Quien toca a los pobres roza el cielo de Dios -Mateo 25, 31-46-
Padre que estás en los cielos... pero el cielo de Dios son los pobres. Y cuando tu mano toca a un pobre con una vida dolorosa, tus dedos rozan el cielo de Dios. Donde solo entraremos si antes hemos entrado en la vida de quienes sufren.
Porque Jesús está en el lugar donde nunca querríamos estar, en el último lugar; en aquellos que encarnan no tus sueños, sino tus miedos y tus dolores: Dios navega en el río de lágrimas de esta historia, de este mundo.
Lo que me conmueve, de las últimas cosas, es que Dios no me juzgará repasando la lista de mis debilidades, sino la de mis gestos de bondad; no investigará mis sombras, sino que anotará las semillas de luz o el polen de bondad que he sembrado.
Aparta tu mirada de mi pecado, suplicaba David en el salmo del llanto. Y he aquí que Dios escucha ese grito, en el último día apartará su mirada del mal, la fijará para siempre en el bien. En el bien concreto: y la humildad de la materia es tan importante que Dios ha vinculado a ella la salvación, la ha vinculado a un poco de pan, a un vaso de agua, a una prenda de ropa donada, a los pasos de una visita. No a las cosas, sino al corazón que expresan las cosas.
Esta es la grandeza de la fe evangélica: el tema de la confrontación suprema entre el hombre y Dios no es el pecado, sino el bien. La medida del hombre, la medida de Dios, la medida de la historia es el bien.
Nuestro futuro, el cielo y el paraíso, es generado por el bien que yo, tú, nosotros hemos donado al Lázaro infinito, al Lázaro innumerable de la tierra.
El juicio de Dios es el acto que dice la verdad última del hombre, y para encontrarla no me mirará a mí, sino a mi alrededor: mis relaciones, la porción de pobres, lágrimas y amores que se me ha confiado y que debo custodiar con mi vida. Si hay algo eterno en nosotros, si algo de nosotros permanece cuando ya no queda nada, eso es solo el amor.
Dios no te sorprende en un momento de debilidad, cuando no eres capaz de vivir de una manera más noble y pura, sino que es aquel que incansablemente te empuja hacia el bien. Que no mide tus debilidades, sino que impulsa tu bondad.
El pobre del que habla el Evangelio es aquel que viaja al límite de la existencia. Y si lo miras, te sientes naufragar. El pobre, por su fragilidad, te obliga a enfrentarte a lo extremo, a la vida en peligro, es metáfora del fracaso y de la muerte.
Pero el pobre también es maestro de fe porque encarna la evidencia de que todos vivimos solo porque otros nos protegen, que existimos solo porque alguien nos acoge, impaciente por repetir: ¡Venid, benditos de mi Padre!
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF


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