martes, 7 de enero de 2025

En nombre de Dios.

En nombre de Dios 

Dice un proverbio árabe que “los que de veras buscan a Dios, dentro de los santuarios se ahogan”. 

Siempre le hemos llamado así: Dios. 

Durante siglos, milenios, el nombre de Dios ha resuelto problemas. Todo lo que no se puede explicar racional o razonablemente se puede trasladar inmediatamente a la palabra Dios. Todo lo misterioso que se ha presentado a los seres humanos a lo largo de los siglos se ha resuelto apelando a esta simple palabra: Dios. Cuando los acontecimientos son misteriosos, incomprensibles, difíciles de explicar, entonces no nos queda más remedio que refugiarnos en Dios. 

Lo mismo ocurre hoy. Invocamos a Dios para que nos ayude en una determinada situación de nuestra vida que se ha complicado. Dios es un nombre que si bien es cierto, pertenece al ámbito religioso. No es menos cierto que está en boca de muchas personas que no se identifican con una religión concreta. Es algo tan normal y espontáneo invocar el nombre de Dios que algunos filósofos han llegado a afirmar que se trata de una idea innata que encontramos dentro de nosotros en el momento de nacer. Puede incluso que, a fuerza de pronunciar el nombre de Dios durante miles de años, se haya convertido en algo tan presente en nuestra conciencia que se haya vuelto real. 

Sin embargo, no es sólo la experiencia externa de lo misterioso lo que nos impulsa a invocar a Dios. También hay itinerarios interiores del alma humana, que experimenta la percepción de una realidad que no puede clasificarse con los criterios habituales que aplicamos en nuestra vida cotidiana. Ocurre, por ejemplo, cuando la enfermedad pasa cerca de personas a las que queremos, impulsándonos a invocar esa fuerza que parece poder intervenir en la realidad cambiando su horizonte. Son los acontecimientos extremos los que nos empujan a pensar que existe una fuerza amiga que puede poner las cosas en su sitio, una fuerza en el universo que nos conoce, sabe lo que pensamos y sentimos. Llamamos Dios a esta fuerza porque es el nombre que hemos encontrado en nuestra cultura y se utiliza precisamente en estos casos. 

El problema es que este nombre a lo largo de los siglos ha sufrido tal revestimiento de significados que ya no podemos captar su esencia. Me pregunto: ¿es posible decir Dios sin Dios? Parece un juego de palabras, pero expresa una realidad muy profunda. ¿Es posible intentar decir lo que expresa el contenido de la palabra ‘Dios’ dejando de lado lo que dicen las religiones sobre Dios?  Hay una fuerza en el universo que, como tal, es inmanente, es decir, que no está en el cielo como lo concebían los antiguos. El cielo, en efecto, pertenece a la realidad inmanente, porque forma parte del universo. ¿Es posible decir Dios sin recurrir a la dimensión trascendente? Puede parecer una blasfemia, entre otras cosas porque siempre se ha pensado en Dios de este modo: un ser trascendente que habita en los cielos. 

Famosas son las palabras de Aristóteles, que llega a definir a Dios como la causa de todo, el motor inmóvil, que mueve el mundo por la fuerza de la atracción. Un Dios, el de Aristóteles, tan fuera del mundo y de la perspectiva inmanente, que no puede pensar lo que le es inferior y es considerado un pensamiento del pensamiento. Curiosamente, es precisamente este marco filosófico, que ha llegado a elaborar una concepción tan monstruosa de Dios, el que ha utilizado la Iglesia católica para definir sistemáticamente el contenido de su experiencia de Dios: Santo Tomás de Aquino docet. 

¿Es posible decir Dios liberándolo de la perspectiva metafísica elaborada por la filosofía griega? Hay un deseo de liberación, un deseo, es decir, de liberar a Dios de la prisión del ser. Sólo así, tal vez, sea posible iniciar una búsqueda que consiga no tanto dar un nombre, sino un contenido a esas experiencias que podemos definir como espirituales, que se asocian inmediatamente a una religión y, de este modo, son interpretadas por los sistemas de conceptos vigentes desde hace siglos. Para este tipo de investigación, no podemos basarnos en libros de teología, sino en libros de mística y espiritualidad, aunque incluso éstos puedan estar contaminados negativamente por las escuelas de pensamiento teológico de la época en que fueron escritos. ¿Y si buscáramos solos el sentido de Dios? ¿Y si intentáramos deshacernos de una vez de todas las estanterías de libros sobre él e intentáramos decir lo que percibimos con nuestras propias palabras, sin miedo a ser juzgados? Sólo de pensarlo siento un estremecimiento. 

Los problemas surgen cuando se cree haber identificado el método para definir el Misterio y transmitirlo de manera uniforme. Este intento metodológico no es obra de quienes lo han experimentado, sino de quienes desean sistematizar y ordenar la realidad en todas sus manifestaciones.  Este aspecto de una forma unívoca de contar el Misterio en una retícula conceptual rígida y uniforme se ha dado sobre todo en Occidente y ha afectado a la religión cristiana en su versión católica. Según Joseph Ratzinger, el encuentro del cristianismo con el pensamiento griego fue providencial, es decir, no fue fruto de la casualidad. A través de las categorías de la filosofía griega, el cristianismo pensó en explicar lo que nunca habría podido lograr con las sencillas herramientas que le ofrecía la Biblia. 

El problema es que el Misterio no se puede contar de una sola manera y con un solo método. Precisamente porque nos encontramos ante una realidad mucho más compleja que los datos que encontramos en la realidad y que podemos explicar con las herramientas que ofrecen la lógica y el discurso racional, hay que dejar el campo abierto a otras formas de narrar el Misterio. El cristianismo ha transmitido una forma única de narrar el Misterio, autorizando a una única propuesta de pensamiento, la filosofía clásica, a proporcionar las herramientas hermenéuticas capaces de explicar los aspectos revelados del Misterio en la experiencia cristiana específica. Para quien observa el fenómeno desde fuera y de forma distanciada, se da cuenta de una identificación entre el Misterio y la forma en que se expresa. Al identificar el Misterio con el ser de los filósofos, por así decirlo, se lo ha encadenado, aprisionado, con el agravante de que, quien ha aprisionado el Misterio identificándolo con el ser, se siente el único garante de su interpretación. 

Existe, pues, una narración y una descripción del Misterio que no admite alternativas. La doctrina elaborada para explicar detalladamente la naturaleza del Misterio, sirviéndose de las herramientas ofrecidas por la filosofía clásica, es tan unívoca y rígida que no admite la menor divergencia. La doctrina, por tener la presunción de decir el Misterio de una determinada manera, deslegitima al mismo tiempo cualquier otro tipo de investigación. 

No tomarás el nombre del Señor tu Dios en vano, porque el Señor no tendrá por inocente al que tome su nombre en vano (Éxodo 20, 7). Y es que demasiada palabrería, también en la Iglesia, amenaza la grandeza y el misterio de la palabra “Dios”. Creo que necesitamos una catarsis, una especie de fuego purificador, de tanto abuso ocioso del nombre de “Dios” que nos abandonamos y del que nos sentimos satisfechos. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

 

 

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