Repensar el primer anuncio y la pastoral en general… desde la frontera
Aviso: mi respuesta aproximada está en los últimos once párrafos. Lo demás es una introducción de la que quizá no se debiera prescindir. Eso sí, para una lectura con prisa, rápida, en diagonal,…, vete a los últimos párrafos bajo el subtítulo “Desde todo lo dicho hasta ahora, Joseba, ¿cómo entiendes el primer anuncio en nuestra Iglesia?”
Son algunos personajes de algunas historias evangélicas los que con su fe sólida permiten que Dios cruce la frontera. Y así se descubren nuevas posibilidades y oportunidades que sólo la imaginación de Dios puede crear. ¿Qué me sugiere todo esto para el primer anuncio de nuestra Iglesia de Navarra y su atención pastoral en esta Comunidad Foral? Creo que el primer anuncio del Evangelio es una cuestión sobre todo de frontera. Yo añadiría también de fe. Aludo someramente a tres ejemplos:
1.- Siempre sigue siendo un misterio para mí, cómo la fe robusta y sincera permite a Dios cruzar fronteras, superar barreras, límites naturales aparentemente insuperables. Incluso fronteras culturales, sociales y religiosas; y cómo en cambio la falta de fe le impide manifestar su gloria. "Y allí no pudo hacer ningún milagro", nos dice Marcos (6, 5) en referencia a su tierra natal, Nazaret; y Mateo anota: "Por su incredulidad". Sin embargo, los habitantes de Nazaret decían de Jesús: ‘¿No es éste el hijo del carpintero? Y su madre, ¿no se llama María?’" (Mt 13, 55). José y María, los gigantes de la fe que colaboraron en el cruce fronterizo más increíble y prodigioso de Dios, la Encarnación, fueron también incomprendidos por sus propios conciudadanos.
2.- Así, Jesús elige Cafarnaún, la ciudad fronteriza de Simón Pedro, como su nueva patria (Mt 9, 1); y allí se encuentra con el Centurión. La extraordinaria fe de este hombre, realzada por su respeto a las costumbres del pueblo judío, y el amor sincero por el siervo, combinado con esperanza de su salvación, tocan el corazón de Jesús: "Quedó asombrado y dijo a los que le seguían: ¡En verdad os digo que en Israel no he encontrado a nadie con tanta fe! Ahora os digo que vendrán muchos del oriente y del occidente y se sentarán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de los cielos". Finalmente dice al centurión: "Ve, que te suceda como esperabas" (Mt 8, 10, 13). Así, en Cafarnaún, ciudad aduanera, Jesús no impone ningún deber religioso al centurión y, debido a su fe, le hace participar de la bendición reservada a los hijos de Abraham.
3.- Como en la otra frontera de Tiro y Sidón, con los ya conocidos cananeos. El amor visceral y irrenunciable por su hija; la confianza obstinada e insistente en el Dios de Jesús; la esperanza -la pasión del irascible- da a una madre la audacia necesaria para afrontar la humillación que Jesús le impone: "No es bueno tomar el pan de los hijos y echarlo a los perros". "Es verdad, Señor – dijo la mujer – y sin embargo los perros comen las migajas que caen de la mesa de sus amos". Entonces Jesús le respondió: "¡Mujer, grande es tu fe! Deja que te suceda como deseas" (Mt 15,26-28). Y así, lo que Jesús creía que no tenía poder para hacer (“No fui enviado sino a las ovejas descarriadas de la casa de Israel”), se hace posible gracias a la fe obstinada y al amor incondicional de esta madre. Como si Dios necesitara esta fe y este amor - tan parecido al suyo - para hacernos capaces de recibir, de una manera totalmente nueva, lo que esperábamos de Él.
Este amor, en sus infinitas expresiones; esta humilde confianza en Dios, inexplicable, rocosa, sincera, testaruda; esta esperanza que cree en el Dios de lo imposible; todo esto lo experimentamos como agentes pastorales cuando reflexionamos sobre el primer anuncio.
La verdad cristiana no es un contenido teórico estático, separado del turbulento y, al mismo tiempo, fascinante proceso de la historia humana. Al contrario, el corazón del cristianismo es la revelación de un Dios que se presenta como ‘Dios-con-nosotros’, que se sumerge en lo humano, que tiene rostro y carne en la historia de Jesús, el Cristo.
Esto significa, también, que el cristianismo sólo puede decirse y existir dentro de los horizontes culturales e históricos en los que se encarna, como una propuesta que no se conserva fuera del tiempo, sino que toma forma en la relación con la cultura y las culturas, acogiendo sus aspectos fundamentales con una actitud de simpatía y, al mismo tiempo, avanzando en una crítica profética de aquellas realidades que amenazan la dignidad del ser humano y su legítima aspiración a una vida más humanamente feliz y plena, en una sociedad justa, pacífica y fraterna.
Hoy, más que nunca, urge una nueva lectura teológico-pastoral de la realidad que vivimos en Navarra. No somos los últimos cristianos y, sin embargo, los cambios culturales de las últimas décadas están poniendo en crisis muchos de nuestros modelos y estilos de "decir" y "hacer" el cristianismo. Mientras la euforia del mundo moderno se ha desvanecido y, más aún, la época del cristianismo, cuando parecía existir una mayor integración entre la fe y el entorno, ha surgido una nueva fase cultural que, al menos en el conjunto de Occidente, se configura como contexto poscristiano y al mismo tiempo post-ateo.
Entonces, ¿todavía tiene sentido hablar de Dios? ¿De qué Dios? ¿Como? O, en palabras de Paul Tillich: "¿Sigue siendo relevante el mensaje cristiano (especialmente la predicación cristiana) para la gente de nuestro tiempo? Y si no es así, ¿cuál es la causa? ¿Y esto se refleja en el mensaje del cristianismo mismo?"
Seguramente necesitamos preguntarnos qué ha cambiado, en primer lugar, respecto del fin de la modernidad y el advenimiento de la cultura posmoderna. Cuando nos referimos a la era moderna, que puede situarse aproximadamente entre el siglo XVII y finales del siglo XIX, rápidamente pensamos en el desarrollo de las ciencias modernas, el crecimiento exponencial del progreso en diversos ámbitos de la vida y la sociedad y la importancia de la razón humana que se hace protagonista sobre todo gracias al proceso de la Ilustración.
Los parámetros interpretativos cambian considerablemente: Dios ya no es el centro de la acción y de la historia, sino el ser humano con sus capacidades y su progreso, capaz de transformar y manipular las cosas y el mundo mediante el poder de la razón y la eficiencia del progreso técnico-científico. La era moderna, por tanto, con su fe en la razón y el progreso y la euforia del desarrollo tecno-científico, se caracteriza por ser una época triunfante, llena de expectativas y perspectivas, preñada de futuro y de optimismo.
Hoy parece claro, sin embargo, que el proyecto eufórico de la modernidad con las promesas de salvación y las esperanzas de redención ha fracasado en gran medida. La utopía de la era moderna se ha hecho añicos bajo los golpes del creciente escepticismo y del pesimismo desencantado, que tienen sus raíces en particular en las tragedias del siglo XX, incluidas las dos guerras mundiales, y en la comprensión de que la ciencia, el progreso, la tecnología y las grandes políticas. Los ideales, si bien han traído efectos positivos a la sociedad y a la historia, también han producido acontecimientos devastadores, han mostrado su lado ambiguo y, a menudo, se han convertido en sistemas totalitarios.
La era moderna ha dado paso a la época de la posmodernidad: es la época del cansancio, del ser humano descorazonado y desilusionado, que prefiere vivir el presente sin grandes ideales/causas, sin hacerse grandes preguntas sobre la verdad, sin apoyarse en grandes proyectos. Así, en una sociedad que, como sabemos, Zygmunt Bauman definió como "líquida", la persona posmoderna vive identidades, valores, estilos y prácticas que permanecen indefinidos, abiertos, móviles y que, sobre todo, están marcados por la multiplicidad y la pluralidad.
Los hombres y mujeres de nuestro tiempo y de nuestras sociedades actuales viven desde la perspectiva de una continua redefinición de sus propias experiencias y de la idea misma de vida y sociedad, a través de una verdadera "amalgama" de diferentes puntos de vista y una continua mezcla de aspectos, y de diferentes ideas y valores. En este contexto, necesitamos una nueva interpretación de la cultura en la que vivimos y, por ende, también del anuncio y de la propuesta de la fe cristiana.
Nuestro tiempo, precisamente por su configuración posmoderna, no está marcado por un ateísmo polémico y militante. Sin embargo, una crisis profunda, que adquiere los contornos del olvido, marca la fe cristiana, la pertenencia eclesial, los símbolos mismos del cristianismo y el contenido mismo del mensaje cristiano. Estamos en presencia de una verdadera "crisis de Dios", manifestada principalmente por una especie de abandono del tema de Dios mismo, de una extinción de la inquietante cuestión religiosa: Dios es simplemente aquel a quien ya no nos referimos.
Para usar la metáfora más elocuente posible para mí, parece que Dios ahora ha sido colocado en las fronteras de la vida y de la sociedad, relegado a los márgenes de las existencias y de la conciencia; y, sin embargo, esta misma situación podría representar una oportunidad que hay que aprovechar, ya que es la misma fe cristiana la que sitúa a Dios "en las fronteras": un Dios que dejó los cielos para cruzar el umbral de la historia humana, un Dios que vive el fronteras más frágiles de la existencia humana y que, muriendo fuera de las murallas de la ciudad, en la "frontera", cruza la frontera de la muerte y la ilumina con nueva vida. Él, con su misericordia y compasión, anuncia en el centro de nuestra vida y de nuestra historia que renacer siempre es posible, porque cada límite es una frontera que podemos superar como lugar habitado por su presencia y beneficiado por su paso.
Así pues, también como Iglesia de Navarra, asumiendo la invitación que el Papa Francisco nos ha dirigido desde el inicio de su pontificado, debemos situarnos sin miedo en las fronteras: situándonos en el umbral, dejando nuestras comodidades y seguridades, iniciando un proceso de transformación de nuestra mentalidad espiritual y pastoral. La primera tarea de una Iglesia que pretenda "habitar las fronteras" de nuestro tiempo, sin moralismos ni rigidez, será proceder a un nuevo discernimiento de la cultura.
Al mismo tiempo, el cristianismo no se ajusta a la cultura de la época aceptando simplemente sus impulsos y dimensiones. El discernimiento implica también un "juicio" que el Evangelio expresa sobre la cultura cuando se presenta con visiones antropológicas reduccionistas o con los signos del mal que, en sus más variadas formas, esclaviza a la persona humana y hiere su dignidad y su libertad. Esto significa que necesitamos un cristianismo hospitalario con el contexto pero, al mismo tiempo, capaz de crear una nueva cultura, de ampliar los horizontes de la vida, de acusar lo que degrada al ser humano en general y a cada persona en particular, de inaugurar nuevas formas y nuevas estilos de convivencia fraterna y solidaria.
Lo urgente es el discernimiento de la cultura, es decir, la capacidad de entrar en la historia con bondad y respeto, interpretar las experiencias de nuestros destinatarios, entrar en el campo de sus imágenes, de sus lenguajes y de los símbolos de sus vidas, intentando descubrir el bien escondido, la obra silenciosa del Espíritu, la presencia secreta del misterio divino, el pabilo vacilante y, al mismo tiempo, tratando de elevar esta herencia y transformar las sombras anunciando la luz del Evangelio.
En el proceso de discernimiento de la cultura actual se pueden identificar algunos desafíos que caracterizan nuestro tiempo. ¿Cuáles son los límites hacia los que debemos avanzar como comunidad cristiana en nuestra Comunidad Foral y que implican un impulso renovado en la evangelización de Navarra?
Sin duda, la época actual es, ante todo, una época marcada por una visión secularista de la vida. La secularización ha pasado de un nivel puramente sociológico y externo al nivel más profundo de la interioridad del ser humano, de su visión general y de sus estilos de vida. Como afirma Charles Taylor, las condiciones internas que permiten o dificultan el acceso a la fe han cambiado: lo que está en crisis es, en primer lugar, el cambio en las condiciones de posibilidad de la fe debido a la secularización. Es decir, el fenómeno concierne a la imaginación espiritual.
La secularización, de hecho, actúa hoy profundamente, restringiendo el deseo de la persona, disminuyendo las esperanzas que van más allá de lo inmediato, condicionando nuestra imaginación interior y por tanto nuestra interpretación de la vida. En este horizonte se encuentra esa nueva forma de ausencia de Dios que no es un verdadero ateísmo sino una especie de olvido, una indiferencia religiosa, una apatía ante la cuestión de Dios. Preferimos simplemente visitar y habitar el mundo, sin preguntas, acostumbrados a la dictadura del consumismo y las prisas, incapaces de espacios de silencio y de verdaderas relaciones personales y, en esta situación, no hay lugar para Dios y la fe.
Esta condición plantea algunos desafíos al cristianismo que deberían abordarse tanto en un nivel más estrictamente teológico como eclesial. En primer lugar, ante una evolución similar y compleja en el mundo de la conciencia personal, es necesario reinvertir todas las energías cristianas y eclesiales en un renovado anuncio del evangelio.
La evangelización debe volver a estar en el centro de toda acción espiritual y eclesial. No limitarse a algunas actualizaciones de lenguajes y otras mediaciones, sino al compromiso de volver a proponer de una manera nueva la cercanía de Dios revelada a nosotros en Jesucristo, como promesa de felicidad para la vida humana y de plenitud de la historia. Se trata, pues, de un esfuerzo coral para volver a proponer la fe misma no como un contenido de verdades abstractas, un conjunto de informaciones que aprender o mandamientos que observar, sino como el acontecimiento decisivo de un encuentro personal con Dios.
Esto implica una renovación de los lenguajes, una inversión total de los enfoques actuales de la catequesis infantil, una visión general que libere a la evangelización del riesgo de reducirse a una simple transmisión intelectual/cognitiva de un contenido, de volverse «generativa», es decir "iniciadora" a la fe. Esto implica un intenso trabajo de purificación de nuestra imaginación, de nuestros lenguajes y, en particular, de las imágenes y representaciones que practicamos de Dios.
Y aquí surge un segundo desafío, íntimamente conectado con el primero: purificar y transformar nuestra imagen de Dios: evangelizar sí, pero ¿qué Dios? Todo lo que se pueda hacer en la evangelización, en las lenguas, en las formas de creencia y en las eclesiales, debe tender a anunciar y manifestar al Dios que se reveló en Jesús, Dios de compasión y de ternura, Dios de libertad que no reemplaza al ser humano y no pretende gobernarlo todo desde arriba. Dios, amigo del ser humano.
El tema de la imagen de Dios está también vinculado al de la imagen, forma y estilo de la Iglesia. En la sociedad laica, secularizada y plural en la que vivimos, son muchos los desafíos que afectan también al modo de ser y vivir la comunidad cristiana en Navarra, partiendo de la necesidad, solamente por poner un ejemplo, de una nueva configuración de la relación entre parroquia y territorio, que tenga más en cuenta de los ritmos actuales de la vida actual.
Una Iglesia que todavía se presenta con rostro sombrío, como el único y absoluto depósito de la verdad fuera del cual no hay salvación y que prefiere el registro del juicio crítico, tantas veces condenatorio, al del Evangelio, no puede ser atractiva. Superada la preocupación por la relevancia social y política, la Iglesia deberá pensarse como una comunidad en camino entre las pruebas de la vida, una peregrina que acompaña a sus hijos en la historia para descubrir el Reino y colaborar con otros, con todos, a adelantarlo en esta historia.
Se trata de mediar en el anuncio del Evangelio para sacar a relucir su contenido liberador y la posibilidad de promover también un estilo de vida alternativo. Al mismo tiempo, un cristianismo crítico con ciertos mecanismos de esclavitud también se vuelve capaz de compasión; es un cristianismo que se preocupa por promover un humanismo pleno en dirección a la justicia evangélica contra cualquier economía que excluya, y testifique con obras, incluso antes que con palabras, la compasión de Jesús.
Él, testigo del amor de Dios y de la esperanza del Reino, se implica con profunda misericordia en la vida de las personas y se compromete a curar sus heridas y sanarlas. Esta debería ser una actividad fundamental de la Iglesia: preocuparse por el sufrimiento de las personas y trabajar por su felicidad, es decir, ser una "religión sensible al dolor" o -como dice el Papa Francisco- un hospital de campaña.
La reciente pandemia, que de alguna manera simboliza y resume nuestras otras crisis, nos ha pedido detenernos y reflexionar sobre el significado de la espiritualidad cristiana. La espiritualidad cristiana es una espiritualidad de lo cotidiano, de lo ordinario, del fragmento humano. Y si es verdad que no debe confundirse con una falsa paz que apaga las preguntas y las ansiedades, tampoco ha de separar al Dios trascendente de la historia humana, ni al espíritu de la materia. No es una ascensión al cielo sin la tierra y ni siquiera es un refugio en uno mismo, un placer en el propio mundo hecho de ritos y oraciones, de doctrina, de dogmas, de verdades, de prácticas devocionales y piadosas…
La espiritualidad cristiana se expresa en formas capaces de comprender la vida y generar sensibilidad a todo lo humano de hoy. Pone en circulación -en las estructuras de la sociedad como en las relaciones interpersonales, en la cultura como en la vida política- la siempre nueva profecía del Evangelio. Promueve y nutre formas de escucha y oración de la Palabra fuera del templo, en los hogares y en las familias. Encuentra a Dios no en grandes ideales religiosos, sino en los fragmentos de nuestra cotidianidad. Nos empuja a salir del viejo catolicismo, tantas veces encerrado en sacristías, no sé si también en magias y supersticiones. Nos emancipa del egoísmo personal y colectivo y de estilos de vida carentes de visiones solidarias y descubre el Espíritu que actúa en la vida cotidiana de cada uno. Pero todo esto supone un primer anuncio del caminar con… o del estar entre… o de acompañamiento… La espiritualidad cristiana brota de Cristo, Verbo de Dios hecho carne, presencia de Dios en las entrañas de la historia humana. Nos recuerda que el cristianismo no es una hermosa religión establecida de una vez por todas, sino algo que se reinventa continuamente en la vida, es decir, la experiencia de una sed que debe ser saciada cada vez de manera nueva por la relación viva con Dios.
Creer va a significar también cambiar: de un Dios de temor al Dios de amor, de una Iglesia cerrada y clerical a una Iglesia de anuncio, de un cristianismo de devoción y exterioridad a una espiritualidad de la vida cotidiana.
Como Abraham, podemos mirar el cielo y contar las estrellas incluso cuando estamos marcados por la vejez.
Como Jacob, podemos aprender que creer nunca es un descanso pacífico, sino lucha y agonía.
Como Moisés, podemos abrir pasajes en medio del mar tormentoso de nuestra vida aunque nos sintamos inadecuados.
Como Elías, podemos experimentar que atravesar el desierto geográfico simboliza la travesía de nuestro desierto interior -que también puede estar hecho de aridez y miedo- para redescubrir el rostro de Dios que nos revela Jesús.
Al igual que Job, tenemos derecho a protestar ante el dolor inocente y a cuestionar la vieja idea religiosa que vincula el sufrimiento con los pecados cometidos ante Dios.
Como Isabel, podemos generar vida incluso cuando experimentamos nuestra esterilidad.
Como Nicodemo, podemos renacer con luz incluso en la noche más oscura.
El mensaje cristiano se concentra precisamente en la experiencia de una noche dolorosa que se abre al esplendor de la aurora. No hay noche que sea infinita, no hay debilidad que pueda impedir escalar el cielo, ningún fracaso que pueda borrar la belleza, ninguna hora oscura que pueda resistir la fuerza tierna y abrumadora del amanecer. Porque también las crisis, la fragilidad, el pecado, el sufrimiento y la muerte son la hora del paso de Dios. Desde que Cristo fue crucificado y Dios entró en el abismo de nuestra muerte, cada hora oscura de la historia es el tiempo de Dios.
Desde todo lo dicho hasta ahora, Joseba, ¿cómo entiendes el primer anuncio en nuestra Iglesia?
Si tuviera que ofrecer mi respuesta, y además de modo sucinto, comenzaría por leer despacio y estudiar profundamente el número 27 de Evangelii gaudium:
«Sueño con una opción misionera capaz de transformarlo todo, para que las costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda estructura eclesial se convierta en un cauce adecuado para la evangelización del mundo actual más que para la autopreservación. La reforma de estructuras que exige la conversión pastoral sólo puede entenderse en este sentido: procurar que todas ellas se vuelvan más misioneras, que la pastoral ordinaria en todas sus instancias sea más expansiva y abierta, que coloque a los agentes pastorales en constante actitud de salida y favorezca así la respuesta positiva de todos aquellos a quienes Jesús convoca a su amistad. Como decía Juan Pablo II a los Obispos de Oceanía, «toda renovación en el seno de la Iglesia debe tender a la misión como objetivo para no caer presa de una especie de introversión eclesial».
Estas claras palabras del Papa Francisco perfilan el compromiso específico de los creyentes de convertir toda la pastoral ordinaria en una respuesta positiva al ofrecimiento de amistad que viene de Jesús, y proponen pasar de una "pastoral de acompañamiento", propio del cristianismo de la consolación, a una "pastoral de la amistad", auténtico motor de esa nueva imaginación creativa del cristianismo futuro como cristianismo de la alegría que hoy se necesita. Por lo tanto, yo creo que el primer anuncio de hoy y de mañana va a tener que ver más con el paso de una pastoral del acompañamiento a una pastoral de la amistad.
En ese horizonte yo entiendo que se va a tratar más de repensar la comunidad eclesial y la propuesta del anuncio de la fe evangélica en el horizonte de la amistad entre Jesús y los hombres y mujeres de nuestro tiempo, en particular, de los más pequeños. Y esto en una doble postura: por un lado, haciéndose eco de esa propuesta de amistad que viene de Jesús; por el otro, hacer todo lo posible para animar a todos a aceptar esa propuesta e iniciativa divinas de amistad.
No hace falta decir que poner en práctica esta verdadera conversión pastoral de la lógica del acompañamiento a la de la amistad implicará a la vez un serio trabajo de discernimiento respecto de lo que ya ha sido heredado en las acciones concretas de la comunidad eclesial en nuestra Iglesia de Navarra, identificando lo que está destinado a dejarse ir, marchar, desaparecer,…, y lo que aún puede ser eficaz es un apasionante trabajo de discernimiento y de creatividad o imaginación respecto de la nueva condición de los destinatarios de la propuesta de amistad de Jesús.
De hecho, no será posible simplemente agregar otras cosas que hacer u otra atención que prestar a las cosas que ya existen. Hay algo que abandonar y hay algo que crear. No es casualidad que el Papa Francisco se exprese en términos de una necesaria transformación de la pastoral heredada. Sólo así podemos esperar que quien habite en esta Comunidad Foral pueda vislumbrar a través de la Iglesia de su Iglesia algo de lo que realmente está en juego con la fe cristiana: la alegría de una vida vivida -gracias al encuentro con Jesús - en el amor de Dios y en el amor por los demás. Sólo así podrá realizarse la transición del cristianismo de consolación al cristianismo de alegría.
Esta pastoral de la amistad tiene que ver con la cercanía a la gente. La ‘relación’ es para una Iglesia no un deber sino una gracia. «El amor a las personas es una fuerza espiritual que favorece el encuentro pleno con Dios» (Evangelii gaudium 272), por eso el lugar de la Iglesia está entre el pueblo. El primer anuncio está en una relación de cercanía con el pueblo.
Para realizar un primer anuncio es necesario también desarrollar el gusto espiritual - no digo una pastoral de la estrategia - por permanecer cerca de la vida de las personas, hasta descubrir que ésta se convierte en fuente de inspiración y revelación. El anuncio del Evangelio es pasión por Jesús pero, al mismo tiempo, es pasión por su pueblo. Yo estoy cada vez más persuadido de que, para comprender nuevamente la identidad de lo que pueda ser el primer anuncio, hoy es importante vivir en estrecha relación con la vida real del pueblo, junto a él, sin ninguna vía de escape.
"A veces sentimos la tentación de ser cristianos manteniendo una prudente distancia de las llagas del Señor. Pero Jesús quiere que toquemos la miseria humana, que toquemos la carne sufriente de los demás. Él espera que dejemos de buscar esos refugios personales o comunitarios que nos permitan mantenernos alejados del meollo del drama humano, para que aceptemos verdaderamente entrar en contacto con la existencia concreta de los demás y conozcamos la fuerza de la ternura. Cuando hacemos esto, la vida siempre se vuelve maravillosamente complicada y vivimos la intensa experiencia de ser un pueblo, la experiencia de pertenecer a un pueblo" (Evangelii gaudium 270).
Una cercanía invita - y en cierta medida supone - a llevar adelante el estilo del Señor, que es un estilo de proximidad, de compasión y de ternura, porque es capaz de caminar no como un juez sino como el buen samaritano, que reconoce las heridas de su pueblo, el sufrimiento vivido en el silencio, la abnegación y el sacrificio de los hombres y mujeres. Cercanía que nos permite ungir las llagas y proclamar un Año de Gracia del Señor (cf. Is 61, 2).
Una de las características cruciales de nuestra sociedad "en red" es que abunda el sentimiento de orfandad. Un fenómeno actual. Conectados con todo y con todos, nos falta la experiencia de amistad y pertenencia, que es mucho más que una conexión de la persona que está en red. La amistad, la cercanía, la proximidad,…, nos hacen superar además el clericalismo que es una perversión porque se construye precisamente sobre lo contrario a la amistad, la cercanía, la proximidad…: sobre la "distancia". Es curioso: no por la vecindad… sino todo lo contrario. Cuando pienso en el clericalismo, pienso también en la clericalización de los laicos: esa promoción de una "élite", ¿casta?, que, en torno al sacerdote, acaba también desvirtuando su propia misión fundamental (cf. Gaudium et spes 44): la del laico. Los laicos "elegidos", clericales, son una hermosa tentación. Pero del clericalismo del ministerio ordenado y de los laicos… pensaré en otra ocasión.
P. Joseba Kamiruaga
Mieza CMF
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