Solo queda el amor -Mateo 25, 31-46-
¿Qué quedará de este tiempo inquieto y doloroso?
¿Qué quedará de mi vida, hecha de sueños, miedos, impulsos y frenazos, contradicciones, entusiasmos y sufrimientos que se alternan, deseos inexpresados o no realizados, decepciones y derrotas?
¿Qué quedará de mi búsqueda de la fe, a veces entusiasta y apasionante, pero más a menudo lenta y rutinaria?
¿Qué queda al final de la vida? ¿De mi vida? ¿De toda vida?
El amor.
Solo el amor.
Queda lo que he sabido amar. Lo que me he dejado amar. Lo que he deseado amar.
Porque el amor dirige el mundo, porque el Amor lo creó y lo moldeó y lo hace florecer.
No son los éxitos, el dinero, los «me gusta», lo que permanece, sino el amor que hemos logrado construir en la concreción de lo cotidiano.
El amor acogido por Dios, el amante. Donado lo mejor de nuestras posibilidades, no como un esfuerzo, sino como efusión de un amor recibido. Como una sobreabundancia, compartiendo lo recibido, como un desbordamiento del corazón.
Esto es lo que celebramos en este día de Todos los Fieles Difuntos.
La Palabra desafía, interpreta, sacude, consuela, cautiva, ilumina, indica, corrige ...
Y lo hace de una manera inesperada, decididamente pasada de moda.
Vida
Al leer el evangelio final de Mateo, nos quedamos desconcertados y perplejos.
El clima es sombrío, la visión de este juez implacable, tal y como lo han representado algunos pintores, como el poderoso Cristo de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina, por ejemplo, da miedo.
¿Qué tiene que ver esta página con el resto del Evangelio? ¿Se equivocó Mateo? ¿O nos equivocamos nosotros al seguir profesando el rostro de un Dios compasivo?
Al atardecer, los pastores separaban las ovejas de las cabras.
Las cabras, sin el «abrigo» que les proporcionaba la madre naturaleza, sufrían el frío del desierto y debían refugiarse en un lugar más cálido, como un establo o bajo una roca.
Esta imagen es el telón de fondo del relato de Jesús, una separación que es una protección, una atención hacia los más débiles.
El pastor acoge a las ovejas que lo han reconocido en el rostro del pobre, del débil, del perseguido. Era una práctica común en el mundo judío, pero también encontramos rastros de ella en otras culturas, valorar los gestos de compasión hacia los débiles.
Hay dos novedades en el Evangelio de Mateo: Jesús da a entender que es Él a quien cuidamos en el pobre, identificándose con el hombre derrotado. En segundo lugar, esta identidad es desconocida para el discípulo, que se sorprende de haber ayudado a Dios sin saberlo.
Jesús se identifica con el pobre.
Y afirma que el gesto de caridad brota de un corazón compasivo, no necesariamente del corazón de un creyente.
El mensaje que nos dirige Mateo es bastante claro: el encuentro con Dios cambia tu forma de ver a los demás, puedes encontrarlo incluso en el rostro desfigurado del pobre.
¡Jesús no habla de pobres «buenos» o de presos víctimas de un error judicial!
Incluso en el pobre que lo ha malgastado todo por culpa propia o en el asesino (¡!) podemos reconocer un fragmento de la chispa de Dios.
Estamos llamados a amar sin condiciones porque somos amados sin condiciones.
A amar con gestos concretos: comida, bebida, manta, visita, acogida, consuelo.
Repetición
Jesús repite la misma idea, pero esta vez en negativo.
Como era costumbre entre los rabinos, que siempre reiteraban su enseñanza una vez en positivo y otra en negativo. Para insistir, Jesús concluye que quien no lo reconozca arderá en el fuego de la Gehena.
¡Olvidad las horribles imágenes del infierno y el temor a Dios, que no es miedo al Padre, sino miedo a perder su amor por nuestra negligencia!
La Gehena es uno de los valles que rodean Jerusalén, nunca habitado porque, según la historia, allí los jebuseos practicaban sacrificios humanos antes de la conquista de la ciudad por el rey David. En la época de Jesús, en el valle del Gehena se quemaban los desechos.
Si no sabemos reconocer el rostro de Dios en el hermano, somos basura.
Tiramos nuestra vida, la desperdiciamos.
Entonces
Al final de los tiempos, ante Cristo en majestad, ¿qué sucederá?
Lo encontraréis escrito, leed bien y apartad el cuaderno en el que habéis anotado meticulosamente las horas de oración, las misas y las confesiones soportadas con resignación cristiana y las posibles justificaciones que sacar a relucir en caso de que Dios sea más exigente de lo que nos contaban.
El Señor nos preguntará si lo hemos reconocido en el pobre, en el débil, en el hambriento, en el solitario, en el anciano abandonado, en el pariente incómodo. Sí, lo han entendido bien.
El juicio se basará en todo lo que hayamos hecho. Y en el corazón con el que lo hayamos hecho.
Seremos juzgados por el amor. Pero con amor.
La fe es concreción, no palabras, la oración contagia la vida, la cambia, no la anestesia, la celebración continúa en la ciudad, no se agota en el Templo.
Entonces, por supuesto, la oración, la Eucaristía, la confesión, son instrumentos de comunión con Cristo y entre nosotros para hacer de nuestra vida el lugar de la fe.
En mi oficina, en mi facultad, en casa, cocinando, en mi escalera de vecinos, …, me salvaré. Si sé llevar la fe de dentro hacia fuera, de lejos a cerca, y reconocer el rostro de Cristo adorado en el rostro del hermano que encuentro cada día, me salvaré.
La vida eterna, hoy, se manifiesta en nuestros gestos.
Cristo es Señor si sabemos amar cada vez más a los hermanos, convertirnos en transparencia de la misericordia, testigos creíbles de la compasión.
La vida es ya eterna si, en estos tiempos oscuros, sabemos conservar la esperanza, tender puentes, indicar caminos.
La vida vence si el amor triunfa. También en mi vida.





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