miércoles, 27 de agosto de 2025

La sinodalidad no va, no arranca... es mi sensación.

La sinodalidad no va, no arranca... es mi sensación

Después del Papa Francisco y, particularmente, del Sínodo sobre la Sinodalidad, uno comienza a percibir que “esto no va”, que “esto no arranca” quizá también porque hay “razones”» de las dificultades del cambio real de la Iglesia y de su lógica como institución. 

No entro a pensar si la sinodalidad se trata de una revolución o de una reforma dentro de la Iglesia. Me imagino que en buena medida sigue vigente el debate interno de la Iglesia entre conservadores y reformistas. Por supuesto sí se puede tratar de pensar cuáles son las grandes «reformas» que se esperan de la Iglesia: la reforma de la Curia romana; el cambio de las normas éticas sobre la vida sexual y afectiva; la abolición del celibato obligatorio del clero; el cambio de la condición de la mujer en la Iglesia, … A todas ellas, y a otras, se le suma la reforma de la sinodalidad más allá de los eslóganes y de los titulares a los que somos tan aficionados también en la Iglesia. 

Uno tiene la sensación de que, quien espere una profunda transformación de la estructura social de la Iglesia y de su jerarquía, está abocado a una decepción. Dejo al lector la valoración de la profundidad mayor o menor de esa decepción. 

Normalmente en la Iglesia siempre se ha tenido muy presente la máxima extensión del consenso, la inclusión del mayor número posible de sujetos. Su política ha solido ser la de la amistad, la puerta abierta, el diálogo, la acogida al mayor número posible de grupos y personas. Poco ha importado si esto creaba algún malestar, o si lo que se sacrificaba era la propia lógica exagerada del Evangelio, del Reino,…, si las innovaciones se producían todas en el plano pragmático de la acción pastoral y nunca en el de la doctrina, … 

Así las cosas, la Iglesia no acaba de reformarse… sino que es probable que siga ligada a una visión ni siquiera tan implícita: una concepción o una visión no siempre verbalizadas, tampoco siempre tematizadas. A lo mejor, incluso no del todo consciente. 

¿Por qué no cambia la Iglesia? ¿Es la Iglesia una institución destinada a permanecer inmóvil? 

Seguramente la Iglesia no cambia también porque, como todas las grandes instituciones, muestra una tendencia natural hacia la inercia, la estabilidad, la conservación desde el punto de vista organizativo y estructural. 

De hecho, la Iglesia está: 

a) sólidamente estructurada según los principios de disciplina;

b) dotada de una miríada de instancias ordenadas jerárquicamente;

c) animada por casi medio millón de funcionarios a tiempo completo inamovibles, adecuadamente formados en lugares separados del resto de la sociedad, dotados de una preparación especializada y de un particular prestigio de clase;

d) enriquecida por un inmenso patrimonio mueble e inmueble (que pertenece íntegramente a la institución y no a sus miembros);

e) … 

Y esta Iglesia ha ido desarrollando algunas patologías que le son específicas: por ejemplo, la dificultad (¿incapacidad?) para adaptarse a las novedades, el ritualismo como apego excesivo al formalismo y al dictado de las normas en detrimento de la esencia de la misión organizativa, y el ‘espíritu de cuerpo’, generado por la propensión de su jerarquía a considerarse un grupo con intereses comunes y un estatus separado y superior al del público al que, en teoría, están llamados a servir. 

Organizaciones como la Iglesia se vuelven a menudo autorreferenciales y resistentes a las demandas de cambio que provienen del exterior. En algunos casos, con el tiempo son organizaciones que se interesan más por su mera supervivencia que por la consecución de los objetivos para los que fueron creadas originalmente, o parecen afectadas por la inercia organizativa, es decir, una tendencia estructural, acentuada por la antigüedad y el tamaño, a perpetuarse en el eterno temor de desencadenar, con la puesta en marcha de algún cambio, terribles efectos destructivos. 

Una de las peculiaridades distintivas de la Iglesia católica dentro del grupo de las grandes organizaciones consiste, por ejemplo, en tener en su cima a un jefe elegido de por vida, popular y muy influyente incluso fuera de la organización (y, por lo tanto, capaz de obtener una inmensa legitimidad para sus acciones), dotado de poderes extraordinarios y absolutos, incluido, sobre el papel, el de transformar radicalmente la fisonomía de la organización. 

En la práctica, sin embargo, estos poderes nunca se utilizan para trastocar la organización, debido a que las tendencias auto-conservadoras actúan como restricciones implícitas, como presiones normativas incluso sobre la acción del Papa. En otras palabras, un Papa podría, si quisiera, revolucionar toda la maquinaria, trastocar los mecanismos habituales de funcionamiento de la organización -y tal vez incluso el Papa Francisco pensó en hacerlo al principio-, pero se abstiene porque siente sobre sí la enorme presión institucional (psicológica, social, política, histórica,…) para no ir en esa dirección, para mantener vivo el precioso sistema que le ha sido tan solemnemente confiado. La no decisión... legitima y protege ese sistema ayudándolo a conservarse y sobrevivir. 

Estas son algunas de las sensaciones de que la sinodalidad “no va”, que “no arranca” en una organización que tiende a convertirse en un bien en sí mismo para quienes forman parte de ella, independientemente de la «razón fundante» que debería guiar su actuación. Es la actitud que acaba confundiendo los medios con los fines y corre el riesgo de mantener viva una estructura enorme que se va vaciando cada vez más de «creyentes» y se llena de fieles funcionarios. 

En nuestra sociedad, y lo digo fijándome más detenidamente en lo que más conozco (las sociedades navarra y vasca) y la que mejor estoy conociendo (la sociedad catalana), la secularización avanza. En Occidente, en las zonas más ricas del planeta, a pasos agigantados, la secularización avanza a un ritmo muy sostenido. 

Los ciudadanos occidentales se distancian cada vez más de sus Iglesias, independientemente de que estas se hayan reformado o no, de que tengan o no mujeres presbíteros u obispos, de que reconozcan los matrimonios entre personas del mismo sexo, de que toleren la eutanasia o aprueben la anticoncepción, de que sean conservadoras o progresistas... 

La secularización actúa como un nivelador que debilita todas las confesiones religiosas, todas las Iglesias tradicionales, aunque en diferente medida y con intensidad variable. Desde este punto de vista, incluso seguramente reformarse no sirve de nada porque no evita la necesidad, común a todas las instituciones religiosas, de tener que navegar en aguas muy turbulentas. 

Si los ciudadanos de las sociedades occidentales y secularizadas se polarizan en torno a algunas cuestiones de la fe religiosa, a las instituciones religiosas les conviene mantenerse firmes en sus posiciones más reaccionarias, enfatizar su diversidad al resto de la sociedad que las rodea. De este modo, al no poder conquistar nuevos territorios sociales, las instituciones religiosas mantienen viva una fisonomía cultural y espiritual que refuerza los elementos distintivos de su identidad y les permite sobrevivir y prosperar, aunque solo sea en el gueto social y cultural al que la secularización y la polarización las han confinado. 

El futuro de la religión parece coincidir con el de una creciente ‘sectarización’, de una progresiva y clara reducción y distanciamiento de las personas religiosas del resto de la sociedad. Defensoras de normas y valores cada vez más aislados y anómalos con respecto a los más difundidos, las Iglesias sobreviven mejor si resaltan su irreductible diversidad con respecto al mundo moderno, si denuncian con fuerza sus perversiones y crisis. Esto también se aplica a la Iglesia católica. 

Ante el avance del ateísmo, de la indiferencia, de la secularización…, la Iglesia católica, para sobrevivir, trata de reforzar su identidad para ofrecer una alternativa válida y fácilmente reconocible al ‘mundo externo’. 

Una reforma demasiado marcada que «abra» a la contemporaneidad, por ejemplo, en una reflexión y en una toma de decisiones de una manera más sinodal, corre el riesgo de pulverizar la identidad que con tanto esfuerzo se ha mantenido a lo largo de los siglos y de no poder ofrecer una respuesta al deseo de protección de las personas decepcionados por la modernidad. 

Alguien me recordará, y con razón, que la Iglesia, para sobrevivir como institución a lo largo de los siglos, ha tenido que adaptarse progresiva y necesariamente a la realidad, transformándose en algo a veces diferente de la «compañía» que rodeaba a Jesús durante su predicación y que recogió su herencia. 

¿Qué queda de aquel espíritu original? ¿De aquella nueva forma de relación entre «amigos»? ¿De aquel proceder itinerante y pobre centrado en el Año de Gracia y en el Reino? ¿De esa «conspiración» del Espíritu? 

La mía es una sensación. No más que sensación. No más que mía. Y creo que la sinodalidad “no va”, “no arranca”. El tiempo me ayudará a mirar con lucidez más allá de eslóganes y titulares (‘Es hora de la sinodalidad’, ‘La Iglesia es sinodalidad’, 'La sinodalidad es el ADN de la Iglesia',…) y a evaluar en qué medida las expectativas de una sinodalidad real, concreta, de hecho, van por buen camino y no se ven bloqueadas por un poder que frena.

Por el momento, y a lo dicho, comparto la que es mi sensación: la sinodalidad “no va”, “no arranca”. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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