martes, 21 de enero de 2025

Libertad de conciencia (Dignitatis Humanae).

Libertad de conciencia (Dignitatis Humanae)

Hay un documento de la Iglesia en el Concilio Vaticano II que quizá hasta puede ser solapado por aquellos grandes documentos de Lumen Gentium o Gaudium et spes: me refiero al documento Dignitatis humanae. Mi profesor de teología nos decía que esta declaración es un documento decisivo para la Iglesia. Y, por supuesto también, para la historia de toda la humanidad, ya que es fundamental para la convivencia pacífica entre los pueblos y para el futuro del mundo. Recuerdo que aquel profesor nos decía mientras tomábamos apuntes que el derecho a la libertad -también religiosa- es un amor, un deber y un derecho. Aquella declaración conciliar Dignitatis humanae sigue siendo, más de cincuenta años después del Concilio Vaticano II, la carta magna - el documento madre de la Iglesia católica sobre el derecho a la libertad -también religiosa-. 

Para comprender el alcance de esta declaración sería necesario proceder a un análisis de sus fuentes, destacar las figuras que trabajaron en ella, las cuestiones que tuvieron que tratar y cómo consiguieron resolver los diversos nudos teológicos a los que se enfrentaron. No soy capaz de ello y seguramente éste no es el lugar para realizarlo en un breve espacio. 

Me basta apuntar tres elementos de modo sintético: 

1.- En cuanto a las fuentes de la declaración, hay que recordar en primer lugar el contexto histórico: la Segunda Guerra Mundial acababa de terminar y los cristianos, católicos y no católicos, sufrían fuertes persecuciones en los países donde prevalecía la ideología comunista. Al emprender el examen de esta cuestión, la Iglesia conciliar no podía ignorar el artículo 18 de la Declaración de los Derechos Humanos de 1948, que afirmaba que la libertad religiosa era un derecho inalienable de todo ser humano. Tampoco podía pasar por alto el hecho de que, poco después del final de la Segunda Guerra Mundial, los documentos del Consejo Ecuménico de las Iglesias también habían abordado la cuestión, expresándose a favor del derecho a la libertad religiosa. 

2.- Más en general, en el plano filosófico, una conciencia madura de cuáles eran las implicaciones de este derecho había sido aportada primero por el derecho natural y luego por el personalismo. 

3.- En el plano teológico habían sido decisivas las enseñanzas magisteriales de León XIII y Pío XII, e incluso el giro antropológico de Karl Rahner. En el período conciliar, además, la encíclica Pacem in terris de Juan XXIII había preparado el terreno para la declaración. 

Para llegar a justificar, o fundar, el derecho a la libertad religiosa, los miembros del Concilio tuvieron que superar, por tanto, numerosos obstáculos, y de diversa índole. Un primer orden de problemas se refería a la dificultad de encontrar legitimaciones teológicas explícitas en la Biblia. En el plano pastoral, existía también el temor de que la libertad religiosa y la libertad de conciencia condujeran al relativismo y al laicismo y, por tanto, a la destrucción de la identidad político-religiosa cristiana. 

En un plano más puramente político, había que decidir cuál debía ser la relación entre el Estado y la Iglesia. En aquel momento existían los ejemplos de separación pura típicos del liberalismo anglosajón, pero también ese modelo de separación hostil que había surgido en algunos gobiernos nacionales precisamente como reacción a una unión anterior demasiado estrecha entre Iglesia y Estado.

En el plano histórico, pero también en el dogmático, era necesario superar también la llamada cuestión histórica, es decir, la defensa de la inmutabilidad de la tradición y con ella de la autoridad de las enseñanzas magisteriales. A este respecto, es necesario recordar la encíclica Quanta cura de 1864, que contenía el Syllabus con una lista de los errores de la modernidad que había que condenar. Entre ellos figuraba la libertad religiosa y de conciencia, y había que explicar por qué el Concilio Vaticano II pretendía dar legitimidad a un derecho rechazado por el magisterio pontificio un siglo antes. 

Argumentos a favor, argumentos en contra y problemas a superar hicieron que el debate conciliar fuera muy acalorado. Entre los documentos del Concilio Vaticano II, el relativo a la libertad religiosa es el que tuvo una génesis más compleja, más larga y más debatida. Los miembros conciliares tuvieron que realizar un esfuerzo conceptual de no poco mérito intelectual. 

En el plano bíblico, no existían pasajes explícitos que pudieran fundamentar el derecho a la libertad religiosa, pero el comportamiento de Jesús, que nunca obligó a nadie, representaba un modelo paradigmático de referencia. Dejando a un lado la conexión con la Sagrada Escritura, se identificó una primera vía decisiva en la potenciación de la conciencia. 

Entre los padres surgió la convicción de que una conciencia cierta, es decir, no enturbiada por condicionamientos de diversa índole, debía ser respetada en todo momento. Fundamental para la maduración de este desarrollo fue la publicación, precisamente en el período conciliar, de la Pacem in terris, que reconocía "el derecho a honrar a Dios según los dictados de la recta conciencia" (cf. n. 8), y donde, en los puntos 83 y 84, se distinguía entre error y errante, recogiendo una diferenciación ya presente en Rosmini. 

En cuanto al peligro del relativismo y del laicismo desacralizador, se trataba de distinguir entre libertad y liberalismo, y de sostener que la Iglesia defendía en última instancia la dignidad de la persona humana y su verdadera libertad. Sobre la cuestión de los llamados "derechos de la verdad" se dejó claro que nunca es la verdad como tal la que tiene derechos sino sólo las personas. 

No puedo realizar el camino recorrido por la Iglesia conciliar para llegar al reconocimiento del derecho a la libertad religiosa, desde la primera reunión que la comisión tuvo en el palacio episcopal de Friburgo, en diciembre de 1960, hasta la promulgación definitiva del 7 de diciembre de 1965. 

Pero eso sí, el concepto fundamental que encontramos expresado en la Dignitatis humanae consiste precisamente en el solemne reconocimiento de que el derecho a la libertad religiosa -basado en la dignidad de la persona- es un derecho civil que el ordenamiento jurídico de las sociedades debe reconocer (cf. DH 2a). 

Llegar a tal legitimación fue uno de los esfuerzos teológicos más épicos y complejos que la Iglesia ha realizado en su historia. Muchos conciliares se escandalizaron por ello y se negaron a votarlo. El cisma de monseñor Lefebvre, por documentar un ejemplo concreto, nació también y sobre todo de esta declaración. 

En el enfrentamiento entre progresistas y conservadores, al final prevalecieron los primeros, en la línea de la convicción primordial de que la libertad no es una cualidad junto a otras, sino el constituyente esencial de la persona. Para ser persona hay que ser libre, y sólo la fe de las personas auténticamente libres es real, digna y creíble. 

Seguramente fue el primer Concilio en el que, de modo magisterial, la Iglesia tomó conciencia y defendió la convicción de que una conciencia cierta - recta debía ser respetada en todo momento. 

Se me permita, por favor, una digresión… de la que se puede prescindir. 

En su famosa carta al duque de Norfolk, el John Henry Newman escribió: "La conciencia es el primero de todos los vicarios de Cristo". Es una frase tan conocida que también se cita con razón en el Catecismo de la Iglesia Católica, en un número dedicado al juicio de la conciencia moral. 

Esta afirmación previene a la tradición católica contra un peligro, que se ha acentuado mucho en los últimos 200 años: el de hacer del Papa, Vicario de Cristo, una especie de "pantalla", "resquicio", "refugio" o "coartada" para la conciencia. Debemos recordar, incluso al final, las palabras que el mismo John Henry Newman escribió con justa ironía en la misma carta al duque de Norfolk: "Ciertamente, si tuviera que introducir la religión en un brindis después de una comida -cosa que no está muy bien hacer-, entonces brindaría por el Papa. Pero primero por la conciencia y luego por el Papa". 

¿Qué es la conciencia? Es la voz de Dios en todo ser humano creado a su imagen y semejanza (cf. Gn 1,26-27), capax boni et capax mali. Por tanto, para cada persona, el criterio último y definitivo de su pensar, hablar y actuar procede de la conciencia: debe ser la conciencia la que sugiera e inspire los sentimientos y comportamientos humanos. 

La conciencia no es, por tanto, una voz que nos recuerda una ley "ya hecha", una ley que hay que aplicar mecánicamente, sino que es una voz que nos pide creatividad y profecía en el discernimiento de situaciones nuevas siempre iluminadas por el principio fundamental del amor. 

Por eso la conciencia es inviolable, es un santuario, es el tesoro que todo ser humano ha recibido como don de Dios, para que sea dotado de un lugar interior para su relación con Dios mismo. La conciencia es el lugar para pensar ante Dios, para orar, para escuchar su voz, para conocerle y conocerse mejor. Es ese lugar donde Dios es más íntimo de lo que cualquiera de nosotros puede ser para sí mismo ("interior intimo meo"). 

La conciencia moral es una instancia que me dice: Conviértete más en lo que eres, conviértete en un ser humano, haz tu trabajo de hombre o de mujer, es decir, haz el bien, busca lo que humaniza y evita el mal. Es en el terreno de la conciencia donde creyentes y no creyentes, cristianos y no cristianos, en definitiva, todos los seres humanos debemos confrontarse y escucharnos para caminar juntos. 

No es fácil situarse en el umbral de la conciencia de los demás y considerarla y respetarla como "terreno sagrado". Cuando estamos convencidos, a menudo intentamos por todos los medios empujar a los demás a los pensamientos, actitudes, comportamientos que nos parecen correctos. La conciencia es una tierra que hay que cultivar y cuidar. Forma parte de este trabajo sobre la conciencia aceptar que nos enfrentamos a ciertas amenazas que están presentes tanto dentro como fuera de nosotros. 

El de la conciencia es seguramente el reto complejo. La conciencia es un proceso, no un objeto, una cosa entre las cosas, sino que es el horizonte que lo contiene todo. En la confusión que reina a menudo en nuestros corazones, la conciencia es el lugar donde madura y crece la búsqueda de una verdad que dé libertad. Sin que ello disipe por completo la duda, la perplejidad y el deseo de volver a buscar, después de haber encontrado. Porque la conciencia es, al mismo tiempo, tan real como irreductible. 

Poner la conciencia en el centro es poner a las personas reales en el primer plano de su experiencia: significa interioridad, madurez mental, asunción de responsabilidad y, en consecuencia, significa edad adulta y, en el caso de una persona creyente, fe adulta. 

Hasta aquí la digresión. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Volver a uno mismo.

Volver a uno mismo Vivimos encorvados sobre la pantalla del smartphone las 24 horas del día, pero eso no significa que nos concentremos en a...