He aquí a tu Madre (Juan 19, 27)
Me imagino la escena: una joven, María, subiendo la colina, o la "montaña" como dice el Evangelio, agobiada por el embarazo, fatigada. Una muchacha embarazada sin intervención humana, un hombre que puede repudiarla en secreto. ¿Quién podría creer en un embarazo de origen divino? ¿A quién pedir consejo? Y he aquí un signo, además, posterior al de la Anunciación: la parienta, "matrona", ya lo sabe, ya lo conoce. No hay necesidad de explicaciones confusas: Isabel "lo sabía todo". Y la inquietud es sustituida por la paz, que surge de la conciencia de estar en la voluntad de Dios, dentro de un designio incomprensible y grandioso, pero que Alguien ha tejido.
Alguien que es un Dios que mira a los pobres elige a una humilde doncella para colmarla de su más lejano futuro. Un Dios que va en busca del amado con gran cuidado y con extrema delicadeza.
Todo es tan pequeño en María: no hay nada que tenga la evidencia efectiva del éxito, del poder, de la primera fila. Hay una joven que visita a una muy adulta prima embarazada. Allí, en la insignificancia de lo cotidiano, Dios interviene y dos pequeños seres, protegidos por el vientre de sus madres, reivindican su ser, tanto que el pequeño profeta jadea en su seno porque reconoce al Verbo encarnado.
María nos habla de un Dios que busca al ser humano hasta encontrarlo, y que da órdenes para él de estrella en estrella. De un Dios que no se preocupa de la vanidad de los ricos, para quienes nada vale el brillo del oro. Un Dios que, para permanecer fiel a sí mismo, sólo tiene un camino que recorrer. De su embarazo nacerá Aquel que da la salvación. De la subida al Calvario, a la gloria de la Resurrección, se cumplirá la salvación.
Y la que ha creído, y por ello es bienaventurada, será en adelante para siempre Madre de nuestro Señor.
"Grandes cosas ha hecho por mí el Todopoderoso, y santo es su nombre; de generación en generación su misericordia para los que le temen".
Mientras algunos Evangelios son testigos de la más dura oposición a Jesús por parte de los judíos e incluso de muchos discípulos, es saludable tomar esta Fiesta de la Virgen del Carmen como un interludio para recordar cómo María va a contracorriente, dando a Dios una respuesta entusiasta. Formulada en privado ante el ángel y hecha pública con cantos ante Isabel.
Merece la pena detenerse en esta confesión de admiración y agradecmiento. Observando que, con todo respeto por el Ave María (y por el Rosario, que gira en torno a ella), uno siempre se queda un poco estupefacto cuando pasa de ella al Magnificat. Porque parece que estamos ante otra María: la humilde sierva que, con la cabeza gacha, y apenas se da cuenta de las elecciones de Dios, se convierte en la que, a causa de esas elecciones, se enaltece a sí misma.
Si en el Ave María se le pide que ruegue "por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte", en el Magníficat se le oye poner nombre a los pecados. Y, al mismo tiempo, se le oye celebrar al Padre que no olvida la misericordia para con los que le temen, mostrando predilección por los humildes, los hambrientos y los que le sirven.
La distancia entre las dos oraciones es especialmente notable cuando las palabras se traducen en imágenes. Porque, cuando la dispersión de los soberbios en los pensamientos de sus corazones, el derrocamiento de los poderosos de sus tronos y el envío de vuelta de los ricos con las manos vacías toman cuerpo, las imágenes no dejan imaginar lo que las palabras... sacando a relucir el alma "subversiva" del Magnificat y de María.
Que es también el alma de nuestro Padre, capaz de volverse parcial cuando el comportamiento de algunos de sus hijos necesita de compasión y de misericordia. Y es crucial que no separemos la oración de la realidad.
Si el riesgo es ver a una mujer nada aureolada y muy terrenal a la cabeza de un movimiento de liberación, se capta que María mantiene unidos a dos liberadores, el Padre y el Hijo. La mujer que hace de puente entre el cielo y la tierra es también la que logra tender puentes entre generaciones.
El Magnificat es la oración de la meta humana: tenemos un camino que, al final de los tiempos, cuando Dios quiera, conocerá una luz de cuerpo y alma en una alabanza y acción de gracias sin fin. Un gran misterio -hijo de la Resurrección de Cristo- que nuestras mentes se esfuerzan por comprender y nuestro corazón por acoger.
María, como Cristo, conoció la muerte y -lo sabemos por la fe- anticipó lo que será el destino glorioso de todos y cada uno de nosotros. La grandeza es también la consagración final y eterna de la humildad del Padre: una mujer escondida, una mujer en la sombra, hecha Madre de Dios por el don del Espíritu, encuentra la grandeza que solo Dios puede otorgar… porque quien se humilla será ensalzado.
La historia de María, desde su comienzo hasta su final -un final que no es final- es la exaltación de la humildad, como anticipa y abre el Magnificat. Así, nosotros, peregrinos en el tiempo, sabemos que el Dios revelado por el Evangelio está siempre del lado de los humildes, de los ocultos, de los sencillos. Sabemos que el Espíritu prefiere lo oculto, el servicio silencioso, el amor cotidiano y, por eso mismo, paciente.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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