La paz como profecía, no como estrategia
Hablar de paz hoy en día puede parecer un acto ingenuo. Sobre todo cuando nos enfrentamos a conflictos complejos y prolongados, marcados por profundas heridas históricas y dolores reales que no se borran con un tratado o una rueda de prensa.
La guerra entre Israel y Hamás, que se ha reavivado de forma devastadora en los últimos años, tras el 7 de octubre de 2023, ha dejado tras de sí no solo escombros materiales, sino también un tejido humano y espiritual desgarrado.
En 2025, el mundo fue testigo de un acontecimiento esperado y controvertido: la propuesta de un acuerdo de paz, promovido por Estados Unidos de América. Este pacto, anunciado como un paso importante hacia el fin del conflicto, suscitó reacciones encontradas: hay quienes lo acogieron como una apertura y quienes lo vieron como el enésimo compromiso impuesto, construido más sobre la fuerza política que sobre la justicia real.
Al ver y oír al presidente Donald Trump evocar repetidamente el nombre de Dios, me pregunto cómo, ante este acontecimiento, un cristiano debe preguntarse si puede interpretar este acuerdo a la luz del Evangelio. ¿Cómo discernir, como cristianos, si lo que se nos presenta como «paz» es realmente tal? ¿Y cuál debe ser, en este contexto, nuestro compromiso cristiano?
La Biblia nos enseña que no todo lo que se presenta como paz lo es realmente.
Ya en el profeta Jeremías leemos: «Curarán a la ligera la herida de mi pueblo, diciendo: «¡Paz, paz!», pero no hay paz» (Jer 6,14). Hay paz que no es más que una tregua encubierta. Hay acuerdos que prometen prosperidad, pero lo hacen a costa de quienes no tienen poder. Y, sobre todo, hay paz que no se basa en la verdad y la justicia, sino en la exclusión y la humillación del otro.
Cuando se propone la paz como un compromiso unilateral,
cuando se presenta a una parte como ganadora y a la otra como destinataria
pasiva, cuando se ofrecen concesiones mínimas a cambio de la renuncia a
derechos fundamentales, nos encontramos ante una paz aparente. Una paz que tal
vez pueda detener las armas por un momento, pero que no cura las heridas, no
reconstruye la confianza, no genera reconciliación.
El acuerdo anunciado en 2025, mediado por Estados Unidos de América, preveía una serie de medidas concretas: el cese de los bombardeos y de la destrucción total de Gaza, la liberación de los rehenes israelíes, la liberación de los presos palestinos, la retirada parcial de las fuerzas armadas israelíes de Gaza y la reapertura de los corredores humanitarios.
Son elementos importantes y significativos. Pero estoy convencido de que la mirada evangélica nos pide que vayamos más allá de la superficie. ¿Cuál es el precio humano de este acuerdo? ¿Qué justicia se ha reconocido y cuál se ha ignorado?
Un acuerdo solo es verdaderamente de paz cuando reconoce la plena humanidad de ambas partes y devuelve la dignidad real, no solo la supervivencia. Si uno de los dos pueblos sigue viviendo bajo ocupación, si se niega o se reduce la libertad de movimiento, la seguridad, la soberanía y la memoria histórica, eso no es paz. Es gestión del conflicto, es contención.
La historia nos muestra que, cuando los poderosos quieren establecer un nuevo orden, a menudo sacrifican a alguien.
Quizás no en el sentido antiguo del término —no con altares y ritos—, sino en el sentido social y político: se «acepta» que un pueblo viva en condiciones inferiores, se legitiman las desigualdades estructurales, se imponen condiciones imposibles a cambio de la supervivencia. Todo ello para mantener una frágil estabilidad.
El Evangelio, sin embargo, nos pide otra lógica: no sacrificar más a alguien por la paz de los demás, sino elegir hacerse cargo del otro, incluso cuando es enemigo.
Jesús no venció a sus adversarios con la fuerza, sino que se dejó clavar en la cruz, y desde allí abrió el camino del perdón y la reconciliación.
Una paz verdadera, por lo tanto, no exige el sacrificio del otro, sino el nuestro. El sacrificio del orgullo, del odio, del deseo de venganza.
En este sentido el mencionado acuerdo de 2025 solo será verdadero si ambas partes están dispuestas no solo a firmar documentos, sino a emprender un camino de profunda transformación.
En todo esto, ¿cuál es el lugar del cristiano? Es fácil caer en la polarización, elegir un bando, animar, juzgar. Pero el Evangelio nos pide que no elijamos «un bando» en sentido político, sino que estemos siempre del lado de lo humano, de los heridos, de los humillados.
Nuestra tarea es:
- Vigilante: para no dejarnos seducir por paz ilusorias o narrativas simplificadas.
- Compasiva: para llorar con quienes sufren, en cualquier lado del conflicto.
- Profética: para denunciar lo que deshumaniza, incluso cuando se presenta como necesario o realista.
El cristiano está llamado a ser levadura de paz verdadera, no espectador o repetidor de opiniones parciales. Y esto requiere formación, valentía y, sobre todo, arraigo en el Evangelio.
La verdadera paz, la evangélica, no nace de estrategias de poder, sino de conversiones del corazón. No se impone con tratados, sino que se construye día a día, al reconocer el rostro del otro como el de un hermano, no como un obstáculo.
El plan de 2025 puede ser un primer paso, pero solo si va acompañado de una verdadera voluntad de escuchar, de justicia y de reconocimiento mutuo. Solo si se abordan también las peticiones incómodas. Solo si ya nadie es considerado sacrificable.
La paz, nos recuerda el Evangelio, es una bienaventuranza, pero también una cruz.
Quien trabaja por la paz será llamado hijo de Dios, pero a menudo también será criticado, aislado, malinterpretado. Sin embargo, es el único camino que se nos da para ser verdaderamente discípulos de Jesús en el mundo de hoy.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF




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