¿Habrá una esperanza que no defraude?
La esperanza cristiana, a menudo identificada con la fe en un «más allá» después de la muerte, ha sido objeto de críticas radicales en los últimos siglos. Situada en el ámbito más amplio de la «religión», Feuerbach la clasificó como proyección, Marx como alienación y Freud como ilusión.
¿La esperanza que es el deseo de felicidad encuentra
en el cristianismo una posibilidad concreta, material, temporal, o viceversa,
la perspectiva abstracta de otra vida diferente, desconocida, inconcebible?
En el segundo caso, de hecho, no sería muy atractiva.
La escatología lleva décadas esforzándose por superar la idea de un «más allá»
alternativo a la vida terrenal. La ilustración del paraíso como eterna armonía
de coros celestiales, que tanto apasionaba, no sé si es muy seductora…
El reto es serio. Este año jubilar nos recuerda que
somos «peregrinos de la esperanza». Pero, ¿por qué precisamente la esperanza,
entre las muchas virtudes que el Papa Francisco podía elegir? Porque «toda
acción seria y recta del hombre es esperanza en acción» (Benedicto XVI, Spe salvi, 35).
De hecho, la esperanza no es una cualidad entre otras:
es el motor de toda elección, pequeña o grande; una acción, sea cual sea su
entidad, conlleva una dosis de esperanza.
Cada uno de nuestros movimientos es también, en cierta medida, un «proyecto». El ser humano puede carecer de fe o eludir la caridad, pero no puede sofocar la esperanza. Si intenta hacerlo, incluso en el acto extremo del suicidio, paradójicamente grita el deseo de liberarse del presente, con la esperanza de una condición mejor, aunque sea la muerte.
Con la postura digna de un héroe trágico, ante los
lamentos del pueblo que lo abrumaban, Moisés suplicaba a Dios: «Si
vas a tratarme así, más vale que me dejes morir, déjame morir, si he hallado
gracia ante tus ojos» (Nm 11,15). La muerte como liberación de los
males goza de una larguísima tradición literaria y filosófica y encuentra
muchos ejemplos en la vida real, incluso hoy también.
La esperanza, por tanto, no muere; es más, incluso la
muerte puede convertirse, en casos extremos, en una inversión de esperanza.
¿Cuál es la naturaleza de la esperanza? San Pablo la
relaciona con el amor: «La esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha
sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que nos ha
sido dado» (Rom 5,5).
Cuando sondea la fenomenología de la esperanza, el
creyente descubre una base espiritual: sea el hombre consciente de ello o no,
es el amor de Dios, que en el Espíritu llama a las puertas de cada corazón, el
que activa el mecanismo de la esperanza.
Nuestras esperanzas siempre tienen que ver con el
amor, y solo así pueden sostener incluso situaciones difíciles y humanamente
desesperadas. Etty Hillesum, la joven judía holandesa asesinada en Auschwitz,
pensando en las personas queridas que estaban lejos de ella, escribe:
«Los caminos que nos unen permanecen
sepultados bajo los escombros, de modo que en muchos casos nunca podremos
volver a encontrarlos. La continuación ininterrumpida de un contacto, de una
vida en común, solo es posible interiormente, y ¿no queda acaso la esperanza de
reencontrarnos en esta tierra?» (Diario, 11 de julio de 1942).
El núcleo de la esperanza es el deseo confiado de «reencontrar» a quienes nos aman y a quienes amamos. Este deseo nos sostiene en las enfermedades graves, en las guerras, en la violencia, en la miseria. Los supervivientes de los campos de concentración nazis, una vez roto el silencio impuesto por el trauma, a menudo han reconocido como única razón en la que apoyarse, en condiciones tan inhumanas, la esperanza de volver a abrazar a sus seres queridos.
En lo que llevamos de siglo XXI tengo la sensación de que el horizonte de la esperanza se ha oscurecido.
En una reciente entrevista
del 3 de septiembre de este año al periodista Iñaki Gabilondo, me llamó la
atención una afirmación suya: “Yo soy optimista de vocación, pero ahora
mismo no puedo ver el futuro con esperanza, no hay ninguna luz progresista en
el horizonte. Los que lo hacen, quieren volver al pasado”. Aconsejo
desde aquí la escucha/visión de esa entrevista (cfr. https://www.youtube.com/watch?v=UK5mnqVqZEc).
Cuando cruzamos el umbral del nuevo milenio, nos
enfrentamos a una crisis geopolítica: el atentado contra las Torres Gemelas el
11 de septiembre de 2001. Aquel atentado reavivó los temores nunca dormidos del
terrorismo y el fundamentalismo religioso. Siete años después estalló la crisis
económica, que aún deja secuelas en diversas partes del mundo y revela la
persistente desigualdad de los sistemas productivos y financieros. Las
«Primaveras Árabes», desde finales de 2010, agravaron la crisis migratoria y
multiplicaron el número de refugiados; y una conciencia particularmente aguda
de la crisis medioambiental, a partir de 2015, activó las alarmas sobre la
salud del planeta, también a través de las Iglesias y las Naciones Unidas (Encíclica Laudato si’ y Agenda 2030). La crisis pandémica,
declarada en 2020, pone de rodillas al mundo y descubre las graves condiciones
sanitarias de gran parte de la humanidad. Apenas terminada la emergencia del
Covid, estallan conflictos de resonancia mundial: la Federación Rusa invade
Ucrania y el Gobierno israelí reacciona de forma desproporcionada y cruel al
bárbaro asesinato de más de 1.400 judíos por parte de Hamás.
Los cristianos estamos plenamente inmersos en las crisis
humanas, si es cierto que «las alegrías y las esperanzas, las tristezas
y las angustias de los hombres de hoy, especialmente de los pobres y de todos
los que sufren, son también las alegrías y las esperanzas, las tristezas y las
angustias de los discípulos de Cristo, y no hay nada genuinamente humano que no
encuentre eco en su corazón» (Gaudium et Spes 1).
Los cristianos no somos «otra especie» con respecto a nuestros contemporáneos, sino mujeres y hombres de nuestro tiempo, que atravesamos las mismas crisis y oportunidades; a veces, lamentablemente, somos cómplices de quienes causan las crisis, pero sabemos que estamos llamados a dar razón de la esperanza que hay en ellos (cf. 1 P 3,15).
Esta esperanza no es una simple ilusión - «todo irá
bien» - ni una versión mística del optimismo; es una esperanza fundada en la
muerte y resurrección de Cristo. Es una esperanza pascual, que no evita los
innumerables Gólgotas del mundo, sino que sube a ellos siguiendo el vía crucis
de Jesús, como los profetas y mártires que tejen la trama de la aquella
humanidad que llamamos santidad.
La esperanza pascual no huye de los innumerables sepulcros de hoy, sino
que se adentra en ellos, compartiendo fatigas y dolores, luchas y sufrimientos,
al estilo del Varón de Dolores, como los santos reconocidos y los «de la puerta
de al lado», de los que la historia y la actualidad están llenas.
La esperanza pascual no cede pasivamente ante los males y los malvados,
sino que responde con mansedumbre, perdón, paz, amor, sembrando germen de luz y
resurrección en los pliegues opacos de los acontecimientos humanos.
Quien creemos que habrá un juicio final, y que la
verificación se referirá a la acogida y la asistencia a los hambrientos y
sedientos, a los pobres y presos, a los enfermos y extranjeros (cf. Mt
25,31-46), no nos alejamos en absoluto del mundo, no nos alienamos, no nos
engañamos: vivimos más bien una esperanza pascual, activa; una
esperanza universal, en la espera de la redención del mal para las víctimas y
de la plenitud del bien para los que trabajan por la paz.
La esperanza pascual no se conjuga en primera persona
del singular, sino en primera persona del plural: quien cree confía en la
justicia divina para todos nosotros, sobre todo para los violentados de la
historia: y es esta esperanza la que pone en marcha ya ahora el compromiso para
injertar semillas de resurrección en el mundo.
¿No será ésta la esperanza que no defraude?
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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