La justicia del Reino
Cuando se habla de «presbíteros pedófilos», se abordan al menos dos tipos de problemas que deben mantenerse estrictamente separados:
1.- el delito de pedofilia cometido por algunos seres humanos;
2.- y la vida de las comunidades eclesiales en las que se han cometido estos delitos, y tal vez aún se cometen.
El primer aspecto se refiere a los presbíteros pedófilos en cuanto «pedófilos» y, como tal, tiene ante todo una repercusión jurídica, más concretamente penal, que consiste en defender a los hijos de quienes cometen tales monstruosidades, sin distinción alguna en cuanto a la identidad de los culpables, ya sean obispos, presbíteros, religiosos, monjas, obispos, laicos o cualquier otra persona.
Un pedófilo es también un delincuente que debe ser aislado y castigado.
También pertenece al primer aspecto del problema la vertiente antropológica y psicológica que aborda la cuestión de cómo es posible una aberración tan desconcertante, a la que, por lo que yo sé, solo los seres humanos, entre todos los seres vivos, pueden llegar: comprender la causa de un mal es el primer paso fundamental para erradicarlo.
Este primer orden de problemas concierne a la sociedad en su conjunto, creyentes y no creyentes, sobre todo a la luz de la terrible verdad de que la mayor parte de los actos de pedofilia se producen dentro del hogar y/o en el ámbito más estrictamente familiar.
El segundo orden de problemas surge del hecho de que los pedófilos en cuestión son «presbíteros» y, desde esta perspectiva, los problemas conciernen en particular a la conciencia creyente.
Estoy convencido de que todo depende de aclarar qué significa creer en Dios. Me refiero a creer realmente, no como una especie de condición previa de la mente para formar parte de una gran asociación humana como es (también) la Iglesia católica, con su buena porción de poder e intereses en el mundo.
Me refiero a creer como algo vital, existencialmente decisivo, me atrevería a decir que apremiante. ¿Qué significa creer de esta manera en el Dios vivo?
Creo que esa fe en Dios equivale a creer en la justicia como dimensión suprema del ser. Justicia y verdad. Ante la historia, con su inextricable mezcla de bien y mal, la verdadera fe sabe que el bien es la realidad definitiva, última, absoluta y, como tal, juzga la historia y a quienes la viven.
El Cristo juez de Miguel Ángel que preside la Capilla Sixtina levanta su brazo no solo al final, sino también en cada momento de la historia.
Y si hay una cualidad que caracteriza al Dios bíblico, es la rectitud y la justicia, porque «Él ama la rectitud y la justicia» (Salmo 32,5) y «la rectitud y la justicia son la base de su trono» (Salmo 88,15).
No creo que sea casualidad que, entre las ocho bienaventuranzas de Jesús, solo la justicia se repita dos veces como causa de bienaventuranza: «Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia», «Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia».
De ello se deduce que ejercer la justicia es la primera característica fundamental del verdadero creyente, porque tal ejercicio equivale a honrar el primer mandamiento, ya que «no tendrás otros dioses delante de mí» no es más que el soporte teórico de la práctica «no te comportarás de otra manera que no sea con justicia».
Y no de manera táctica, astuta, prudente, diplomática (estrategias muy utilizadas en los palacios del poder de todos los tiempos), sino única y simplemente de manera justa.
La justicia se representa mejor con la imagen de la balanza. Hoy en día, en un plato se encuentran las vidas de miles de niños en todo el mundo irreversiblemente devastadas en un triple nivel: físico, psicológico y espiritual.
¿Qué está dispuesta a poner la Iglesia católica en el otro plato para que la balanza esté en equilibrio y represente así mejor la justicia, humana y divina al mismo tiempo?
No creo que tengan ningún peso las declaraciones que claman animadversión, conspiración, ataques, …, ejerciendo la misma táctica desorientadora que suelen utilizar los poderosos de la política.
Más bien hay que mirar de frente la terrible verdad y sacar las consecuencias que se imponen.
Vuelvo a hacer la pregunta: ¿qué ponéis en el plato de la balanza, Pastores de la Iglesia, cuando en el otro lado están la inocencia y la confianza de vidas jóvenes que nunca volverán a ser como antes?
No se trata de defenderse ante los hombres como cualquier asociación humana sino que se trata de responder ante Dios.
Sabiendo, además, que el mundo entero nos mira y que, según cómo respondamos buscando la justicia y la verdad, o no, se medirá la autenticidad de nuestra fe. Y que de la autenticidad de nuestra fe en esta terrible coyuntura dependerá en gran parte el destino del cristianismo en Occidente.
Una de las peculiaridades de este escándalo no radica, de hecho, en la pedofilia, ni siquiera en el hecho de que los pedófilos en cuestión sean presbíteros, sino más bien en el hecho de que en no pocas ocasiones los Pastores sabían de estos crímenes y, para no debilitar el poder de la estructura política de la Iglesia en el mundo, guardaron silencio y lo encubrieron.
No estoy exagerando. Recuerdo, por poner un solo ejemplo, que en su momento fue Monseñor Stephan Ackermann, Obispo de Tréveris y responsable de la Conferencia Episcopal Alemana para la cuestión de los abusos, quien habló de «encubrimiento» y «ocultación». Durante décadas enteras, no pocos Pastores han preferido la honorabilidad de la estructura política de la Iglesia a la justicia hacia las víctimas y, por lo tanto, hacia Dios.
Lamentablemente, las declaraciones de algunos apologistas celosos parecen estar en línea con la política de los años pasados, caracterizada por el encubrimiento y la ocultación. Una vez más, no se preocupan por estar a la altura de la justicia divina y de las almas de las víctimas sino por la honorabilidad de la estructura de la Iglesia.
Los apologistas celosos actúan como si la Iglesia tuviera algo que perder por seguir simplemente las palabras de Jesús en el Evangelio: «Es inevitable que se produzcan escándalos, pero ¡ay de aquel por quien se producen! Más le valdría que le ataran al cuello una piedra de molino y lo arrojaran al mar, que escandalizar a uno de estos pequeños».
Quieren salvar a la Iglesia, pero no comprenden que es precisamente su actitud la que la aleja cada vez más de la sed de justicia que impregna nuestro tiempo, y olvidan aquello de «Buscad el Reino de Dios y su justicia».
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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