sábado, 22 de marzo de 2025

Octava de Pascua. Viernes de Pascua - Juan 21, 1-14 -.

Viernes de Pascua - Juan 21, 1-14 - 

Pedro es el último de los discípulos en convertirse. Hay demasiado dolor en su corazón, su camino es demasiado infructuoso. El hecho de haber negado a Jesús delante de un criado le ha sumido en la más absoluta desesperación, Jesús ha resucitado, por supuesto, pero no para él... Vuelve a la pesca, retoma aquellas redes que había dejado tres años antes para comenzar la loca aventura con el Señor. Sus amigos de toda la vida le siguen, se quedan con él para animarle y apoyarle. Pero, como sucede a menudo, al daño se añade la burla: no pesca nada durante la noche y el humor de todos se ennegrece. Pero al final de cada noche infructuosa, el Señor nos espera, como a Pedro. Cuando tocamos fondo, el Señor está ahí esperando a que nos levantemos de nuevo. Como curioso importuno e inoportuno, Jesús pide información. Los discípulos apenas responden; entonces, sucede. La frase, esa frase que oyeron tres años antes, en el mismo lugar: levad velas… echad redes… Se miran, ahora, asombrados, en silencio. Se hacen a la mar, las redes se hinchan de peces. Una nueva señal, la señal de una pesca fructífera, una señal que apunta a una realidad inesperada: es Él, es el Señor. Ha venido especialmente por Pedro, para sacarle del abismo... 

Un amanecer en el Mar de Galilea. ¡Cuántos amaneceres en los relatos de Pascua! Pero toda nuestra vida es un continuo amanecer, un progresivo surgir de luz. 

Pedro y sus seis compañeros se dieron por vencidos y regresaron a sus vidas anteriores. El paréntesis de aquellos tres años de caminos, de viento, de sol, de palabras como pan y como luz, de itinerancia libre y feliz, concluyó de la manera más dramática. 

Y los siete, habiendo bajado la bandera de los sueños, volvieron a la ley de la vida cotidiana. Pero aquella noche no pescaron nada. Una noche sin estrellas, una noche amarga, en la que en cada reflejo de las olas parece ver un sueño, un rostro, una vida que naufraga. 

Jesús, el Resucitado, está en la playa y llama a los discípulos que estaban pescando y aquí por segunda vez ocurre el milagro de la pesca milagrosa. Lo que sucede otra vez en el lago trae la mente y el corazón de los discípulos el comienzo de aquel llamado que cambió sus vidas: "Cuando terminó de hablar, le dijo a Simón: “Rema mar adentro y echad las redes para pescar”. Simón le respondió: «Maestro, hemos trabajado duro toda la noche y no hemos pescado nada; pero en tu palabra echaré las redes». 

Todo comienza y termina en el Mar de Galilea. Después de la muerte de Jesús, los discípulos se sienten perdidos y vuelven a pescar, pero ante la palabra de aquel extraño forastero que ve su fracaso, echan sus redes. 

Ya en el primer encuentro que Pedro y los discípulos tienen con Jesús sienten resonar estas palabras que indican un camino y también Pedro cree en esas palabras, confía: «Maestro, hemos trabajado duro toda la noche y no hemos pescado nada; pero en tu palabra echaré las redes». 

De su esterilidad los discípulos descubren la abundancia. Jesús Resucitado mira desde la playa con ojos de amor y misericordia. Desde la barca el discípulo amado grita: «Es el Señor» (Jn 21,7) y al oír esto, esta vez Pedro se lanza al mar y no duda en responder a esa mirada de amor de Jesús. 

En ese amanecer en el lago, el milagro no está tanto en la repetición de otra pesca extraordinaria como en que Pedro se lance al agua completamente vestido, nadando con todas sus fuerzas, ansioso de un abrazo, con el corazón apuntando directamente hacia ese pequeño fuego en la orilla. 

Donde Jesús, como una madre, preparó unas brasas de pescado para sus amigos. Él podría sentarse, esperar su llegada, observar, llegar más tarde, pero no, no retiene su cuidado, no retiene su atención para ellos: fuego, brasas, peces, tiempo, manos, comida. 

Él se encarga de acogerlos bien, aunque estén cansados, con algo bueno. Los encuentros de Pascua son reales, es realmente Jesús, porque lo que Él hace son sólo gestos de amistad. 

Una vez que las barcas llegan a tierra y reviven otra experiencia, la de la Última Cena: «Jesús se acercó, tomó el pan y se lo dio, y también el pescado». Durante este gesto hay un gran silencio, sólo existe la contemplación de ese rostro que vuelve a hablar de una vida entregada por ellos, que cuida de los suyos. 

En la playa, alrededor del pan y el pescado a la brasa. En aquella orilla, el diálogo más bello del mundo. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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