¿Y si nos hemos equivocado?
Haber identificado el rito con la fe: ése es el gran error. Haber identificado el camino de la fe, que exige un camino de conversión, un cambio de mentalidad, con la participación en el ritual: ésta ha sido la gran blasfemia que se ha producido y reproducido a lo largo de los siglos. En un tiempo todos lo creían -yo también lo creía-, en el sentido de que todos pensaban que era así. Siglos y siglos de misas dominicales hicieron creer que para ir al cielo, que es otro gran problema de interpretación, había que ir a misa los domingos y, no ir, significaba caer en pecado mortal y, en consecuencia, la necesidad de confesarse para no arriesgarse a añadir pecado sobre pecado. También porque en aquella época, que en realidad es anteayer, había muchos sacerdotes, al menos en Occidente, en el continente cristiano. Los seminarios estaban llenos de niños y jóvenes, y estaban llenos porque sus padres los enviaban allí. Las numerosas familias católicas entregaban gustosas a la Iglesia un hijo o una hija al seminario o al convento. Todo el mundo era católico y tener un sacerdote o una monja en la familia era un honor y no un mal menor (¿qué se le va a hacer?, ¡hay cosas peores!…) como lo es hoy.
Solíamos decir que había muchos sacerdotes y, en consecuencia, era posible un cierto tipo de pastoral que situaba al sacerdote en el centro del discurso. La pastoral, en efecto, nace de las necesidades del momento, de los problemas encontrados, del contexto específico. No hay que sorprenderse, por tanto, si en el curso de la historia las opciones pastorales cambian y si un lugar actúa de forma diferente a otro. Hubo, pues, un tiempo en que uno podía permitirse el lujo de inventar que no ir a misa era un pecado mortal y que, para acceder de nuevo al banquete eucarístico, era necesaria la confesión sacramental, que no costaba nada, dada la cantidad industrial de sacerdotes disponibles. Eran tantos, tantos, que un día, en los años cincuenta, alguien dijo en tono de pregunta: "¿y dónde vamos a meter a todos estos futuros sacerdotes?".
Había tantos sacerdotes que se podría pensar que Jesús había inventado realmente la iglesia masculina, que las mujeres sólo eran realmente necesarias para lavar la ropa blanca de los sacerdotes y las sacristías. Sobre esta abrumadora abundancia -en todos los sentidos- de sacerdotes se construyó todo un mundo, una cultura, una espiritualidad, pero también una economía y, por qué no, una pedagogía. Lo que se llama patriarcado proporcionó el sustrato cultural para la difusión de prácticas eclesiales, hechas pasar por oro evangélico, mientras que, en realidad, se trataba de opciones pastorales, aunque hubiera muy poco de pastoral en el sentido estricto de la palabra, porque se trataba de verdaderas imposiciones dictadas desde arriba y, por otra parte, en aquella época, estaban ellos: los curas. Se hizo creer, y el mundo entero lo creyó durante siglos, que los hombres eran superiores y las mujeres inferiores y, por ello, sólo los hombres podían entrar en los seminarios y ser sacerdotes.
El problema, si se puede hablar así, es que se creía que esta sobreabundancia de sacerdotes era un don de la providencia. Luego resultó que en realidad no era así, que en varios casos la providencia divina tenía poco o nada que ver, ¡al contrario! Este error de apreciación fue el problema, el principio de los problemas. Confundieron claramente cantidad con calidad. Produjeron tantos que no era posible una lectura diferente. Durante siglos, tantos sacerdotes han dicho tantas misas, a todas horas del día. Tantas misas, tantas misas, más y más misas hicieron creer que el centro de todo, el centro de la religión cristiana era el ritual y no el contenido. Por eso durante siglos hubo tantas misas en las que la inmensa mayoría de los fieles participaba sin entender nada de nada. Además, no había necesidad de entender, porque era la misa, el rito y no el contenido, lo que provocaba cambios de comportamiento o incluso cambios culturales.
Y, sin embargo, el discurso de Jesús al comienzo del Evangelio fue claro, muy claro, hasta el punto de no dar lugar a ningún tipo de malentendido cuando dijo: "El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; arrepentíos y creed en el Evangelio" (Mc 1,15). ¡Más claro imposible! Ni siquiera es necesario llamar a un intérprete, a un exégeta: todo está muy claro. Al fin y al cabo, el Evangelio está escrito para gente sencilla y, por tanto, al alcance de todos. La invitación es a acoger el Evangelio y a estar dispuestos a cambiar, a dejar que el Espíritu del Señor modele nuestra humanidad, a dejar que se reproduzcan en nosotros los rasgos de la humanidad de Jesús, su manera de estar en el camino, su estilo no violento, su capacidad de acoger a todos y a todos sin excluir a nadie. Eso es lo que necesitábamos. De eso tenía y sigue teniendo sed el camino. Por supuesto, es bien sabido que el ritual es más fácil, que una cantidad de ritos que escuchar es más fácil que estar dispuesto a cambiar de opinión, a cambiar de forma de ser y de pensar. Más difícil es dejar de ser deshonesto. Difícil es compartir lo que tienes con los más pobres. Es difícil responder a la arrogancia del mundo con gestos de amor y comprensión. Hacer pasar el ritual por un atajo hacia el paraíso: ésa fue la gran astucia.
Sin embargo, si se observa atentamente el rito, uno se da cuenta casi inmediatamente de que hay armonía, hay sincronía entre el rito y el contenido evangélico. El centro de la misa, de hecho, contiene en síntesis el estilo de la vida de Jesús: un cuerpo partido por todos, una sangre derramada por amor, una vida entregada libre y desinteresadamente. Quizá por eso, en un momento dado, alguien empezó a decir: ¡menos misas y más misa! ¿Qué se quería decir? Probablemente que la religión es mala para la salud, que una vida religiosa hecha sólo de preceptos y rituales daña el equilibrio existencial, porque nos lleva a creer que podemos controlar a Dios, podemos pretender tener un pase al paraíso y, en consecuencia, corremos el riesgo de entrar en la peligrosísima fase de los delirios de omnipotencia. El Evangelio, en cambio, nos propone una forma de vida en la que el rito es una parte del camino, un recuerdo de lo que ha sido y una invitación a continuar el camino junto con nuestros hermanos y hermanas.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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