A lo mejor no todo está perdido
Una flotilla partió hacia Gaza, cargada de humanidad. Benjamin Netanyahu, al que la Corte Penal de la Haya ha ordenado el arresto por crímenes de guerra y de lesa humanidad, los considera terroristas y el ministro Ben Gvir garantiza a los activistas una dura pena de prisión. El cinismo despiadado de los ultraortodoxos se ha convertido en un estatus colectivo en el Gobierno israelí.
Alguien consideró que el cinismo es una forma de
alienación que impide asumir una verdadera responsabilidad moral y que genera
un proceso de deshumanización del otro: de hecho, los palestinos no son seres humanos,
solo números y cosas molestas que hay que eliminar. Y la política europea, cobarde, condescendiente, pusilánime se limita a observar la aniquilación deliberada de un
pueblo: algunas reprimendas diplomáticas de rigor, pero ninguna intervención concreta y
decisiva para detener la inmensa tragedia.
La iniciativa de esta flotilla es un hecho
humanitario, pero al mismo tiempo una defensa del Estado de derecho. Y es que el
Estado de derecho ya no es asunto de la política de estos políticos que han
perdido el control de los valores democráticos. Ante el fracaso de la política, a lo mejor es la sociedad civil la que puede asumir la protección de la carta de los
derechos.
La flotilla humanitaria está poniendo de manifiesto de
forma clamorosa la ruptura ¿definitiva? y dramática entre una parte, quizá aún
minoritaria, pero activa y vital, de la sociedad civil y la política actual,
dominada por la arrogancia, la ley del más fuerte y las ambiciones
neoimperialistas de algunos países.
No es fácil negar que el mundo actual esté sometido al
narcisismo maligno de algunos personajes que dominan la escena. Omito nombres concretos
de aquellos que hacen de la prepotencia y el desprecio de todos los derechos su
bandera. Es una página vergonzosa que condena a toda una generación.
Hoy en día nos guían personajes que son casos clínicos
disfrazados de políticos. Para explicar su comportamiento no se necesitan
politólogos, sino psiquiatras.
Erich Fromm, en el lejano 1964 del remoto siglo XX,
introdujo para ellos la categoría de "narcisistas malignos" e ilustró sus características:
falta de empatía, ausencia de remordimiento, tendencia a herir y manipular a
los demás, deshumanización de las personas con las que se relaciona, percepción
grandiosa de sí mismos.
Creo que es fácil poner nombre y apellidos a los
miembros de esta categoría: ¡hay mucho donde elegir y no hay discriminación de
género! A su séquito le sigue un gran número de imbéciles pusilánimes y serviles
a los que, por nuestra grave culpa, tendemos a subestimar y nos obstinamos en
votar.
Toda sociedad corre el riesgo de decadencia cuando la
política se convierte en rehén de la mediocridad y la autorreferencialidad. Los
hechos del mundo nos indican que el fenómeno está en marcha. Nos faltan estadistas
de altura moral ante la devastación que están causando los gobernantes con
«embriaguez de poder» por «supuestos intereses nacionales».
A este punto incluso se puede perder la centralidad del derecho
internacional. ¿O ya lo hemos perdido? Hay quien dice que la «regresión» está
en marcha y que será difícil invertir el rumbo. No hay Adenauers ni De Gasperis
ni de Schumans en circulación. Las armas de destrucción masiva exhibidas por
los narcisistas malignos delinean el nuevo mundo de los imperios.
Voy albergando poca confianza en las buenas intenciones de la humanidad y en su propensión a buscar el bien común. El principio de la opresión del otro me parece una constante de la historia. El Ministerio de Guerra resucitado por Donald Trump y las diversas exhibiciones de armas de destrucción masiva no me animan precisamente a cambiar de opinión. La opresión se ha convertido hoy en día en un rasgo de la nueva política a la que están sucumbiendo las democracias agotadas.
Y en este escenario, y ante este panorama, lo confieso,
una flotilla hacia Gaza me hace pensar que quizá no todo está perdido.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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