Los humanos siempre hemos sido nostálgicos, pero Jesús nos invita a encontrarnos con el futuro
“En estos días” u “hoy en día” son expresiones que siempre preceden a algo negativo, tanto si se habla de los jóvenes como de política, familia, trabajo, etc. Se lamentan los «buenos tiempos», que son siempre los «del pasado», nunca los del presente, con todo el corolario de nostalgia de tiempos felices, paradisíacos, que ya no volverán, como la moda de antaño, las canciones de antaño, la juventud, e incluso la vejez, que ya no es lo que era, porque antes los viejos, obviamente los «del pasado», eran modelos de sabiduría y sensatez.
Sin embargo, si uno se remonta en el tiempo, en busca de cuándo, en qué época, los tiempos habían sido buenos, positivos, ve, sorprendentemente, que la gente siempre ha vivido el presente con desasosiego (“ya no avanzamos”), ha tenido miedo del futuro (“dónde vamos a ir a parar”) y ha mirado con nostalgia al pasado (“érase una vez...”). Así se corre el riesgo de pasar la vida sin ver la belleza que está ahí y que sólo las generaciones posteriores descubrirán con pesar.
La historia demuestra que hace miles de años la gente se quejaba de la moda, el tráfico y la juventud exactamente igual que hoy. En un papiro egipcio de hace cinco mil años se lee: “Los tiempos tampoco son lo que eran. Los hijos ya no siguen a sus padres”, y en un fragmento de arcilla babilónico de hace tres mil años se lee: “Esta juventud está estropeada hasta la médula; es mala, irreligiosa y perezosa. Nunca será como la juventud de antaño. No podrá preservar nuestra cultura”.
En el siglo VII a.C., el profeta Miqueas se lamentaba de que “el hijo insulta a su padre, la hija se vuelve contra su madre, la nuera contra su suegra” (Mi 7,6). Platón, unos cuatro siglos antes de Cristo, deplora al padre que “se acostumbra a hacerse como su hijo y a temer a sus hijos, y el hijo como su padre y a no sentir respeto ni temor de sus padres, para ser libre... Los jóvenes se ponen a la altura de los viejos y los emulan en el hablar y en el obrar, mientras que los viejos condescienden con los jóvenes y se vuelven juguetones y jocosos, imitándolos, para no pasar por desagradables y despóticos” (Rep. VIII, 562-563).
Marcial, poeta español del siglo I que vivió en Roma, se quejaba de que en la ciudad, que se había hecho demasiado grande, resultaba fatigoso vivir y ya no se podía soportar el ruido del tráfico (Epigr. XI, 57.5). En el siglo II, el poeta Juvenal también se quejaba de los males de Roma, el ruido, los refugiados (¡!), la delincuencia, el coste de la vida, y lamentaba los buenos tiempos pasados: “¡Felices los padres de nuestros bisabuelos! Felices los días de reyes y tribunos, cuando a Roma le bastaba una prisión” (Sat. III, 302-314).
Incluso en la Iglesia, que ha sido llamada por Cristo a ser testigo visible de la Buena Nueva y a confiar plenamente en la acción de su Señor, la visión negativa del presente era común en amplios sectores de la misma.
Basta pensar en el fogoso Pedro el Ermitaño, que predicó la necesidad de la primera cruzada en 1095: “El mundo atraviesa una época atormentada. La juventud de hoy ya no piensa en nada, sólo piensa en sí misma, ya no respeta a sus padres ni a sus mayores; los jóvenes son intolerantes con toda moderación, hablan como si lo supieran todo. Son vacías, estúpidas y necias, inmodestas y sin dignidad al hablar, al vestir y al vivir”.
Los ultraconservadores siempre han vivido las novedades del presente como un peligro. Quizá los nostálgicos de hoy estén de acuerdo con esta sombría imagen del mundo contenida en la declaración del Sínodo de los obispos italianos reunidos en Pistoia en el año 1794: “En estos últimos siglos ha habido una ofuscación general respecto a las verdades de mayor importancia, que conciernen a la religión y que son la base de la fe y de la doctrina moral de Jesucristo” (Const. Auctorem Fidei, Denzinger, 2601). Sin embargo, el Papa de la época, Pío VI, condenó esta visión pesimista como herética, a pesar de que los tiempos eran realmente complejos y difíciles: Pío VI es uno de los pocos papas que sufrieron la cárcel y que, arrastrado por la gran tormenta de la Revolución Francesa, murió deportado.
Hace siglos, por tanto, se quejaban del presente igual que hoy y fantaseaban con un hermoso tiempo pasado... La insatisfacción con que se ve y se vive el presente se ha proyectado también en la espiritualidad y ha ejercido su influencia en ciertas devociones impregnadas de pesimismo, tan contrarias a la plenitud de alegría deseada y deseada por Jesús (Jn 15,11; 17,13). Ya en el Antiguo Testamento se enseñaba que son necios los que piensan que “nuestra vida es corta y triste”, porque “no conocen los misteriosos secretos de Dios” (Sab 2,1.22).
Es precisamente el desconocimiento del plan de Dios lo que ha hecho que la vida deje de ser un don del Señor para convertirse en un doloroso exilio. Sin embargo, la historia de la humanidad, por usar las palabras de Ireneo de Lyon, “no es la de una penosa ascensión tras una caída, sino un viaje providencial hacia un futuro lleno de promesas” (Adv. Haer., lib. IV, 38). El relato de la creación (Gn 1-3), que tan a menudo se califica de paraíso perdido, no es el lamento por un Edén irremediablemente desaparecido, sino la profecía del mundo por realizar que los hombres están llamados a construir. La esencia misma de la creación es ser nueva y manifestarse siempre de un modo nuevo, nunca repetitivo.
Dejando a un lado un pasado que sólo es bello porque está en el pasado y, por tanto, en parte olvidado o idealizado, se puede vivir serenamente el presente y mirar con confianza hacia el futuro, confiando en ese Jesús que asegura: “No os preocupéis, pues, por el mañana, porque el mañana se preocupará de sí mismo” (Mt 6,34).
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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