martes, 30 de septiembre de 2025

¿De verdad será posible una buena política?

¿De verdad será posible una buena política?


 

La comunicación, a cualquier nivel y desde cualquier ámbito político actual, convierte cualquier tema en tóxico. Ya se trate del genocidio del pueblo palestino, del asesinato de un estadounidense en un campus universitario o del asunto de la Señora Begoña Gómez, el énfasis y los contenidos son siempre los mismos: una forma repetitiva de plantear conjeturas infestadas se propaga como una avalancha en los periódicos, las redes sociales, los programas de televisión e incluso en los telediarios, donde cada noticia, incluso la más hermética, debería estar libre de cualquier interpretación perniciosa.

 

Se predica la democracia del debate y del diálogo utilizando palabras y empleando actitudes contrarias a todo sentido democrático del debate y del diálogo educados, de una manera que ofende el principio mismo del respeto democrático. No sirve de nada andarse con rodeos: hace años que la política se ha conformado como una disciplina en la que el razonamiento lineal ya no es indispensable para tomar posiciones y asumir responsabilidades, decretando una especie de cretinismo institucional, siempre impregnado de esa astucia que distingue la deshonestidad de todos los tiempos, que en la más total confusión e incapacidad gestiona un poder fin en sí mismo, para proteger intereses particulares y nunca colectivos.

 

Me pregunto si, en el momento histórico que estamos viviendo, existen posibilidades de reaccionar eficazmente para evitar sucumbir al sentimiento de una impotencia definitiva. En otras palabras, ¿somos realmente capaces y estamos en condiciones de producir acciones que vayan en la dirección de nuestros deseos? ¿Cómo podemos sentirnos de alguna manera fructíferos y tener un mínimo de certeza de que el país en el que vivimos no está destinado a lo peor, si, más o menos a diario, el debate público está en manos de políticos que apenas logran conectar una frase con otra, pero que, en cambio, se desenvuelven bien a la hora de comunicar resentimiento y desprecio hacia quienes no comparten su misma posición ideológica?

 

En torno a los hechos de actualidad se puede razonar esgrimiendo más razones y menos emociones y sentimientos de pertenencia. Argumentar en la complejidad de las ramificaciones temáticas y sobre la inhumanidad imperante en nuestros días, sin correr el riesgo de recurrir a lugares comunes y trillados, a eslóganes simplistas, a frases hechas, y a convicciones populistas del gusto de la grada, requiere una compostura léxica y un rigor intelectual, también ético, a los que no es fácil acceder, y que solo los políticos respetuosos con la lógica del método pueden alcanzar.


 

El enfrentamiento instrumentalizado con fines políticos es una estrategia que explota los sentimientos negativos —miedo, resentimiento, rencor— para manipular la opinión pública y consolidar un consenso interesado y parcial. Este mecanismo divide a la sociedad en un «nosotros» y un «ellos», identificando un enemigo común, real o imaginario, sobre el que descargar las frustraciones colectivas. Un método antiguo, recurrente a lo largo de la historia, que acaba convirtiendo la política en esclava de la crispación. Un camino cuesta abajo, y sin frenos, fácil de recorrer alimentando instintos primarios, pero imposible de invertir: una vez liberados, los espíritus de la bronca… estos escapan al control.

 

Los horrores del siglo XX desde los campos de exterminio nazis hasta los gulags estalinistas, deberían enseñarnos que el enfrentamiento sembrado y cultivado a lo largo del tiempo acaba generando, antes o después, desde disturbados hasta, en el extremo, monstruos. Pero, visto lo visto en el primer cuarto del presente siglo, por el momento no hemos aprendido.

 

Las etapas de esta estrategia tóxica siguen un guion muy preciso. Se comienza con la creación del enemigo: se pinta a alguien como amenaza para la comunidad. La sociedad se divide en dos frentes opuestos, exagerando las diferencias y borrando lo que es común. Esto implica la simplificación del discurso, con eslóganes emotivos que alimentan ansiedades y miedos, amplificados a través de los medios de comunicación y las redes sociales. Así se construye el marco ideal para justificar juicios simplistas y soluciones simplonas.

 

Una vez puesta en marcha, la máquina de la crispación se trata de erosionar el diálogo democrático hasta reventarlo, sustituyendo la cooperación por la confrontación. El otro, ahora reducido a enemigo, es representado como un peligro para la identidad cultural, para la estabilidad económica, para la seguridad nacional, para el bienestar social, para el progreso,…, para lo que sea. Hasta el punto de ser deshumanizado, privado de su dignidad humana y convertido en un objetivo «legítimo».


 

La incitación a la crispación abre el camino a agresiones verbales y a discriminaciones sistemáticas. Las sociedades democráticas llevan varios años deslizándose por esta pendiente. Entiendo que seguramente aún no hemos llegado a un salto de nivel porque siempre es posible todavía el más difícil o lo peor. Cierta palabras se utilizan no solo en las redes sociales, sino también por políticos, normalizando un lenguaje que antes estaba confinado a los grupos más extremistas que se situaban fuera de la lógica de la democracia.

 

Pero, ¿de dónde surge todo esta crispación? He leído que la investigación neurocientífica ha demostrado que el cerebro humano registra una alteración fisiológica ante rostros percibidos como «ajenos» a su propio grupo. En la base hay, por tanto, un estímulo ancestral: un mecanismo cognitivo que, a partir de nuestra tendencia a categorizar, distingue lo afín de lo extraño, lo similar de lo diferente. El problema es la elaboración de ese estímulo que va cada vez más en la dirección de la crispación y del enfrentamiento.

 

Nos encontramos, quizás, en un momento en el que importantes sectores de las instituciones van en esta dirección. Esto se debe a la combinación de la lucha política e ideológica que se libra desde hace años con la pérdida de empatía que caracteriza a las sociedades contemporáneas. El resultado es que nos encontramos a merced de una oscilación de una polaridad a otra: tras la utopía de una democracia real (no meramente el escaparate nominal de democracia), hoy nos encontramos en medio de una caricatura y deriva que exalta la crispación y el enfrentamiento.

 

Para romper el círculo vicioso de esa crispación armada y enfrentada no se necesitan nuevas ideologías, sino recuperar una «razón crítica» capaz de reconocer la complejidad de los problemas a los que nos enfrentamos. Problemas que requieren, por ejemplo y entre otras cosas, tiempo, paciencia, solidaridad y justicia. Es necesario comprender la utilidad del debate de las ideas legítimamente propias pero que también han de ser porosas y capaces de permitir el encuentro, el intercambio y la riqueza de las ideas igualmente legítimas de los otros y de otras perspectivas y posiciones. Es necesario valorar la diversidad, desarrollando la capacidad humana de dialogar, como condición para una relación que se confronte sin anularse, preservando las especificidades de las propias perspectivas, visiones y opiniones. Es necesario buscar vías aquella templanza basadas en la lógica de los argumentos (y no de las emociones viscerales).


 

El retorno de la crispación política ya no es una abstracción sino un hecho con el que es necesario confrontarse. Las imágenes de ayer y las de hoy nos recuerdan que la crispación puede y suele comenzar con una palabra. Contrarrestar esa crispación requiere una vigilancia activa, una educación en la complejidad y el valor de defender una verdad hoy incómoda: el debate y el diálogo se construye bajando la voz y reforzando el argumento, no haciendo de la palabra un arma arrojadiza, no descalificando al otro.

 

No pocas veces hemos escuchado, procedente de diversos frentes, un llamamiento al retorno de la «buena política», una expresión tan fascinante como vaga y, por lo tanto, muy querida por los profesionales del sermón moralista, que siempre resulta útil para llenar alguna página dominical, regalando a los lectores la consoladora ilusión de que alguien sigue velando con autoridad por sus vidas, que de otro modo quedarían a merced del azar de una política en plena síndrome disociativa.

 

De hecho, sin embargo, basta con leer para darse cuenta de que esta idea de la bella política no es más que una reedición pseudo-intelectual de la vieja manta demasiado corta que cada uno intenta ajustar según sus propias necesidades o ambiciones, naturalmente pequeñas, que siempre se refieren a un área ideológica limitada y, por lo tanto, carecen por completo de la amplitud de miras y la visión objetiva de las cosas que requeriría la elaboración de tal concepto.

 

Porque el estrabismo intelectual que siempre ha condicionado y limitado el destino de cualquier construcción del pensamiento intentada en nuestro país produce como único resultado una lectura parcial de la realidad, pero peor aún, instrumental, que en lugar de contribuir a la solución de problemas objetivos, solo consigue el pésimo resultado de alimentar el fuego de la polémica ideológica y agravar los tonos de la eterna crispación, y consiguiente pelea en curso, entre facciones opuestas.


 

Pero también me surge la sospecha de que tanto derroche de bonitas palabras es un intento de distracción operado conscientemente en detrimento de la lectura y el análisis de la realidad, que cada día adquiere aspectos cada vez más inquietantes, hasta el punto de hacernos creer realmente que este país ya no tiene ninguna esperanza de redención y solo debe dejarse a la deriva hasta encallar definitivamente en los arrecifes de un país de fútbol, pandereta y turismo.

 

Porque, en lugar de soñar con una buena política, deberíamos mirar con implacable franqueza lo que tenemos delante, el devastador resultado de casi cincuenta años de un bipolarismo infantil que ha intoxicado el alma de este país, paralizándola en un estancamiento solo aparentemente movido por enfrentamientos tribales, cada vez más pueriles y totalmente estériles, donde la esquizofrénica superposición de posiciones individuales se recompone a diario en compromisos cada vez más precarios, pero sobre todo abstractos, determinados por lógicas de interés y de poder totalmente ajenas a la realidad.

 

Habría que reflexionar, de forma abierta, honesta y constructiva, sobre cómo hemos llegado hasta aquí. Quizás algún día podamos volver a preguntarnos positivamente sobre la buena política y desafiarnos intelectualmente para llenar esta expresión vacía de conceptos significativos, pero ahora es con la mala política con la que tenemos que lidiar, mirándola a la cara, sin caretas, y tratar de hacerle frente para detenerla antes de que nos arrastre definitivamente al fondo.

 

Leo por ahí que no es tiempo de palabras, sino de hechos, y que Dios salve a este país de los intelectuales, un lujo que ya no podemos permitirnos cultivar, dados los buenos resultados producidos por estos maestros del pensamiento de todos los colores, buenos solo para defender los intereses de su propio bando y vivir de una cómoda renta de posición.

 

Dicho con otras palabras, a lo mejor es hora de ensuciarnos las manos con la batalla política, la verdadera, porque nadie más que nosotros luchará jamás por devolvernos la plenitud de nuestro papel como ciudadanos, que ha sido vaciado de todo significado, y por restaurar una democracia sustancial, que es lo que realmente necesitamos. La buena política debe partir de nosotros mismos y ser una conquista moral, solo así podrá convertirse realmente en un instrumento de buen gobierno y una garantía de estabilidad social para todos nosotros.



P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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