Una aproximación hacia algunas tensiones de la sinodalidad
El día 27 de agosto de este año 2025 recibí un mensaje de WhatsApp de una persona laica diciendo lo siguiente “Buenas tardes Joseba. Quiero hacerte la siguiente pregunta: ¿Cómo explicarías a un católico que la sinodalidad no debilita a la Iglesia Católica ni la pone en peligro como institución milenaria, sino que logra todo lo contrario: la fortalece como comunidad de creyentes y la prepara para afrontar los retos de un mundo tan cambiante?”.
Mi respuesta fue la siguiente: “Esa pregunta sería tema de un curso de teología”.
A lo que mi interlocutor me dijo: “Totalmente de acuerdo. Pero hoy en día se necesitan respuestas cortas y precisas. Con todo el respeto y admiración que sabes te tengo, ¿puedes darme esa respuesta corta?”.
Mi respuesta fue la siguiente: “No, no puedo dártela porque no tengo una respuesta corta. Lo siento”.
Mi interlocutor me contestó: “Te animo y te agradecería un montón, que escribieras sobre ello. Retomamos en septiembre el proceso sinodal y tus comentarios nos ayudarían mucho a discernir cómo afrontar los retos que el Sínodo, y que el Papa Francisco desde su lecho de muerte alentó, tenemos quienes creemos en este proceso, por delante”.
Este diálogo por WhatsApp fue provocado en última instancia por un artículo que yo escribí y envié con el título “La sinodalidad no va, no arranca… es mi sensación” (https://kristaualternatiba.blogspot.com/2025/08/la-sinodalidad-no-va-no-arranca-es-una.html).
Lo digo de antemano. No soy pastoralista. Tampoco pedagogo y psicólogo. Estudié teología y me especialice en teología dogmática. Pero tampoco soy, ni me llamo a mí mismo, teólogo. Esa palabra me resulta demasiado grande para mí. Soy cristiano. De a pie. También soy misionero claretiano y presbítero. Y me gusta frecuentar la otra orilla. Y trato de habitar en la otra perspectiva. Que es desde donde más y mejor veo. Y ahora ofrezco una reflexión que no es una síntesis teológica sino una aproximación. Eso sí, mi aproximación no es corta. Es probablemente uno de mis déficits. Seguramente habrá otros.
Yo creo que hay una cultura que, en mi opinión, está muy extendida en la Iglesia a varios niveles: formativo, decisorio, relacional, lingüístico, simbólico, sexual... Es una cultura interna al ámbito eclesial que lleva a los sujetos que forman parte de ella a no adquirir plena autonomía y libertad. Por ejemplo, y cuando se les llama a desempeñar funciones de gobierno o de responsabilidad, yo he observado y observo actitudes evasivas, manipuladoras,...
Son sujetos que permanecen dentro de un plano de indiferenciación, lo que no significa la pérdida de rasgos característicos —sería solo observar lo superficial—, sino la incapacidad de distinguirse de una cultura dada, de generar rupturas, de asumir una gestualidad, una corporeidad, un ritmo,…, diferentes a lo dominante de lo que siguen manteniendo una dependencia...
Me refiero, dicho en pocas palabras, a lo que yo entiendo y llamo “infantilización” que se manifiesta no tanto en los discursos públicos o en los escritos, sino sobre todo en los gestos, en la reacción ante ciertos acontecimientos, en las relaciones ambivalentes y caracterizadas por la tensión, en los mensajes de WhatsApp o en los correos electrónicos, en la gestión del espacio físico, en los ritos y costumbres, en el uso de ciertos términos...
Es una “infantilización” subyacente en nuestras representaciones del cosmos, de Dios, del ser humano, de las relaciones de fraternidad, de la formación, de la pastoral...
Y es una “infantilización” que tienta a algunos consagrados, a algunos laicos - precisamente cuando prestan un servicio en la Iglesia -, a algunos ministros ordenados. Por poner un ejemplo: pueden ser laicos que son directivos de éxito en el ámbito profesional, pero cuando se encuentran dentro del recinto eclesial, como ovejas, asumen una cultura infantilizante interna que suele caracterizar a este lugar.
Las tensiones suelen estar formadas por dos polos opuestos pero no contradictorios. Ambos polos son válidos y vitales, escapan al juicio correcto/incorrecto, bueno/malo, pero exigen un discernimiento.
En el análisis de la cultura eclesial se pueden destacar algunas tensiones como, por ejemplo:
Verticalidad —————————— Horizontalidad
Cerrado ——————————— Abierto
Por “infantilización”, entendida como una cultura infantilizada generalizada a la hora de afrontar la realidad, me refiero a un desplazamiento hacia el lado izquierdo del esquema, hacia la serie verticalidad-cerrado. Y en cada tensión hay como una dependencia que determina una “infantilización” subyacente.
Pensando en la
sinodalidad, quiero centrarme, pues:
1.- en la tensión “verticalidad” y “horizontalidad”.
Ayudar al sujeto a cultivar su vida humana en su crecimiento depende de dos dimensiones: la vertical y la horizontal. Es la tensión: entre verticalismo y horizontalismo, trascendente e inmanente, liderazgo y participación, jerarquía y corresponsabilidad.
«Nuestra cultura ha privilegiado la verticalidad, la relación con la Idea asumida como vértice de reproducciones aproximadas, la relación con el Padre, con el jefe, con el Todo-Otro celestial. La relación con el otro, aquí y ahora presente a mi lado o delante de mí en la tierra, ha sido poco cultivada como dimensión horizontal del devenir humano» (Luce Irigaray).
El verticalismo es tranquilizador. Des-responsabilizador. Delegante: a Dios, al superior, al experto, a la planificación, a... El verticalismo puede desembocar en paternalismo o maternalismo. Es ese espacio de regresión donde refugiarse para no tener que enfrentarse a la realidad. Por la dificultad de tolerar la frustración. Volver a dormir en la familia de origen, en la propia habitación. ¡La madre! ¡La madre superiora! ¡El padre superior! ¡La Madre Iglesia! ¡María madre! Por otro lado, tenemos al Rey, el Rey de los Reyes, el Rey del Universo.
La psicoanalista Antonia Anna “Toni” Wolff escribió cómo todo el sistema mariano y la imagen de la Iglesia Madre corren el riesgo de convertir a sus siervos en castrados. El hombre que permanece infantilmente ligado a la madre se ve privado sobre todo de su potencialidad masculina.
Además de la maternidad y la paternidad, presentes e indispensables también en el mundo animal, existe una relación diferente con el otro: un plano horizontal.
«Ir hacia el otro, acogerlo en uno mismo, abre dimensiones no verticales en la relación con lo humano y lo divino» (Luce Irigaray).
«Esto ha limitado durante mucho tiempo nuestra forma de concebir las relaciones y la posibilidad de relaciones con el otro que exigieran salir del propio mundo y no someter al otro a uno mismo y a él» (Luce Irigaray, 56).
Un verticalismo ejercido sin familiaridad con la horizontalidad, tanto en las relaciones como en el gobierno y en la vida espiritual, está cargado de abusos. Puedan ser abusos psicológicos, abusos pastorales, abusos...
El verticalismo tiende a hacerse fuerte con los débiles, sin preocuparse por su crecimiento. Es un apoyo al statu quo incluso cuando este ya no tiene fundamentos, ya no encuentra correspondencia con la realidad circundante.
O bien es una delegación absoluta y fideísta, o formal y superficial, para poder ocupar las zonas grises que la situación garantiza, con el fin de obtener alguna satisfacción o beneficio personal.
Aquí se pone de manifiesto una dependencia del miedo a la vulnerabilidad que empuja lo vertical sobre lo horizontal. Situarse en la cima (pastor/líder) o en la base (rebaño/seguidor) del modelo vertical protege el sistema.
2.- en la
tensión: “cerrado” y “abierto”.
Un sistema cerrado es un sistema ordenado, regulado, en el que las personas operan dentro de grupos homologados, especializados en un servicio. Se aplica un principio de hiper-determinación, en nombre del orden y el control, que inhibe cualquier vía experimental, cualquier impulso personal.
Se basa en dos principios: el equilibrio y la integración. Hay entradas y salidas de energía, de recursos, de inversiones... y el reto y el compromiso es tratar de mantenerlas en constante equilibrio. Es un sistema pensado para ser integrado: cada una de sus partes tiene un lugar en el proyecto global; la consecuencia es barrer las experiencias que destacan por ser controvertidas y desorientadoras.
Todo se hace respetando el proyecto o plan pastoral, mediante palabras «educadas» pero capaces de sembrar la sospecha sobre lo que no se integra, haciendo que nada destaque. El énfasis en la integración desalienta la experimentación.
La sobre-determinación también determina la fragilidad de este sistema. Lo hace inadecuado para el cambio, incapaz de adaptarse a las necesidades del momento por ser un sistema rígido.
Cada elemento tiene una función determinada que no puede cambiar. Es el reino de la repetición. O, si se prefiere, del aburrimiento. Si hoy prevalece una consideración sobre la posibilidad de participar en la Iglesia, es precisamente esta: es una realidad bastante aburrida, no muy atractiva.
El sistema cerrado funciona rápidamente y, por eso, necesita estar cerrado en la forma: cada elemento presente en él debe poder ser cuantificable, determinado, para equilibrar e integrar (e integrarse) bien en poco tiempo.
Es un modelo no solo aburrido, sino también agotador, y ambas cosas suelen estar relacionadas. Porque no se trata solo del cansancio físico que deriva de una acción orientada a la misión. Se trata de un hacer privado del ser. Una repetición privada del deseo y sin vocación, que quita el aliento, la capacidad de expresarse y nubla la mirada. Y esto agota.
Un sistema abierto prevé el encuentro inesperado, el descubrimiento casual, la innovación... Se libera así del equilibrio y la integración. Defiende la diversidad y la disonancia sin tener la ansiedad infantil de ordenar y definir todo.
El sistema abierto está en constante evolución, pero se mueve lentamente, dejando libertad a los impulsos que surgen de las situaciones. La lentitud del proceso no se corresponde con la velocidad del buen funcionamiento (integrado y equilibrado).
En un sistema abierto, los elementos que lo componen no están encasillados en una funcionalidad, sino que pueden asumir de forma flexible otras tareas y acoger otras posibilidades de realización.
La dependencia infantil del sistema cerrado suele derivar del miedo a la libertad. El mismo miedo que tuvo el pueblo de Israel, ya que requiere un éxodo de la esclavitud.
Un proceso de cambio como es el proceso de la sinodalidad no se puede flanquear sino que hay que acompañarlo. Y en ese acompañamiento es necesario también definir las condiciones, proporcionar las herramientas, el entorno de trabajo y, a veces, incluso decir «no», porque se pide salir de un modelo para iniciarse en un nuevo contexto y proceso.
Estas dos tensiones - probablemente hay otras tensiones - tienen fuertes implicaciones en la vida eclesial en lo que respecta a las relaciones comunitarias, los procesos de toma de decisiones, la formación, la visión de la realidad… o la sinodalidad.
Yo creo que es necesario reequilibrar la tensión, no negando un polo en favor del otro —no se trata de aplastar uno de los polos de la tensión—, sino redefiniendo la medida que determina la relación entre ellos. Solo así será posible sacar a los sujetos y a las instituciones de ciertas formas infantiles de dependencia.
Dicho con otras palabras. Yo creo que la sinodalidad supone recuperar las dinámicas de la libertad. Solo a través de la libertad se llega a la responsabilidad. Y, a través de la libertad y de la responsabilidad, a la lenta y laboriosa construcción de la Iglesia como comunidad.
Jesús dijo que la verdad nos hace libres (Juan 8, 32). No he encontrado la cita en la que Jesús dijera que la verdad nos hace felices… Entiendo que la libertad nos coloca en un espacio en el que abrirnos y no en uno que ocupar… Y esto es válido tanto para el laico, religioso como para el ministerio ordenado (diaconal, presbiteral o episcopal).
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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