lunes, 20 de enero de 2025

Hacia un ministerio de la pareja cristiana.

Hacia un ministerio de la pareja cristiana 

De un tiempo a esta parte leo y escucho reflexiones muy interesantes sobre el ministerio ordenado del diaconado permanente. 

Y al hilo de las reflexiones, me ha parecido quizá oportuno pensar en otro ministerio, no menos ordenado a la salvación, como es el ministerio de la pareja. En la mejor tradición teológica de la Iglesia, y a la hora de hablar de los sacramentos, se hacía referencia a los dos sacramentos “mayores”: Bautismo y Eucaristía. En torno a los mismos, se estructuraban los sacramentos “menores”: Confirmación, Reconciliación y Unción de los Enfermos alrededor del Bautismo, y Orden y Matrimonio alrededor de la Eucaristía. En los sacramentos, la teología cristiana ha pensado también, si vale la expresión, en una “jerarquía”. 

Quisiera comenzar esta breve reflexión citando el Catecismo de la Iglesia Católica. En el prefacio del capítulo «Los sacramentos al servicio de la comunión», en el número 1534, dice: «Otros dos sacramentos, el Orden y el Matrimonio, están ordenados a la salvación de los demás. Si también contribuyen a la salvación personal, esto sucede a través del servicio a los demás. Confieren una misión especial en la Iglesia y sirven a la edificación del pueblo de Dios». 

Esto no es una nota a pie de página, ni quizá el último punto de un párrafo. Pero es la premisa. Me parece claro que lo que se está diciendo aquí es que, sin perjuicio de los ministerios propios del orden, desde la perspectiva del «servicio a la comunión» estos dos sacramentos deben estar integrados. Se necesitan mutuamente para funcionar bien. 

¿No hay aquí una base mejor que otros artificios para fundamentar y dar sustancia a un «ministerio de la pareja» y hacer comprender el valor del matrimonio para la vida de la Iglesia? 

No se trata, en primer lugar, de una cuestión de funciones o de asignaciones -que a menudo me siguen pareciendo un parche de legitimación clerical sobre viejos agujeros-, sino de una visión sincera de una Iglesia «toda ministerial» (como prevé el Concilio Vaticano II). Y, por tanto, verdaderamente sinodal. 

Y no hago otra cosa sino intentar esbozar un paso más, quizá demasiado audaz. Y digo esto porque en nuestras reflexiones sobre el ministerio ordenado me parece que subsiste una teología de fuerte raigambre tridentina, sobre la que el Vaticano II ha tenido, en la práctica, poco efecto. 

Pongo un ejemplo. Me parece emblemática la cita de Presbyterorum Ordinis 6 donde se dice que «El presbítero ejerce de hecho “la función de Cristo cabeza y pastor” [...], donde la cabeza es la cabeza, la parte del organismo de la que toma vida todo el Cuerpo (Col 2,19), una y la misma». La parte del texto conciliar se refiere precisamente a ese «Cristo cabeza y pastor» al que se ajusta el presbítero. 

Ahora bien, creo que el quid de la cuestión está justo aquí, pero que, por la llamada que el Espíritu dirige al tiempo que atravesamos, podemos intentar hilvanar algún espacio más de reflexión y algunos horizontes de cambio. En otras palabras, estoy convencido de que la teología del ministerio, en primer lugar, debe ser releída, reactualizada y vuelta a sus raíces, para luego poder asegurar que esa teología sea generadora de vida evangélica fecunda y sostenible para todos, empezando por los propios ministros ordenados. En esta dirección, hay, me parece, dos caminos, que por razones de espacio voy a mencionar, esperando que luego puedan seguir otras reflexiones. 

La primera se refiere a la urgencia de restituir al ministerio ordenado su dimensión de ministerio, es decir, de ‘ministerium’, entendido como servicio al Señor (Número 8,11) y al Pueblo del Señor («Porque los ministros, revestidos de sagrada potestad, sirven a sus hermanos», Lumen Gentium 18). Se podría así intentar superar la tradicional ecuación ‘officium/munus/potestas’, redescubriendo -según algunas felices intuiciones del Vaticano II- el valor fundante del bautismo de todos los fieles (Can. 204) y poniendo así el acento, entre las diversas acepciones del término, en el ‘munus’ como don. 

La tradicional identificación del ministerio ordenado con «Cristo Cabeza» exige hoy una superación, a la luz de la investigación teológica, del magisterio conciliar y de la relectura de los Patrística, pero también porque «los signos de los tiempos» -es decir, la realidad que creemos guiada por el Espíritu- no parecen confirmar hoy tal interpretación del ministerio ordenado, herencia de otra sociedad, de otras sensibilidades humanas, de otras convicciones teológicas y jurídicas. Además, devolver la centralidad a la dimensión del servicio, entendido como don gratuito de la gracia para servir a los hermanos. Esto no invalida, en el caso del presbiterado, la presidencia eucarística como recuerda la espléndida perícopa joánica del lavatorio de los pies. Por tanto, sería deseable considerar no a un ministro ordenado en la «cumbre», en una dimensión esencialmente vertical-piramidal, sino en una dimensión horizontal-comunitaria. 

La segunda reflexión, intrínsecamente ligada a ésta, lleva a pensar no en la conformación del ministerio ordenado con Cristo Cabeza, sino con el Dios-relación o, mejor, con el Dios-comunión (comunión entre las personas trinitarias y con la humanidad en el acontecimiento de la muerte y resurrección de Cristo), que es la esencia del Dios revelado por el Evangelio. De ahí podría derivarse, en concreto, una visión diferente de la propia comunidad cristiana, cuyo futuro es la comunión porque responde a la Revelación. 

En concreto, por ejemplo, se podría pensar en la comunidad cristiana (la parroquia) ya no gobernada por el único poder presbiteral, sino por el servicio comunitario de un aliento trinitario: ya no uno, sino tres bautizados, hombres y mujeres, que tienen oficios/ministerios diferentes, donde sólo uno de los tres es necesariamente un ministro ordenado, responsable del ministerio «espiritual», es decir, del culto, de la acción sacramental y de la atención espiritual de la comunidad (por utilizar una terminología bien establecida, el ‘munus sanctificandi’). Los otros dos «ámbitos» fundamentales, es decir, el organizativo-pastoral (‘munus docendi’ en cierto modo) y el jurídico-económico (‘munus regendi’) podrían confiarse a figuras –consagradas o laicas-, sólidamente formadas, parte activa de la comunidad, hombres y mujeres de sabiduría y equilibrio, de fe y caridad. Personas a las que también habría que reconocer económicamente, como ocurre hoy con el ministro ordenado. 

Lo que importa, además, no sería lo que el individuo puede o no puede hacer, en una partición siempre un tanto estática y rígida, sino lo que la comunión de los fieles, representada por la comunión de las tres figuras responsables, puede o no puede hacer. En esta dirección, se podría hablar de acciones ministeriales más que ‘munera’: la acción organizativa, que tiene el horizonte de lo posible (la esperanza); la acción espiritual, que tiene el horizonte de la fe; la acción de la caridad, en sus múltiples declinaciones: son categorías hoy más elocuentes (y tal vez más evangélicas). 

Por tanto, más que privar a una comunidad de un ministro ordenado por «agotamiento numérico», se trata de dar a la comunidad, a mayor escala territorial (también por cuestiones estructurales, económicas y cuantitativas), una comunión que dirija y armonice a los miembros del cuerpo eclesial; sería análoga a la Trinidad y, al mismo tiempo, expresión de toda la comunidad de fieles, con la que es indispensable estar en continuos e intensos vínculos de servicio y de diálogo. Pero también actuaría como estímulo profético para toda la humanidad: ¿qué mejor icono de un «buen mundo posible» para un contexto desgarrado y cada vez más propenso al individualismo que una comunidad en la que la fraternidad y la sororidad se viven desde la cumbre? 

Se trata de abrir un camino que pueda acoger un diálogo no especializado, que tenga en cuenta la investigación teológica, la Tradición, la Escritura, el derecho canónico, pero también la concreción que el cristiano de hoy, sea sacerdote, obispo, laico, vive cotidianamente. Por tanto, que tal vez ha llegado el momento de ver la disminución del número de sacerdotes como una ocasión de gracia para una revisión del ministerio ordenado, de la gracia bautismal, de la comunión... Estamos llamados a pensar y amar y servir no a un mundo ideal, sino al mundo que habitamos hoy y habitaremos mañana, donde el kerigma puede aún resonar y dar sabor a la vida. Esto, me parece, es una responsabilidad para los que creen en un Dios encarnado en la historia. 

Vuelvo, para finalizar, al tema principal de mi reflexión: el ministerio de la pareja. Al igual que el ministerio ordenado, el matrimonio es también un sacramento de servicio, que imprime un carácter y no puede borrarse. Pero, a diferencia del ministerio ordenado, este sacramento no se confiere sólo a un individuo, sino a una pareja. Esta es su especificidad: el matrimonio es el único sacramento que implica tres libertades diferentes (Dios, la novia, el novio). Y la gracia sacramental no desciende separadamente sobre los dos individuos, sino que actúa generando un nuevo sujeto, un NOSOTROS: la «una sola carne» (Génesis 2,24) no es en modo alguno reducible a la unión sexual, pero tampoco a la carne del hijo, a través de la cual puede hacerse visible la unión de la pareja. Repito, con el matrimonio nace un nuevo sujeto dual, un NOSOTROS, que como tal está llamado a caminar en la historia y tiene el don y la responsabilidad de mostrar a todos, según su propia vocación específica, el rostro del Dios cristiano (Amoris Laetitia 11). 

La pareja cristiana es también garante de eclesialidad y puede contribuir, al menos en dos sentidos, a la permanente recepción del Concilio Vaticano II y a la reforma sinodal misionera, la que el Papa Francisco está proponiendo a toda la Iglesia: por un lado a repensar el ministerio ordenado, y por otro al rostro de la Iglesia y al enfoque, atención y acción pastoral en el contexto actual. 

En cuanto al ministerio ordenado, el ministerio de la pareja completa la comprensión del ministerio ordenado en sus tres grados, es un ministerio complementario al del ministerio ordenado 'no para el sacerdocio, sino para el servicio'. ‘Ministerium’ significa ministerio y no un grado sacerdotal. La pareja cristiana ayuda al ministerio ordenado a comprender su identidad y razón de ser en la Iglesia, ampliando los lugares, los espacios de acción, el modo/forma de ser ministros en la Iglesia. 

La pareja cristiana puede contribuir al nuevo rostro de la Iglesia y a una renovación pastoral, y en este sentido, hay por lo menos una contribución específica del matrimonio cristiano en a la dinámica de la evangelización: anuncia y da testimonio de un evangelio encarnado y humanizador. La pareja cristiana puede garantizar, más y mejor incluso, un Evangelio encarnado, leyendo las necesidades, las exigencias concretas de cada persona perteneciente a la Iglesia local, y promover la diaconía de toda la comunidad eclesial para subrayar la profundidad de humanidad que debe marcar las relaciones eclesiales en cada una de las comunidades cristianas. Y hacerlo, además, en la profecía de vida cotidiana, en la belleza compleja y en la hermosa problematicidad de las realidades humanas en las que vive, encarnada, la pareja cristiana. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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