La escuela en septiembre
Septiembre ha vuelto. Desde hace días, el ritmo en las calles de Vic (Barcelona) se ha intensificado y, para quienes tienen que ver con el mundo escolar —estudiantes, profesores, padres/madres—, hay todos los indicios de una vuelta a la plena actividad. El año escolar comenzó el 1 de septiembre y días más tarde, con el primer día propiamente de clase, se reinició el sistema. Un sistema que comenzará a acelerarse en frecuencia, intensidad y densidad; ahora todavía es lento por la primera toma de contacto… para alumnos y educadores... para las familias.
Hay nuevos comienzos para los profesores - pero también para los alumnos -, reencuentros para quienes retoman la rutina y se proponen evitar los errores y las trampas del año anterior, mejorar las condiciones y aumentar las satisfacciones. Al igual que el Año Nuevo, septiembre trae consigo balances, previsiones y propósitos, comentarios, análisis y anuncios. El año escolar pasado seguramente hasta terminó sin terminar, dejando en suspenso cuestiones que han esperado… como pájaros negros en los aleros de las casas y las calles.
Seguramente no se trata de ampliar la reflexión sobre la escuela más allá de lo razonable y fuera de su ámbito - lo que es una forma de cerrarlo -, sino que me gustaría insistir en lo que significa enseñar realmente hoy en día, o al menos intentarlo someramente en pocas líneas.
Y lo pienso porque no podemos olvidar que las escuelas vuelven a abrir en un escenario crónico de guerra internacional y de agudos conflictos en una comunidad fragmentada, polarizada y conflictiva; que las escuelas reflejan la movilización de la sociedad civil y son fermentos vitales para responder a la inercia de los gobiernos europeos desestabilizados por la deriva estadounidense del trumpismo y por el reequilibrio multipolar de los poderes.
La emergencia continua y agotadora de las numerosas y aterradoras crisis humanitarias del presente, y en particular en Oriente Medio con el tema del genocidio en curso en Gaza, está determinando el agotamiento de la retórica del «Nunca más», de la que la escuela, como lugar de formación integral, es protagonista: el estancamiento de impotencia e inacción en el que estamos petrificados es tal que deslegitima las políticas de memoria elaboradas hace décadas y la credibilidad del derecho internacional surgido de aquellas ruinas de la Segunda Guerra Mundial.
El planeta arde, el deshielo de los casquetes polares continúa, la biodiversidad se reduce, los fenómenos meteorológicos se han vuelto extremos, los veranos son agotadores y abrasadores, y en todas partes se alzan las demandas de justicia social, de género, contra el racismo…
En resumen, la brutalidad del mundo entra cada día, a menudo de forma aberrante y desfigurada, en las aulas de chicas y chicos que piden que se les escuche y se les confíe, y que buscan en los educadores alianza, referencias y apoyo. Mientras esto sucede, la escuela corre el riesgo de volverse más pequeña, provinciana y reaccionaria, favoreciendo un cierre aparentemente tranquilizador si se basa en el mito del orden tradicional - que, aunque nos resistamos a reconocerlo, nunca ha funcionado por ser profundamente injusto -.
El año escolar comienza en este vasto horizonte de nubes bajas y oscuras, con la certeza de que nada será fácil y la convicción de que esto debe aumentar la determinación de cambiar las cosas. La vida en las aulas es un mosaico de experiencias culturalmente mediadas de crecimiento y metamorfosis para todos los que forman parte de ella.
Precisamente porque estamos en la escuela, podemos trabajar para ayudar a pensar y enfocar lo peor de nuestro tiempo inquieto y herido. Ser docentes conscientes del momento que vivimos significa no solo transmitir tradiciones culturales y científicas; no puede limitarse a entrenar a los alumnos para convivir con la realidad, es decir, la representación social dominante y naturalizada del estado actual de las cosas; sino que significa proporcionar herramientas para aprender a descifrar críticamente el mundo y enfrentarse a lo real, el dato opaco que emerge de las grietas de lo existente con las posibilidades futuras y por construir de lo que podría ser.
Un proyecto tan ambicioso como necesario no puede sino comenzar por la cooperación activa entre todos los sujetos implicados en la escuela. Por una comunicación clara y un debate abierto. Por cuidar de nosotros mismos, de los lugares y de las comunidades en las que vivimos. Por el proyecto de custodiar lo que nos importa, por proteger a las personas, la naturaleza y toda realidad frágil, por ampliar el margen de acción potencial de cada uno. Por seguir maravillándonos con lo que descubrimos y por alegrarnos por los logros y las transformaciones de aquellos que crecen y cambian con los adultos: me refiero a los niños, adolescentes y jóvenes.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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