martes, 21 de enero de 2025

De la nostalgia a la diáspora: una parábola de la Iglesia.

De la nostalgia a la diáspora: una parábola de la Iglesia

Desde hace algunos años observo los cambios que se producen en el catolicismo occidental. Hace un tiempo me acerqué a la temática de los abusos sexuales en la Iglesia católica y trabajé este doloroso tema en mi Congregación. Una crisis de la que la Iglesia sólo podrá salir si es capaz de superar el sistema de autoridad centralizadora y de cuestionar cierta idea de sacralidad también en el ministerio ordenado. 

Yo creo que no nos encontramos con una crisis temporal sino que revela el fracaso general y de raíz del "sistema romano" y pone de relieve el sistema de poder en la Iglesia. Por este motivo, me atrevo a decir, y lo hago como muchos otros y mucho más autorizados que yo, el carácter "sistémico" del abuso (de autoridad, de conciencia, sexual, etc.) que no puede reducirse a los errores de algunos individuos. 

La Iglesia católica, al menos desde el Concilio de Trento (1354-1563), se ha construido sobre la sacralización de la figura del ministerio ordenado. El clérigo tiene un estatus distinto del de los fieles, pertenece a un estado superior. Esta separación del bautizado común afecta al cuerpo del ministro ordenado, a través del celibato, que está obligado a cumplir desde la reforma gregoriana (1073-1085) y que lo convierte en un ser "separado". 

Por tanto, la función sacerdotal, en la Iglesia católica, no se basa principalmente en la capacidad de un hombre para responder a las necesidades espirituales de una comunidad de creyentes. Manifiesta la elección divina del ministro ordenado, que lo coloca por encima de la comunidad y le da un poder gigantesco. Por ejemplo, el sacerdote es el mediador privilegiado, si no el único, de la relación de los fieles católicos con lo divino: Cristo está presente en los gestos sacramentales que preside y realiza el sacerdote. 

No sé qué deba cambiar la Iglesia a este respeto aunque sospecho que en buena medida el cambio podrá ir en la línea de purificar la relación entre fieles y ministro ordenados de su dimensión sacral. Los fieles necesitan ciertamente líderes capaces de organizar comunidades, pero ningún personaje sagrado debe asociarse a la persona del ministro de religión. Desde este punto de vista, ordenar a los hombres casados ​​o dar acceso a las mujeres al presbiterado hasta podría ser no sólo un momento de un proceso más complejo: dejar de hacer del presbiterio un estado/lugar aparte significaría una redefinición completa de la concepción misma de la responsabilidad ministerial. 

No sé si este cambio, absolutamente radical, es imaginable para la Iglesia del futuro, pero sí sé que no nos movemos en el terreno de las predicciones. Yo no me atrevo a hacer predicciones. 

Para evaluar posibles desarrollos, primero debemos considerar el equilibrio de poder dentro de la Iglesia católica. Es evidente que corrientes muy poderosas dentro de esa Iglesia no desean tal transformación. Los llamados "tradicionalistas" parecen presionar para sopesar activamente el fortalecimiento del sistema existente. 

Su creencia es que la organización y el funcionamiento de la institución demuestran en sí mismos la continuidad del "cristianismo de todos los tiempos", encarnado por la Iglesia romana imaginada como inmutable. Es evidentemente una ilusión, dado que la Iglesia, como toda institución histórica, ha cambiado continuamente a lo largo de los siglos. La forma actual, organizada con el Concilio de Trento, se estructuró en el siglo XIX, dando un énfasis extraordinario a la figura del sacerdote. Vivimos en un mundo inestable y cambiante, y cuando nos enfrentamos a incertidumbres, queremos aferrarnos a las cosas que no cambian. Los tradicionalistas creen que la inmutabilidad imaginada del sistema romano refleja la eternidad de la Iglesia. Ciertamente es tranquilizador, pero seguramente también falso. 

Desde la distancia física uno reconoce los grandes esfuerzos de renovación iniciados por el Papa Francisco y hasta le da crédito por no querer permitir que los tradicionalistas cuestionen el legado del Concilio Vaticano II. 

Aunque está convencido de la urgencia de hacer evolucionar la Iglesia y desembarazarse del sistema clerical que se ha convertido en uno de sus principales venenos, el Papa Francisco hasta parece que sigue como paralizado por la idea de dividir la Iglesia católica en dos. Al mismo tiempo, parece recurrir a una estrategia de pequeños pasos. Esto es muy evidente en cuanto al lugar de la mujer en la Iglesia. Les da acceso a altas responsabilidades institucionales en la Curia, pero sabe perfectamente que si les diera acceso al pleno ejercicio de las funciones sacramentales, la Iglesia hasta podría explotar. 

Se limita, por tanto, a ¿pequeñas? reformas, por ejemplo oficializar el hecho de que puedan participar en la celebración del culto como lectoras o acólitas, o insistir en que las niñas también puedan ser monaguillas como los niños. Visto desde lejos, esto puede parecer algo extremadamente modesto. 

De hecho, es más importante de lo que parece. De hecho, significa que las mujeres pueden entrar en el presbiterio, es decir, el lugar más santo de la Iglesia, el lugar de la presidencia de la celebración eucarística. Por tanto, significa que los cuerpos de las mujeres no son inadecuados para lo sagrado. En una sociedad occidental como la nuestra, se podría decir que es obvio, pero algunos lo ven como una amenaza y se oponen tanto como pueden. El gesto del Papa Francisco, por limitado que sea, ha abierto una brecha. El camino que queda por recorrer para lograr la igualdad efectiva entre hombres y mujeres en la Iglesia será largo. 

El sistema romano hace que la Iglesia mida su unidad sobre la base de su uniformidad doctrinal y organizativa. Durante mucho tiempo esta visión de unidad estuvo encarnada en una civilización, por ejemplo, parroquial formalmente homogénea. Como sabemos, esto está desapareciendo… si es que no ha desaparecido ya. Los católicos hoy se inclinan hacia la afinidad y las agrupaciones móviles, cada vez más ajenas al marco territorial de la parroquia. El catolicismo de mañana, en mi opinión, será un catolicismo "de diáspora" o no lo será. 

Sin duda la Iglesia centralizada se está desmoronando: en muchas partes del mundo las iglesias están siendo vaciadas, cerradas, alquiladas, prestadas, vendidas, etc. Pero yo creo que no hay motivo para llorar: el catolicismo nostálgico, centralizado y triunfante va dando muestras de no tener futuro. Y es bueno que así sea. 

Históricamente sucedió que el judaísmo perdió su centro y el cristianismo construyó uno para sí. Y sucedió que el judaísmo recuperó un centro territorial: Jerusalén. La Iglesia de la diáspora no tendrá ninguno. Los discípulos de Jesús están llamados a vivir en la diáspora, como lo han estado los judíos, durante muchos siglos y en su particular diáspora, adorando a Dios en espíritu y verdad (Juan 4, 23-24) más allá de todo Garizín o Jerusalén (reciba el nombre que reciba). 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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