sábado, 6 de septiembre de 2025

Más arriba - Juan 1, 1-18 -.

Más arriba - Juan 1, 1-18 -

Estamos en un buen punto, de verdad.

 

Nos hemos preparado para esta Navidad. Espero que hayamos logrado no dejarnos entristecer por la situación, por los muertos, por la incertidumbre, por las ausencias…

 

Ha sido un año difícil, ¿cuándo no lo ha sido?, y la incertidumbre reina soberana.

 

Y ahora en este breve e intenso tiempo de Navidad estamos llamados a hacer síntesis, a subir de octava, a ir más allá, a comprender, por fin.

 

Antes que nosotros, los discípulos y discípulas del Señor lo hicieron, con el entusiasmo y la euforia del descubrimiento, tras la resurrección del Maestro, releyendo los acontecimientos, descifrando el código, desvelando el enigma oculto durante siglos.

 

Dios está aquí. Dios está entre nosotros. Ha asumido la humanidad.

 

Se ha revestido de fragilidad, lo único que no conocía.

 

Y Juan, el místico, relee lo sucedido y dirige su mirada al Eterno, a la lógica de Dios.

 

Dios es y siempre ha sido, y es comunión, relación, Trinidad.

 

Y Dios, en su Verbo, ha descendido entre nosotros para revelarse, para contarse, para decirse.

 

Esto es lo que ha sucedido.

 

Solo esto.

 

Eres magnífico Señor

 

Pero, como nos hemos dicho una y otra vez estos días, la luz viene, pero las tinieblas no la han querido, no la han acogido. Pero tampoco la han vencido.

 

La Navidad que hemos llenado de azúcar llena de sangre. Es el drama de un Dios presente y un hombre ausente. Un drama que se repite en la vida de cada hombre, de cada uno de nosotros.

 

Mira hacia adelante, ahora, Juan:

 

Pero a todos los que lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios.

 

Lo recibí, claro que lo recibí. Y me convertí en hijo de Dios.

 

Siempre lo he sido, pero no lo sabía.

 

Perseguía (mendigaba) la imagen que los demás me devolvían. ¡Cuánto sufrimiento me ha causado y me causa esta mendicidad, esta dependencia del juicio ajeno!

 

Pero acoger a ese niño, convertirme en cueva, en pesebre, ofrecer mi corazón dolorido como tabernáculo del Eterno, me cambia la vida. Me la ilumina.

 

Soy hijo de Dios. ¡Nada más y nada menos que hijo!

 

Y cuando tomo conciencia de ello, mi alma se eleva ante Dios. 

Sí, Dios viene al mundo como hijo para hacernos hijos de Dios. ¡Qué regalo tan maravilloso! Hoy Dios nos maravilla y nos dice a cada uno de nosotros: «Tú eres una maravilla». Hermana, hermano, no te desanimes. ¿Tienes la tentación de sentirte equivocado? Dios te dice: «No, ¡tú eres mi hijo!». ¿Tienes la sensación de no poder hacerlo, el temor de ser inadecuado, el miedo de no salir del túnel de la prueba? Dios te dice: «Ánimo, estoy contigo». 

Los ojos del corazón

 

Tendremos tiempo para acoger, meditar y reflexionar. Si hemos decidido —¡ya era hora!— emprender el camino del conocimiento de la verdad plena, de la mirada a las cosas desde la perspectiva del Eterno. Tenemos un largo camino por recorrer, pero no estamos solos. Ya no estamos solos.

 

Como nos desea San Pablo: 

Que el Padre de la gloria os dé un espíritu de sabiduría y revelación para un profundo conocimiento de él; ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis a qué esperanza os ha llamado, qué tesoro de gloria encierra su herencia entre los santos. 

Ser hijos de Dios significa descubrir la esperanza que nos espera, a pesar de las dificultades, el desánimo, la oscuridad que a veces parece prevalecer. Hay un tesoro de gloria que aún debemos descubrir, pero para ello estamos invitados a profundizar en el conocimiento del Señor. Y descubrir que él nos sonríe.

 

Como supo hacer María, la madre.

 

Bendiciones

 

Así bendeciréis a los israelitas.

 

Que veas la luz del rostro de Dios, el esplendor de su rostro, leeremos el primer día del año.

 

Hacer brillar el rostro indica la sonrisa de una persona: cuando sonreímos, nuestro rostro se ilumina.

 

Pase lo que pase en estos meses, que podáis ver el rostro sonriente de Dios en vuestra vida, en vuestras vicisitudes, incluso en vuestras fatigas.

 

Dios sonríe, por supuesto. Quien ama, incluso en la adversidad, sonríe.

 

El rostro sonriente de Dios nos lo revela el niño Jesús.

 

Dios sonríe, no está enfadado, ni es impenetrable, ni distante, ni nervioso.

 

Dios sonríe, siempre. El problema, si acaso, somos nosotros.

 

En los momentos de fatiga y dolor no miramos hacia Dios, sino hacia nosotros mismos, hacia el dolor, hacia la parte oscura de la realidad; nos dejamos llevar por la emoción, no reconocemos ninguna sonrisa en Dios.

 

No esperéis que Dios nos resuelva los problemas, ni que nos allane la vida o nos la simplifique.

 

La vida es un misterio y, como tal, debe ser acogida y respetada, y al discípulo no se le evita el sufrimiento.

 

Pero si Dios nos sonríe, siempre, significa que hay un truco que no veo, una razón que ignoro, un horizonte más allá, otro, y entonces confío.

 

Pase lo que pase en nuestra vida, este año, que Dios te sonría, hermano, hermana.


 

Poner orden

 

Para darse cuenta de la sonrisa de Dios hay que imitar a la adolescente María.

 

María, a quien celebramos con el título de «Madre de Dios», está turbada por los demasiados acontecimientos que han caracterizado la última semana: el parto en soledad, el estar lejos de su casa, el alojamiento más que provisional, la visita de los pastores sospechosos. ¿Qué hace? Guarda todas estas cosas meditándolas en su corazón. Mejor aún, Lucas escribe que «tomaba las diversas piezas y trataba de recomponerlas».

 

Nos falta un centro en nuestra vida, estamos abrumados por la vida vivida. Como la ropa sucia amontonada en la palangana, necesitamos un tendedero donde colgar todas las cosas para que se sequen.

 

Este centro unificador que es la fe nos es muy valioso.

 

¿Por qué no comprometernos en este año que comienza a partir de Dios, a poner la escucha de la Palabra y la meditación en el centro de nuestro día?

 

Solo así nos daremos cuenta de que Dios nos sonríe.


P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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