La acogida es vida que sostiene la vida
«La casa de Abraham estaba abierta a todos los seres humanos, a los viajeros y a los repatriados, y cada día llegaba alguien para comer y beber en su mesa. A los hambrientos les daba pan, y el huésped comía, bebía y se saciaba. A quienes llegaban desnudos a su casa, él los vestía y aprendía a reconocer a Dios, el creador de todas las cosas».
Así lo cuenta un espléndido Midrash sobre Abraham, paradigma de la figura hospitalaria. Se hace eco del capítulo 18 del libro del Génesis, donde el Patriarca, en las horas más calurosas del día, acoge a los tres hombres que se presentan en su tienda.
Mantener la puerta de la propia casa abierta es, por tanto, la primera característica del yo hospitalario.
Un texto rabínico se pregunta por qué, en las horas más calurosas del día, Abraham se sentaba a la entrada de la tienda y no se encontraba, más bien, en su interior para protegerse del calor. Y la respuesta es: para estar alerta y vigilar, de modo que, al ver a alguien desde lejos, pudiera invitarlo inmediatamente a su tienda, ofreciéndole refugio lo antes posible.
Espléndida
parábola de quien, velando, despierta del letargo del yo que descansa en sí
mismo y vela por el otro. De quien sabe que no existe el «yo» sin el «tú», que
no hay identidad (¡ni siquiera la cristiana!) sin relación.
No en
vano, otro texto rabínico se pregunta por el número de entradas o puertas de la
tienda de Abraham y responde que eran cuatro, correspondientes a los cuatro
puntos cardinales, para que los
Hospitalario es el sujeto cuya «casa ya no es el lugar donde vive encerrado en la relación de sí mismo con sí mismo sino el espacio que, abierto por el otro, se abre al otro y en cuyas puertas las llaves ya no son instrumentos que cierran sino instrumentos que abren.
La experiencia nos enseña que cuando un pueblo entero o una sola persona se encuentra en una situación de gran bienestar, corre el peligro no solo de olvidar su propia historia, sino también de no comprender a quienes se encuentran en necesidad.
Este es también el sentido de las prescripciones que Moisés, en nombre del Señor, da al Pueblo de Israel que se dispone a entrar en la tierra prometida «donde mana leche y miel» (Deuteronomio 26,9), es decir, un lugar de abundancia y bienestar.
Estas prescripciones ayudarán a Israel a reconocer siempre que lo que es y lo que tiene es solo un don gratuito de Dios y, al mismo tiempo, a establecer las relaciones con cada extranjero según la voluntad divina, recordando siempre su condición de extranjero en Egipto.
Por eso Moisés ordena a Israel: «Y pronunciarás estas palabras delante del Señor, tu Dios: ‘Mi padre era un arameo errante, bajó a Egipto, permaneció allí como extranjero con poca gente y se convirtió en una nación grande, fuerte y numerosa’» (Deuteronomio 26,5).
Este recuerdo del pasado tendrá como consecuencia práctica en el presente y en el futuro una nueva relación con cada extranjero. Este debe ser asociado a este nuevo bienestar, a la gran fiesta de la vida ofrecida por Dios: «Te alegrarás, junto con el levita y el extranjero que estará entre ti, de todo el bien que el Señor tu Dios te habrá dado a ti y a toda tu familia» (Deuteronomio 26,11).
Es más, a partir de ahora el extranjero no deberá ser molestado ni oprimido, ya que los propios israelitas fueron extranjeros en Egipto (cf. Éxodo 22,20). Mucho más: «Cuando un extranjero resida entre vosotros en vuestra tierra, no lo oprimiréis. Al extranjero que resida entre vosotros lo trataréis como a uno nacido entre vosotros; lo amarás como a ti mismo, porque también vosotros fuisteis extranjeros en la tierra de Egipto. Yo soy el Señor, vuestro Dios» (Levítico 19,33-34).
«Yo
soy el Señor, vuestro Dios»: cuando el Señor habla, sus palabras son irrevocables
para siempre. ¡Indican el comportamiento general que debe regular las
relaciones entre las personas de todas las épocas y lugares!
También nosotros, como los israelitas, nos reconocemos en nuestra memoria histórica como hijos de un «padre errante» aunque no fuera arameo. Además, no podemos dejar de recordar que nosotros también hemos sido alguna vez en la historia «extranjeros». Por eso tenemos en nuestro ADN la dimensión de la acogida, la solidaridad y el respeto de la libertad y de todos los derechos fundamentales de la persona.
Porque la condición de «errante» es propia de todo ser humano. Dado que es fundamentalmente un ser relacional, para realizarse plenamente se ve obligado a salir continuamente, a ir hacia... para crear esos encuentros que lo enriquecen en su humanidad.
El movimiento, la migración, es, por tanto, innato y característico del ser humano, siempre en busca de esa situación «donde mana leche y miel», es decir, de las mejores condiciones para una vida verdaderamente humana.
Mucho más, el cristiano sabe que solo en el encuentro con Jesucristo, el Dios que se hizo forastero entre los hombres —hombres que no siempre lo acogieron—, pero a los que lo acogieron les dio el poder de convertirse en hijos de Dios (cf. Juan 1,11-12) —forastero en Egipto como su pueblo muchos siglos antes que Él, y que se identificó con todos los extranjeros (era forastero y me habéis asistido, o no: cf. Mateo 25,35.43)—, el cristiano sabe, por tanto, que solo en este encuentro definitivo y único, a través de cada rostro humano concreto, está llamado a realizarse plenamente.
El sentido profundo de la peregrinación en la historia de la Iglesia está precisamente aquí: el pueblo en camino, hacia el lugar del encuentro en el que se recibe continuamente como gratuidad de un Dios que tiene palabras y gestos de vida para todos.
«No molestarás al extranjero ni lo oprimirás, porque vosotros fuisteis extranjeros en la tierra de Egipto» (Éxodo 22,20).
Cada uno de nosotros se siente llamado a revisar y replantearse su actitud y su posición con respecto a la realidad de los «migrantes», de los extranjeros que cada vez más rodean nuestra vida, con los que esperamos el autobús o que viven en el apartamento de al lado, o incluso cuyos hijos van al mismo colegio que los nuestros.
Para nosotros, cristianos, ¿quiénes son estos hermanos y hermanas que vienen de lejos para encontrar trabajo y garantizar una vida más digna a sus familias? ¿Los sentimos realmente como tales o también los miramos con recelo y miedo? ¿Prevalecen los prejuicios que a menudo los acompañan o somos capaces de acogerlos de manera digna y humana? ¿Preferimos mantenerlos alejados y ayudarlos desde lejos o nos arriesgamos y aceptamos el desafío?
Quien ha experimentado la
misericordia de Dios hacia sí mismo debe «hacer» misericordia al otro,
cualquiera que sea su pueblo, cultura, religión o condición social. Quien es
cristiano debería sentirse, por así decirlo, «obligado» a esta actitud porque
ha conocido en su propia carne la misericordia que Dios le ha mostrado.
Pero también quien no es
cristiano puede saber, en cualquier caso, que el ser humano que tiene delante
tiene los mismos derechos que él, pide el mismo respeto a su dignidad: así nace
la responsabilidad de ayudar al otro, de reconocerlo, de hacerle el bien, de
liberarlo de la condición de sufrimiento en la que se encuentra.
Hoy en día son muchos, cristianos
o no, los que comprenden y denuncian cómo ha desaparecido de nuestra cultura y
del tejido de nuestra vida social la «fraternidad», esa virtud sin la cual
incluso la igualdad y la libertad quedan reducidas a palabras vacías.
Si no hay una búsqueda decidida y a veces laboriosa
de la fraternidad, entonces el otro, los otros, resultan ser solo realidades
cosificadas, evaluadas únicamente en función de nuestros intereses, de su
utilidad para nosotros, de su incidencia positiva o negativa en nuestro
bienestar individual, de su condición de obstáculos en el camino de nuestra
felicidad.
En una situación como la
que se vive en los países del bienestar, aunque atravesados por crisis
económicas que sufren los más pobres y los que carecen de dignidad, también los
cristianos y, por tanto, la Iglesia, junto a las personas de buena voluntad,
tienen ante todo la tarea de mostrar, con su comportamiento y su contribución a
la edificación de la ‘polis’, que se oponen a la barbarie que avanza a pasos
agigantados, sobre todo desde hace ya unas décadas, en Europa.
¿Cómo es posible que el veneno de la
xenofobia haya envenenado a nuestras poblaciones, que más que otras han
conocido en el pasado el sufrimiento de la emigración, la huida de una tierra
incapaz de darles trabajo y alimento? ¿Cómo es posible que una larga tradición humanista
y cristiana se vea tan fácilmente contradicha en valores profesados desde hace
tiempo, como el de la acogida y la hospitalidad? ¿Cómo es posible que,
disfrutando de mejores condiciones económicas, tecnológicas y culturales, nos
sintamos amenazados por los pobres que llaman a nuestras fronteras?
No se trata de acoger a
todos, porque eso no es posible, antes que por la insostenibilidad económica,
debido a nuestra propia condición humana marcada por la limitación, pero sí al
menos de intentar regular los flujos migratorios desde una perspectiva de humana
solidaridad europea, de poner fin a los intereses económicos y geopolíticos que
fomentan las guerras y la opresión, de favorecer condiciones que permitan a
esos pueblos permanecer en sus tierras y no verse obligados a emprender, a
costa de sus vidas, éxodos a través del desierto, del Mediterráneo, de...
¿Acaso la vida de una persona no tiene el
mismo valor independientemente de la tierra en la que nace? Los derechos, antes
de ser los de un ciudadano de una nación determinada, deben ser reconocidos
como «derechos humanos» como tales.
Cerrar la puerta en las narices a quienes
mueren en el Mediterráneo o rechazar a quienes se acercan a nuestro territorio
es «matar al hermano», negarle el derecho a vivir. Y si es cierto que no se
pueden acoger todas las miserias del mundo, cada uno debe superarse a sí mismo
y a su egoísmo para acoger a quienes, en su miseria, corren el riesgo de morir.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
No hay comentarios:
Publicar un comentario