Transformaos en nuevas criaturas: aprended a ser cristianos
¿Quién es el cristiano, más allá de una definición fácil?
La ocasión la brinda, por ejemplo, la lectura de la Carta a los Romanos cuando, al comienzo de la parte parenética, se dice: «No os conforméis a la mentalidad de este mundo, sino transformaos renovando vuestra mente, para poder discernir la voluntad de Dios» (Rom 12, 2).
El término que centra la atención es el imperativo «transformaos», que da la sensación de una profunda renovación, lo que implica, al mismo tiempo, una actitud crítica hacia la lógica del mundo.
A este respecto, es significativa la frase de Dietrich Bonhoeffer, citada en tantas ocasiones y que, respondiendo a un amigo que le preguntaba qué quería ser, contestaba: «Me gustaría aprender a ser cristiano». No «ser cristiano», sino «convertirse».
Sí, porque no se es cristiano por naturaleza, el ‘naturaliter cristianus’ de Tertuliano. Más bien se intenta llegar a serlo mediante una operación de renovación, nunca definitivamente concluida, y esto nos obliga a romper con el conformismo no solo mundano, sino también teológico, de un cristianismo como un dato adquirido, casi como si se tratara de un automatismo, como si fuera algo obvio.
Pero, es cierto lo contrario, porque el cristiano es un creyente siempre en construcción. Vive en un estado de proceso la plenitud y, al mismo tiempo, el carácter incompleto, el tesoro y el vaso de barro que lo contiene, el tesoro y el campo donde está enterrado, la experiencia cotidiana y la esperanza, vive en este mundo, pero iluminado por el más allá.
Es necesario llegar a una experiencia de metamorfosis, como escribe San Pablo en la segunda Carta a los Corintios: «... Todos nosotros, con el rostro descubierto, reflejando como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados en esa misma imagen de gloria en gloria» (2 Cor 3,18).
Un dinamismo transformador dentro del misterio de Jesucristo con el esfuerzo de convertirse en «nueva criatura». «Quien está en Cristo es una nueva criatura. Las cosas viejas han pasado. He aquí que han nacido cosas nuevas» (2 Cor 5,17).
«Nueva», capaz de mirar de manera libre y profética el yo, los demás, las cosas, el mundo, con la libertad de quien no se ha sedimentado en presuntas certezas, sino que tiene el valor de expresar lo inédito de Jesús en la cotidianidad de su existencia.
Hay una puerta que hay que atravesar y que exige un cambio continuo, renunciando a la propia justificación y también a la tentación de cristalizarse en un personaje, aunque sea un mártir, un héroe, un santo.
El profeta Jeremías se siente interpelado provocativamente por el Santo de Israel: «¿Y tú buscas grandes cosas para ti?» (Jer 45,5).
Hay que custodiar el deseo de cambiar – lo podemos llamar ‘conversión’ -, para luego dejar que se produzca un «seno» libre de uno mismo, un seno capaz de generar con ese deseo que atraviesa toda la vida, porque hemos sido conquistados por Él.
San Pablo, hablando de sí mismo después del acontecimiento del camino a Damasco, se define como «uno que ha sido atrapado por Cristo» y que, precisamente por eso, no deja de correr para «ganar el premio», el mismo Cristo.
Esta es una imagen poderosa del cristiano.
No ascetismo, ni esfuerzo intelectual, aunque ambos son importantes, sino ante todo una práctica de vida, que significa ser fieles a la tierra, vivir plenamente la humanidad, interrogarnos sobre el sentido de estar en el mundo: cómo ser responsables de este pedazo de tierra que se nos ha dado, cómo ocuparnos de los demás sin oprimirlos ni negarlos, cómo dar testimonio de la verdad, el derecho y la justicia.
Por último, cómo «permanecer» anclados a la tierra, sin ser fagocitados por esa «pleonexia» - avaricia/codicia - que San Pablo define como idolatría.
Fundamental, para quien quiere «aprender a ser cristiano», es seguir a Jesús, el Cristo de Dios, como aquellos que lo venden todo porque han encontrado la perla preciosa, el Reino de los cielos, hacia el que el mundo no muestra ninguna inclinación.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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