del cuarto Evangelio, sobre la primera epifanía de Jesús en Jerusalén, al comienzo de su ministerio público. 

El episodio se introduce con la anotación temporal «Se acercaba la Pascua de los judíos», la fiesta que Israel celebra cada año en la luna llena de primavera como memorial del Éxodo de Egipto, la acción salvífica con la que el Señor creó a su pueblo santo, liberándolo de la esclavitud para conducirlo a la tierra de la libertad. 

Esta precisión temporal sobre la subida de Jesús a Jerusalén se repetirá otras dos veces en el Evangelio (cf. Jn 6,4; 11,55). Es un detalle de profundo significado, porque cada vez la fiesta de Pascua recibe de las acciones y palabras de Jesús un significado más pleno, hasta la revelación de que él mismo es el cordero pascual muerto en la víspera de Pascua, que él inaugura la Pascua de la salvación definitiva y universal. 

Subido a Jerusalén con motivo de esta fiesta, Jesús entra en el Templo (ierón), el lugar del encuentro con Dios, donde está el Santo de los santos, el lugar de su Presencia (Shekinah) en la tierra, pero constata que no se respeta su función; es más, de lugar de culto a Dios se ha convertido en lugar comercial, sede de tráficos «bancarios», mercado donde reina el ídolo del dinero. 

El Sanedrín, de hecho, había organizado en el monte de los Olivos un camino para el ganado destinado al sacrificio y Caifás había reservado una parte del atrio para el mercado de las víctimas necesarias para los sacrificios. ¿Cómo es posible tal perversión? Sin embargo, según las invectivas de los profetas, esto ocurrió con el primer y el segundo Templos (cf. Is 56,7; Jr 7,17; Mal 3,1-6), y sigue ocurriendo también en muchos lugares cristianos... El mercado —entonces de animales necesarios para los sacrificios, hoy de objetos sagrados y devocionales— se instala fácilmente donde acude la gente, siempre lenta en creer pero fácilmente religiosa. 

Ciertamente, ese mercado en la zona del Templo, exactamente en el atrio reservado a los gojim, a los gentiles, para que pudieran acercarse y buscar al Dios vivo, proporcionaba una enorme riqueza a los Sacerdotes, a los sirvientes del Templo y a toda la ciudad santa. En particular, en ese lugar había bancos de cambistas, que permitían a los que venían de la diáspora cambiar monedas, hacer ofrendas al Templo y comprar víctimas para los sacrificios. 

Al encontrarse con esta realidad, Jesús «hizo un látigo con cuerdas y expulsó a todos del templo, con las ovejas y los bueyes; tiró al suelo el dinero de los cambistas y volcó sus bancos, y a los vendedores de palomas les dijo: «¡Quitad de aquí estas cosas y no hagáis de la casa de mi Padre un mercado!»». 

Jesús realiza una acción, un signo, y pronuncia una palabra. De este modo, se revela como un profeta que denuncia el culto perverso, que con parresia, con franqueza, lee la situación presente y se atreve a declarar ante todos el triste fin que ha corrido la que sigue siendo la casa de Dios, su Padre. 

Jesús pide que se ponga fin a esa práctica indigna de Dios, da una señal del cumplimiento de la purificación de la casa de Dios anunciada por los profetas para los últimos tiempos y cumple la profecía de Zacarías: «En aquel día no habrá más ningún comerciante en la casa del Señor» (Zc 14,21). Al igual que Jeremías, critica la práctica religiosa que el Templo parecía exigir en nombre de Dios (cf. Jr 7,15), pero al decir que esa es la casa de su Padre, revela que Él es el Hijo, es decir, el Mesías, el Hijo de Dios (cf. Sal 2,7), esperado por los judíos como purificador y juez. 

El gesto de Jesús escandaliza a los sacerdotes y a los religiosos de la ciudad santa. Ante esta acción que contradice su función y autoridad, se preguntan quién es este Jesús venido de Galilea. Le piden, pues, sus credenciales: ¿qué autoridad tiene? Y si la tiene, que dé una señal, que muestre su autorización para actuar de esta manera. Al expulsar a todas las víctimas destinadas al sacrificio pascual, Jesús impide de hecho la celebración de la Pascua según la Torá, atentando así contra el culto mismo. 

Ante esta acusación, implícita en las afirmaciones de aquellos religiosos que se dirigen a Él, Jesús responde con palabras enigmáticas, que son una profecía, pero que aquellos detractores no pueden comprender en su verdad. De hecho, les desafía diciendo: «Destruid este santuario (naós) y en tres días lo levantaré, lo resucitaré». 

Jesús se identifica a sí mismo, a su cuerpo, con el santuario, con la tienda levantada en el desierto donde habitaba Dios, en la que residía la Shekinah. 

Esos enemigos de Jesús pueden suprimirlo, y así sucederá, porque lo llevarán a la cruz y a la muerte; pero Él, en tres días, levantará de nuevo esa tienda de la Presencia de Dios que es su cuerpo. ¡Será su resurrección de entre los muertos! Pero estas palabras resuenan como incomprensibles, porque esos judíos ven el Templo de Dios hecho de piedras y se preguntan: «Este santuario (naós) se ha construido en cuarenta y seis años, ¿y tú lo levantarás en tres días, lo resucitarás?». 

En cualquier caso, Jesús ya ha puesto la señal, ha dicho la palabra necesaria, la que quiere el Templo no como casa de comercio sino como casa de Dios. El Templo, su lugar porque es la casa de Dios, su Padre, el Templo que debería haberlo reconocido y acogido como el Señor, el Kýrios que toma posesión de Él, precedido por Juan, el nuevo Elías (cf. Ml 3,1-2.23-24), en realidad no lo reconoce, no lo acoge. Y enseguida, la actividad comercial y el sistema bancario se reanudan exactamente como antes de Él, como si Jesús nunca hubiera realizado ese gesto... 

Pero junto a esta hostilidad, que no hará más que crecer hasta la condena a muerte de Jesús, el cuarto Evangelio registra también la reacción de los discípulos que habían bajado con él a Jerusalén desde Caná de Galilea. Cuando lo vieron realizar ese gesto, que no causó daño físico a nadie, que no era un gesto de violencia sino una acción muy expresiva y elocuente, una clara condena del sistema religioso en el que se basaban el Templo y el sacerdocio, lo consideraron lleno de pasión, de celo, como Elías (cf. 1Re 19,10.14), y el salmo tantas veces rezado moldeó su pensamiento: «La pasión por tu casa me consumirá» (Sal 69,10). 

A decir verdad, en el salmo el verbo está en pasado, mientras que aquí está en futuro, para decir que este gesto lo llevará a ser consumado como el Cordero pascual: sí, ¡esta pasión por Dios llevará a Jesús a la condena y a la muerte! Y cuando Jesús, consumido por esta pasión, resucite, ya que tal pasión-amor «hasta el final» (Jn 13,1) por Dios y por los hombres no podía morir, entonces los discípulos recordarán sus palabras sobre la resurrección en tres días: «Él hablaba del santuario (naós) de su cuerpo». No se levantará el Templo de piedra destruido, pero su cuerpo muerto resucitará para la vida eterna. 

Ahora, pues, el lugar del encuentro con Dios es el cuerpo de Jesús, el lugar del verdadero culto a Dios es Jesús. Esto es lo que significan sus palabras dirigidas más adelante a Tomás y a Felipe: «Nadie viene al Padre sino por mí... El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14,6.9). 

La economía y los ritos de los sacrificios animales han terminado para siempre, Jesús es la verdadera víctima del sacrificio: el único sacrificio según la revelación de Jesús, de hecho, es «dar la vida por los demás» (cf. Jn 15,13) y «ofrecer el propio cuerpo por amor» (cf. Rom 12,1). 

Esta es la Buena Nueva cristiana, el Evangelio: el lugar de la Presencia de Dios no es un edificio, sino Jesucristo mismo, es un hombre, es su carne en la que «habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad» (Col 2,9). 

Por consiguiente, el lugar de la Presencia del Señor es el Cuerpo de Cristo (cf. 1 Cor 12,12-29), que es su Iglesia, porque los cristianos son el Templo de Dios (cf. 1 Cor 3,16-17). Es en el Cuerpo de Cristo donde se ha revelado la gloria de Dios y es en nuestro cuerpo donde Dios habita ahora a través de Cristo, en la comunión del Espíritu Santo. 

Pero debemos confesarlo: aquellos judíos no sabían discernir en Jesús la Presencia de Dios y nosotros, los cristianos, no sabemos discernir que Cristo está en nosotros. Pablo nos lo reprocha: «Examinaos a vosotros mismos si estáis en la fe; poneros a prueba. ¿Reconocéis que Jesucristo habita en vosotros, sí o no?» (2 Cor 13,5). 

Un padre del desierto, Pambo, se dirigía así a un hermano: «¿Sabes que eres tabernáculo del Señor? ¿Sabes que Dios habita en tu cuerpo y que tus miembros son miembros de Cristo? ¡Es en tu cuerpo donde puedes dar gloria a Dios y hacer que habite en el mundo, entre los humanos!». Una advertencia que da vértigo. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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