lunes, 20 de enero de 2025

Sobre los abusos en la Iglesia y sobre la pedofilia.

Sobre los abusos en la Iglesia y sobre la pedofilia 

Me preocupa lo que yo pienso que sea una connivencia silenciosa de la Iglesia y en la Iglesia hacia los criminales internos: sin saberlo, hemos sido cómplices, hemos permitido que se cometieran actos incalificables, nos hemos pasado el tiempo investigando, incoando procedimientos, temblando preguntándonos qué podría o no hacer un sacerdote, temiendo que alguien volviera a hablar, recibiendo víctimas y descubriendo nuevas manchas en la reputación de tal sacerdote (o de tal laico) que actuaba en la Iglesia. El encubrimiento, la ausencia de verdad, es una forma de connivencia. 

Si nos detuviéramos aquí, me temo que una vez más no llegaríamos a comprender del todo cómo es posible que un sacerdote (o un laico) pueda cometer actos de abusos y cómo esto puede convertirse en un “sistema” delincuente, delictivo, dentro de la Iglesia. 

El Papa Francisco ha intentado responder identificando en varias ocasiones la raíz del problema en el «clericalismo», esa actitud de superioridad que se arroga el poder dentro de la Iglesia, en nombre del papel que desempeña, y que, por desgracia, hasta también se pueda extender entre los laicos. 

Personalmente, creo que esta respuesta puede ser cierta, pero parcial. Ciertamente, el clericalismo tiende a convertirse en un estilo de ser creyente y, por tanto, favorece la instauración de una «cultura», de un «sistema». Pero no estoy convencido de que esto sea suficiente para que la 'cultura' o el 'sistema' institucional u organizacional sea delincuente y, sobre todo, con una deriva pedófila. 

Yo creo que también hay que apuntar a la relación entre fe, equilibrio personal y sexualidad, es decir, y en el caso de la pedofilia en la Iglesia, a la forma de pensar y al equilibrio antropológico que exige la fe, y, por lo tanto, a la consecuente forma de espiritualidad que puede sostener la vida real. 

Si realmente queremos meternos en el drama de la pedofilia en la Iglesia, yo creo que debemos reconocer que hay una antropología que debe ser revisada y, probablemente, hasta modificada recuperando el valor del cuerpo y la sexualidad como lugares de presencia de Dios para nosotros y en nosotros; que hay una espiritualidad que debe ser reequilibrada, que debe recuperar la fuerza de las emociones y los sentimientos como brújulas internas hacia la santidad cristiana. 

Una vida afectiva y sexual vivida como lugar de compensación de las frustraciones de otros niveles no es humana ni cristiana; una vida espiritual en la que la razón domina las emociones y los instintos no es humana ni cristiana. 

El camino hacia la santidad no es un esfuerzo voluntario, sino la apertura del corazón a la fuerza del amor de Dios. Un sano equilibrio humano de las diversas dimensiones antropológicas reconoce inmediatamente cuándo una compensación pone en riesgo la propia estabilidad y no la acepta, moviéndose para encontrar una solución diferente. La salida real de la "cultura" o del "sistema" delincuencial sexual pasa no sólo por medidas jurídicas y organizativas -por obligadas y justas que sean-, sino también y sobre todo por repensar y la reestructuración de los modelos antropológicos y espirituales. 

Detrás del problema dramático, humano y pastoral que nos entregan, casi como pan cotidiano, los abusos en la Iglesia, yo creo que también hasta puede haber una dificultad teológica: ¿pensamos realmente que la gracia de Dios puede «curar» al ser humano, pasando por alto las normales dinámicas sociales, psíquicas y existenciales que llevan a la persona a madurarse a sí misma? En otras palabras, ¿la acción de Dios en el corazón humano es siempre ‘milagrosa’? 

De ser así, lo humano no sería realmente asumido por la gracia, sino simplemente soslayado y convertido en «insignificante». El dogma de la encarnación, en cambio, nos obliga a un pensamiento teológico diferente, en el que la acción del Espíritu Santo se hace efectiva dentro de las dinámicas humanas, no más allá de ellas, dentro de las condiciones y de los límites de la experiencia humana. 

Esto significa que la maduración humana de la persona no es un extra opcional en el desarrollo de la vida de fe, ni es sólo un efecto de ella, sino también una condición de la misma. El Catecismo de la Iglesia católica nos enseña, por ejemplo, dos cosas que conviene reconsiderar. En primer lugar, la gracia supone la naturaleza, no la sustituye, no la suplanta. Y sólo en esta encarnación en la naturaleza la perfecciona. 

En segundo lugar, los sacramentos son potencialmente eficaces independientemente de las condiciones de santidad del ministro ordenado que los celebra, pero tienen su efecto en la persona si ésta no se resiste a ellos. Por tanto, las condiciones humanas en las que la gracia encuentra el corazón humano afectan a la posibilidad de su expansión en la persona. Una pastoral sana, por tanto, no puede prescindir de la atención a las condiciones de humanidad de las personas, porque de ello depende la eficacia y el desarrollo de la propia fe, que corre el riesgo de convertirse en una especie de magia milagrosa. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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