No es exactamente lo mismo sacerdote y presbítero
La historia de la Iglesia es el lugar privilegiado donde podemos ver el desarrollo de la tradición, su cristalización pero también su continua remodelación. En efecto, la tradición no es un dato estático, sino que toma forma según las presiones que la historia le hace sentir, y se remodela según la forma histórica que va tomando la propia comunidad eclesial. Sin insistir demasiado en ello, puede ser útil la formulación "esencia en forma histórica" que Hans Kung dio a este proceso en su tratado La Iglesia y que luego desarrolló, en torno al paradigma de la categoría, en su monografía El cristianismo. En el proceso de la tradición, por un lado, algo es "constante", esencial; por otro, algo es "variante", también en el plano lingüístico. El término ‘sacerdote’ puede ser un ejemplo ilustrativo de procesos más amplios.
El término Archiereus ("sumo sacerdote") se refiere a Jesucristo en la Epístola a los Hebreos, en la que se afirma que el Hijo de Dios no tomó forma de los ángeles, sino que fue "tomado de entre los hombres y constituido en favor de ellos" (5:1) para ser como uno de ellos y poder comprender, desde la radical participación, también su sufrimiento. A su vez, el calificativo sacerdotal o reino de sacerdotes se refiere más propia y explícitamente a todo el pueblo cristiano en 1 Pe 2,5 y 2,9, con citas explícitas e implícitas de textos del Antiguo Testamento. En las epístolas paulinas se reconoce una diversidad de carismas/dones dentro de la comunidad y entre ellos está también el de "gobernar" (1Cor 12:27-31).
Del mismo modo, en la configuración del lenguaje neotestamentario se delinean tres tipos de figuras, ninguna de las cuales tiene características propiamente sacerdotales: diáconos (servidores), presbíteros (ancianos), epíscopos (que vigilan, supervisan).
Habrá que remontarse a una época posterior - por poner un ejemplo, a partir de San Cipriano en adelante - para referir más propia y exclusivamente el término sacerdos al grupo de los presbíteros, iniciando un proceso que lo haría exclusivo de ellos, expropiando al pueblo cristiano de la categoría sacerdotal.
Varios desarrollos y as especificaciones ulteriores forman parte de este proceso: la implicación sacerdos/sacer y la calificación de "hombre de lo sagrado", con las ambivalencias sagrado/profano, con el desarrollo de la separación también de la vida cotidiana (incluido el celibato); la implicación sacerdocio/sacrificio con la función del sacerdote como "mediador" entre Dios y los hombres con el riesgo de diversas ambigüedades.
La tematización del ministerio ordenado propuesta por Santo Tomás de Aquino, y recogida en cierta medida en los documentos del Concilio de Trento, subraya el carácter sacerdotal como potentia activa con la tarea de realizar el sacrificio de Cristo y de producir el cuerpo del Señor.
Y esto supondrá un doble condicionamiento: por una parte, dificultará el reconocimiento de la sacramentalidad del episcopado, en la medida en que se encuentra comprimido (valga la expresión) entre el Papa, de quien depende el obispo para el poder de jurisdicción, y el sacerdote, del que no se distingue en cuanto a la producción del cuerpo eucarístico del Señor. De este modo, se compromete la verdad sacramental y eclesial del obispo y, en consecuencia, la identidad de la Iglesia Local.
Y, por otra parte, el pueblo sacerdotal queda sólo en el trasfondo de este proceso, caracterizado más por lo que no puede hacer - consagrar la Eucaristía -, que por lo que está habilitado para hacer como sujeto comunitario de la celebración. A este proceso se añaden ciertas mistificaciones, por ejemplo las que surgen de cierta Escuela Francesa, sobre la figura del sacerdote, que lo han aislado cada vez más en un proceso de espiritualización exclusiva y separadora.
Llegados a este punto, hasta podría ser útil detenerse en el lenguaje, también con sus ciertas oscilaciones, que ha permanecido en los textos del Concilio Vaticano II.
En primer lugar, se pueden considerar las afirmaciones postconciliares de una Iglesia entera y totalmente ministerial en virtud de los sacramentos de la iniciación cristiana, reservando la calificación sacerdotal/sacerdotal, así como profética y real, a todo el pueblo cristiano, bañado y crismado por el Espíritu Santo y hecho carne y cuerpo con el Resucitado. En esta lógica se abre espacio a las formas ilimitadas de un "ministerio difuso y generalizado", en línea con el pasado apostólico, pero igualmente abierto a la búsqueda de otras nuevas formas de ministerialidad que el pasado apostólico ni pudo sospechar.
En segundo lugar, y en línea con los nuevos ritos, se han restaurado las tres figuras específicas del colegio episcopal, del colegio presbiteral y el colegio de diáconos, reinterpretando su significado como "personas de servicio" a la comunidad eclesial, respectivamente: el obispo en cuanto preside la comunión de la Iglesia Local, el presbiterio en cuanto preside las comunidades pertenecientes a la Iglesia Local, y el diácono en cuanto, en nombre de la Iglesia Local, está al lado de las necesidades y de los necesitados de la comunidad cristiana, pero también de la comunidad civil.
En tercer lugar, tratando de intentar superar ciertas ambigüedades, que se arrastran del entrecruzamiento terminológico antes mencionado: sacer / sacerdos / sacrificium.
Una primera ambigüedad puede ser la de considerar el don de la vida de Cristo como un caso del concepto general de sacrificio, común a muchas religiones. De este modo, sería el sacerdote la única persona habilitada para ofrecer el sacrificio, sustituyendo de algún modo a Cristo. Esto no parece compatible con el dato neotestamentario, porque no es el hombre quien debe ofrecer el sacrificio a Dios, sino que es Dios quien se entrega apasionadamente al hombre. Solamente de manera analógica (en la que siempre es mayor la diferencia que la semejanza) puede seguir utilizándose el término sacrificio y con las necesarias precauciones.
En segundo lugar, hay que recordar que el celebrante de esta autodonación divina es Dios mismo, que realiza su alianza plena y eterna con nuestra humanidad, en la persona del Hijo (anámnesis) y en su Espíritu vivificador (epíclesis). Pues bien, la anámnesis y la epíclesis las realiza quien preside la celebración, y lo hace "en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo", y, por tanto, en nombre de toda la comunidad creyente (y que también espera y ama), que es la destinataria de la autodonación divina.
¿Qué ofrece la Iglesia en todo esto? Su misma disponibilidad al don de sí misma, que tiene su origen en Dios y que debe convertirse en la inspiración de cada uno de sus actos y opciones, y que asume las diversas formas de don y de servicio en la vida de la comunidad eclesial y social.
¿Y la tarea del ministerio ordenado? El obispo está llamado a servir a la comunión de toda la Iglesia Local, interconectándola con todas las demás Iglesias en comunión con el obispo de Roma; el presbítero está llamado a servir a la comunión de la comunidad que le ha sido confiada por el obispo; el diácono tiene la tarea de desequilibrar la comunidad cristiana en la dirección del servicio a los pobres y a los últimos, y de crear con ellos una comunidad eclesial y samaritana de vida.
Y la presidencia litúrgica abarca, de manera concéntrica, el servicio a la comunión de la Palabra de Dios, el culto de la Eucaristía y de los sacramentos, y la diaconía samaritana. Pero todo ello debe realizarse activando todas aquellas dinámicas que consideran dicho servicio como expresión y realización de toda la Iglesia, que como sujeto comunitario es corresponsable de la escucha plena, de la celebración participativa, del servicio samaritano.
De este modo se hace más explícita la necesidad y urgencia de acrecentar la vida de toda la comunidad, que, como cuerpo del Señor Resucitado, está llamada a desarrollar todos sus dones en total e igual reciprocidad, para hacer más bello y transparente al Resucitado en todos sus miembros.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
No hay comentarios:
Publicar un comentario