lunes, 20 de enero de 2025

Edith Stein, deseo y búsqueda de la verdad.

Edith Stein, deseo y búsqueda de la verdad 

Es a partir de una auténtica búsqueda de la verdad que cada uno está llamado a confrontarse consigo mismo. En cierto sentido se puede decir que el verdadero buscador es el que busca al que ha encontrado. La cuestión es si la actitud del buscador es compatible con la presencia de la verdad en él, y cómo. Algunos llegan a pensar que si uno reconoce una determinada verdad (tiene fe en ella) ya no puede simplemente buscar otra cosa. Para otros, la búsqueda sigue siendo posible, pero sólo dentro de lo que uno ya cree. Para otros, la búsqueda debería permanecer abierta indefinidamente, y para ello habría que eliminar los dogmas y las declaraciones de fe fundamentales. 

La impresión que tengo es que el problema está mal planteado, y que todas estas posturas suponen que la verdad es una 'cosa', más o menos objetivable, o nunca objetivable. Una especie de 'cosa' que tiene su propia consistencia, ideal o real, y que nuestra mente puede (o no) más o menos abarcar y contener. No estoy de acuerdo con este punto de partida, ni en el plano científico-filosófico ni en el teológico, al menos por dos razones. 

La primera. Los terribles estragos del siglo XX han mostrado bien cómo las "grandes ideologías" se han alimentado de la falsa certeza (surgida de Descartes y madurada a partir del siglo XVIII) de poder determinar la verdad de una vez por todas, o de no poder determinarla nunca. Hoy, tras la resaca ideológica, tiende a extenderse la idea de que la verdad no existe o, en el mejor de los casos, es sólo una interpretación subjetiva. Pero esto, aunque cambie de signo, permanece dentro de la misma lógica de las ideologías. 

Al mismo tiempo, las certezas graníticas de la ciencia -en particular de la física- se han desmoronado hasta el punto de tener que declarar que se puede llegar a la certeza de que una teoría es falsa, pero nunca, con la misma solidez, de que es verdadera, sobre todo porque en el momento en que intento captar conceptualmente la realidad la modifico, porque yo también formo parte de ella. 

Por eso, entre quienes siguen planteando seriamente el problema existe la percepción de que de un concepto de verdad "cosificada" hay que pasar a una idea de la verdad como "relacionalidad". Es decir, que la verdad es como la otra cara, a nivel conceptual, de la relación, nunca del todo acabada y siempre en ciernes, entre toda la persona y toda la realidad. De ahí que los conceptos se conviertan en fijaciones parciales y momentáneas de partes individuales de la experiencia de esa relación, que valen sobre todo para una comunicación parcial y siempre imperfecta de esa relación. 

Con la sorpresa de que esta misma dirección se vislumbra en el plano teológico. Dentro de la fe, la verdad surge como efecto en el plano conceptual, de la vida de fe del creyente, porque la fe es ante todo una relación con Cristo y no tanto un conjunto de ideas reveladas por Dios. Ya antes de la definición de los dogmas, existían cristianos, santos y mártires, que, para vivir su fe, no necesitaban la conceptualización definitoria de la Iglesia, que llegaba, en cambio, precisamente porque la Iglesia, en su vida de fe, escuchaba al Espíritu. Y la obra del Espíritu, que introducirá toda la verdad, no ha terminado, continúa hasta hoy y continuará hasta la parusía. De lo contrario, se corre el riesgo de hacer del cristianismo también una ideología. 

Esto tiene, al menos, tres consecuencias concretas. Cada creyente individual produce, y tiene derecho a producir, su propia lectura conceptual de la realidad, basada en su relación con Cristo. Y el magisterio debe reconocer que su tarea es seguir señalando el mínimo ser de Cristo, reconociendo que no hay una única forma posible de explicación de la verdad de fe. 

De ello se deduce que no todas las verdades de fe tienen el mismo valor de identidad, para el cristiano. Hay verdades esenciales -son el mínimo- que, si se creen, dan testimonio de la esencial real de la relación con Cristo; si no se creen, pueden transmitir una relación real, aunque parcial. Pero también hay verdades accesorias que, si no se creen, no testimonian necesariamente una falta de relación con Cristo. En este sentido, la búsqueda de la verdad es un proceso, un seguimiento que nunca terminará hasta nuestra santificación, es decir, en la parusía. 

Por último, cada creyente tiene el derecho, y el deber, de seguir remodelando su propia visión de las cosas, precisamente a partir de los avances y retrocesos que pueda experimentar en su relación con Cristo. Incluso reconociendo que algunas verdades pueden llegar a la mente a través de formas religiosas no necesariamente cristianas. Porque la relación con Cristo existe en el Espíritu Santo y, como bien sabemos, la Iglesia no tiene la exclusiva del Espíritu. La búsqueda, por tanto, y no sólo dentro de las verdades definidas por la Iglesia, es inherente a la fe y no puede detenerse, so pena de bloquear el desarrollo espiritual. 

Segunda razón. Si esto es verdad, hay que admitir, como nos enseñan la neurociencia y una parte interesante de la investigación filosófica reciente, que la verdad puede extraerse utilizando todo el ser humano, no sólo su racionalidad. Por tanto, la sede de la investigación no es tanto el intelecto, sino la conciencia, donde confluyen en unidad todas las dimensiones humanas, incluidas las emocionales e instintivas. Y esto pone en juego la intencionalidad, como nos enseñó Husserl. La búsqueda de la verdad nunca es neutra, siempre es intencional, siempre apunta a algo. Por lo tanto, la actitud personal que uno tiene en la búsqueda de la verdad, el ‘qué quiero conseguir, cómo quiero utilizar esta verdad’, se convierte en algo esencial. 

Hoy en día, ante la crisis de la verdad y de la fiabilidad de las instituciones tradicionales encargadas de transmitir el sentido de la realidad, cunde la intención de la búsqueda de la verdad como "autoafirmación". El miedo a la pérdida de la propia identidad endurece cada vez más las posturas sobre la verdad, lo que lleva a sobrecargar la dimensión identitaria de la verdad por encima del reconocimiento de sus contenidos. Así, las habilidades de comunicación, que saben manipular bien los medios de comunicación de masas, acaban sustituyendo el principio de coherencia interna por el de intensidad emocional, como desgraciadamente vemos. 

En el plano filosófico, paradójicamente, esta misma condición exige, pues, que aprendamos a reconectar el principio de coherencia con el de experiencia. Es decir, hay que reconocer que no podemos ser nosotros quienes dominemos la verdad, sino que la verdad, como misterio inasequible al ser humano, se revela en la persona precisamente cuando sabemos mantener unidos los datos de nuestra experiencia directa de la realidad y la coherencia, no sólo lógica, sino también axiológica. Esto significa moverse en la búsqueda con la intención no de querer captar y organizar conceptualmente la verdad, sino de dejarse captar por ella, y entregarse a ella, sea como sea, incluso cuando no se deja organizar perfectamente de modo lógico. 

Y también aquí, cómo no ver que esta misma línea tiene su paralelo en una discreta búsqueda teológica, en la que la misma unidad, declarada por el Evangelio, entre camino, verdad y vida nos impulsa poderosamente a hacer de toda nuestra persona el lugar donde nos asuma la verdad de Cristo. Con al menos dos consecuencias. 

Quien vive una relación de fe y amor con Cristo sabe que la verdad es objetiva, pero que el acceso a ella es siempre subjetivo, porque la fuente de la verdad es la relación subjetiva y personal con Cristo. Y que, por tanto, cada persona capta sólo un punto de vista de toda la verdad. Por eso, sin búsqueda, en común también con quien no cree o cree de modo diferente, la verdad entera se frena y se atrofia. Precisamente porque la experiencia de fe nos muestra cómo las verdades se presentan en nosotros como dones que, en el misterio de la vida, Dios nos ofrece y que sabemos reconocer incluso en quienes no quieren hacer su camino con la Iglesia. 

En segundo lugar, necesitamos reconstruir una gramática y una sintaxis de las emociones y de los instintos de la fe, porque la de la racionalidad sola ya no basta. Si la carne es el quicio de la salvación y la fe cristiana es una fe verdaderamente encarnada, entonces el cuerpo y las emociones también nos hablan de Dios. Y tal vez podría encontrarse aquí un terreno común todavía posible entre todos los hombres, más allá de las diversas experiencias espirituales de los individuos. 

Llegados a este punto, qué espacio existe en la Iglesia del siglo XXI para los "buscadores" Seguramente hasta sería necesario abrir o crear un espacio de escucha sinodal en torno a la pregunta: las condiciones indicadas para acompañar a los buscadores. Y entre esas condiciones hasta quizá está la de ‘olvidar’ los artículos de la fe, es decir, no poner inmediatamente delante de los buscadores los argumentos de la doctrina y de la moral católicas, presentadas como verdades poseídas de una vez por todas. 

Por eso otra pregunta, no menos pertinente, es qué acompañantes mistagogos tiene la Iglesia del siglo XXI para esos buscadores de la verdad. 

Lo pienso y lo afirmo porque me temo que en la vida ordinaria de las comunidades cristianas falta una atención específica a los "buscadores". Mientras que las sectas sólo aceptan a los que son plenamente observantes y comprometidos, la Iglesia debería mantener un espacio abierto para los buscadores espirituales, para aquellos que, aunque no se identifiquen plenamente con sus enseñanzas y prácticas, sienten sin embargo una cierta apertura y cercanía al cristianismo. 

Casi todas las iniciativas comunitarias cristiana son hoy absolutamente autorreferenciales, con códigos comunicativos y gestuales incluso fuertemente autorreferenciales. Y, sin embargo, hay buscadores que podrían decir y escuchar, buscadores con los que sería hermoso y enriquecedor compartir un tramo del camino, sin la pretensión de "convertirlos", sin la arrogancia de quien piensa que no tiene nada que aprender, sin la presunción de no tener nada que poner en común porque "el otro no entiende" de todos modos. 

Este es el vasto campo de la espiritualidad, todavía vivo hoy, más o menos oculto. Y esta nueva atención a los buscadores tocaría también otras cuestiones: el nudo de la cultura, el nudo de los jóvenes, el nudo de la atención interior y de la apertura a lo trascendente que no debe reducirse al culto y a la liturgia. 

En el cambio de paradigma que estamos viviendo en el silo XXI, no podemos limitarnos a esperar a que alguien venga a pedirnos entrar en la 'Iglesia institucional', ni explotar los momentos de crisis como gancho para 'decir Dios', ni buscar alianzas por meras segundas intenciones cayendo en la instrumentalización mutua. Debemos evitar presentarnos como una "secta", dividiendo el mundo entre los nuestros (buenos) y los otros (no buenos), a los que simplemente hay que integrar, pues éste no es el planteamiento evangélico que dice el camino de Dios. 

En una visión diferente, igualitaria, equilibrada, el otro nos interesa por sí mismo y no porque lo veamos como un mero objeto que hay que ganar para nuestra causa de fe. 

El Espíritu entonces soplará, sugerirá, acogerá, guiará. Pero en el desierto de hoy, necesitamos caminar juntos -¿no es esto ‘sinodar’?- con la humanidad que, de alguna manera, está en busca de sentido, de vida buena, de vida bella, de vida verdadera,…, de un Misterio que, incluso para el creyente, está siempre más allá, es siempre sorprendente. 



P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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