Un Templo para el hombre
Una hora después, los mercaderes ya habían vuelto a ocupar sus puestos, las mesas estaban enderezadas, el dinero volvía a pasar de mano en mano, los pobres regateaban por palomas para los sacrificios.
Pero el gesto de Jesús no es inútil, es una profecía en acción. Se opone a la lógica mercantil, al poder idólatra del dinero, a una cierta imagen de Dios.
El Templo, toda Iglesia, puede convertirse en un lugar de mercado, donde la relación con Dios se reduce a una compraventa, donde le ofrezco oraciones, buenas acciones, méritos, para obtener a cambio su favor, donde no busco al Dador, sino solo sus dones.
Dios es amor, quien quiere pagarle va contra su propia naturaleza y lo trata como a una prostituta. Cuando los profetas hablan de prostitución en el Templo, se refieren a este culto, tan piadoso como ofensivo para Dios.
Quizás yo también sea uno de estos mercaderes del templo. Me presento ante Dios con méritos de los que presumir, con mi impuesto semanal pagado. Pero a Dios no se le merece, se le acoge.
Jesús amaba mucho el Templo de Jerusalén, lo admiraba, se indignaba con los mercaderes, lloraba pensando en su inminente destrucción. Sin embargo, también lo cuestionó radicalmente: «Ni en Samaria ni en Jerusalén adoraréis al Padre, sino en espíritu y en verdad».
«Es la casa del Padre», asegura, pero añade: «Destruid este Templo y en tres días lo resucitaré». Pero Él se refería al Templo de su cuerpo.
El centro de su discurso es identificar el lugar donde la presencia de Dios es más fuerte: no el conjunto de piedras, sino el perímetro vivo de un cuerpo de carne. Y aquí aparece de nuevo una de las paradojas más elevadas del Evangelio: la plenitud, la plena revelación de la divinidad es la humanidad de Jesús.
Lo divino alcanza su plenitud solo en lo humano, en la tierra, en un cuerpo de hombre. Nuestra fe pasa por la humanidad del Hijo de Dios: allí vemos el rostro acogedor, amoroso y perdonador del Padre.
Jesús nos enseña a sustituir la teología del Templo de piedra por la teología del Templo de carne, de los hijos de Dios como santuario de Dios. Y si soy de Jesucristo, también yo soy el lugar donde el Misericordioso sin hogar busca un hogar.
Es fácil adaptarse a un Dios que habita en las catedrales, prisionero de las piedras y los muros de los hombres. Un Dios así no crea problemas, pero tampoco cambia nada en la vida. El verdadero problema para nosotros lo representa un Dios que ha elegido al hombre como Templo.
Más fuerte que los mercaderes y el dinero no es el látigo que blande Jesús, sino su humanidad que ha contado a Dios, ha «evangelizado» a Dios convirtiéndose para siempre en la fuente de lo humano.
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