lunes, 1 de septiembre de 2025

Lejos del pobre, lejos también de Dios -Mateo 25, 31-46-.

Lejos del pobre, lejos también de Dios -Mateo 25, 31-46- 

Lo que habéis hecho a mis hermanos, a mí me lo habéis hecho. El Padre está en los cielos, pero los cielos del Padre son sus hijos. El pobre es el cielo de Dios. Más aún: es hermano de Dios. Solo entraremos en su cielo si hemos entrado en la vida del pobre. Porque el prójimo es semejante a Dios (Mt 22,39). 

Un dicho jasídico exhorta: si un hombre te pide ayuda, no le digas devotamente: «dirígete a Dios, ten confianza, deposita en Él tu pena», sino actúa como si Dios no existiera, como si en todo el mundo solo hubiera uno que pudiera ayudar a ese hombre, solo tú. 

Hay algo que me fascina del Evangelio: el tema del juicio no será toda mi vida, sino las cosas buenas de mi vida; no la fragilidad, sino la bondad; el Padre no mirará a mí, sino a mi alrededor, a la porción de lágrimas y de sufridos que me ha sido confiada, para ver si alguien ha sido consolado por mí, si ha recibido pan y agua para el viaje, valor para hoy y para mañana. 

Dios no buscará nuestra debilidad, sino el bien hecho. La medida del hombre y de Dios, la medida de la historia es el bien. Ante Él no temo mi debilidad, solo temo las manos vacías. 

Comprender que se nos necesita ahora es más importante que preguntarnos qué juicio se dará mañana a nuestras acciones. Ahora es el momento en que yo juzgo al pobre, y Dios mismo en él; ahora yo soy para el necesitado un gesto de bendición o un acto de rechazo. 

Pues bien, este mismo juicio, el que he reservado al pobre, volverá sobre mí en el último día: no hay mañana para quien no se abre al necesitado, para quien, pudiéndolo, no se ha hecho pan para el hambriento. 

Mateo presenta seis obras, tan vastas como lo es el campo del dolor humano. A ninguno de nosotros se nos pide que hagamos milagros, sino que cuidemos. No que curemos a los enfermos, sino que los visitemos; que cuidemos con esmero a un anciano en casa, que custodiamos con silencioso heroísmo a un hijo discapacitado, que cuidemos sin alboroto al cónyuge en crisis, a un vecino que no puede valerse por sí mismo. 

La exigencia de este Evangelio: cuidar del hermano es tan importante que Dios vincula la vida eterna a un trozo de pan dado al hambriento; es tan fácil que nadie carece de un poco de tiempo, de agua o de corazón, como para no poder ser salvo. 

Pero el juicio también se toma en serio la frágil libertad humana: es posible fracasar en la vida. «Apartaos de mí, malditos». Lejos del pobre, estamos lejos de Dios, lejos de nosotros mismos. Esta es la perdición: el alejamiento de la vida. 

Es el juicio de todos los pueblos, el Evangelio dirigido a cada hombre, cristiano, judío, musulmán, budista, laico: lo único que queda de nosotros es nuestra capacidad de amar, en el tiempo y por la eternidad. 

Todo lo demás es siempre el Otro. En el juicio final, Dios no se pone a sí mismo en el centro, sino que se olvida de los derechos de los pobres, donde sueña con un hombre sin hambre ni lágrimas, sin prisiones ni enfermedades, feliz y salvo, semejante a Él. 

El futuro no se espera, se genera; nuestro cielo, nuestro futuro es fruto del bien que tú y yo, que todos hemos dado al innumerable Lázaro de la tierra. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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