El don de la fe: el paso de tener siervos a hacerse siervo - San Lucas 17, 5-10 -
La perícopa evangélica está tomada de un pasaje de Lucas (17,1-10) en el que Jesús dirige sus enseñanzas a sus discípulos. En concreto, contiene un breve diálogo entre los «apóstoles» y Jesús sobre el tema de la fe, seguido de una parábola centrada en la relación entre un amo y un esclavo.
El lenguaje utilizado por San Lucas muestra que estos versículos tienen una dimensión eclesial y constituyen una enseñanza dirigida en particular a quienes desempeñan funciones de responsabilidad en la Iglesia.
El uso del término apóstoloi ya remite a quienes en la Iglesia tienen un mandato del Señor y desempeñan funciones de guía y autoridad (cf. Lc 6,13; 9,10; 11,49; 22,14; 24,10), pero luego el término «siervo», indica a veces a quienes desempeñan un ministerio en las comunidades cristianas (Hch 4,29; 16,17), el verbo «pastorear» designa la función de los pastores en la Iglesia (Hch 20,28), el verbo «servir» se utiliza para indicar el servicio eclesial, en particular el ministerio de las mesas (Hch 6,2), los verbos «comer», y «beber» remiten a la comida eucarística (Lc 22,14-20). San Lucas, por tanto, prepara un filigrana para su texto que indica de forma discreta, pero clara, el alcance eclesial del texto.
Jesús acaba de hablar de la inevitabilidad de que surjan escándalos en el ámbito eclesial y ha invitado a corregir a quien peca y a perdonar infinitamente a quien, después de haber pecado, se arrepiente y reconoce abiertamente su pecado.
En este contexto se comprende la oración de los discípulos para que su fe crezca. ¿Cómo soportar el peso de los escándalos, de los obstáculos a la vida de comunión, de los tropiezos que se ponen a los más pequeños y sencillos en el ámbito eclesial? ¿Cómo ejercer una corrección fraterna que no aplaste al hermano, sino que lo libere? ¿Cómo perdonar una y otra vez a quien se arrepiente cada vez?
Solo en la fe. No se trata de hacer como si nada o de dejarlo pasar, sino de perdonar, es decir, de reconocer, nombrar y asumir el mal que ocurre en la comunidad y de llevar su peso buscando el arrepentimiento de quienes han puesto obstáculos al Evangelio y a la comunión comunitaria, persiguiendo así el bien de la comunidad.
Por supuesto, el bien posible. El bien que también los demás permiten, porque en los escándalos eclesiales también está el no considerarse necesitado de perdón, está la ceguera hacia el mal cometido, está la obstinación en la defensa de uno mismo y la impermeabilidad a las palabras de exhortación y corrección de los demás, está la altivez y la prepotencia de quien cree no necesitar a los demás...
Llama la atención la inteligencia de los discípulos que, tras las palabras de Jesús sobre algunas cuestiones críticas de la vida eclesiástica y sobre ciertas exigencias suyas, invocan una fe profunda y sólida, y dirigen su atención y preocupación hacia la fe, y no hacia otra cosa. Van a lo esencial, a lo fundamental. Invocan la fe no en relación con cosas celestiales o teológicas, sino terrenales, humanas, cotidianas, es decir, las relaciones, las relaciones fraternas, la vida en común con los demás.
Al reaccionar así, en particular ante la exigencia de un perdón siempre repetido si va acompañado del arrepentimiento del pecador, los discípulos demuestran haber comprendido bien que el perdón no es solo un gesto ético, sino un acontecimiento escatológico, un don del Espíritu Santo, una irrupción del Reino de Dios en la vida de los hombres.
Demuestran haber comprendido que la comunión en la comunidad cristiana —comunión en la que el perdón es esencial— solo es posible gracias a la fe, al hacer reinar la soberanía de Dios.
Pero al pedir la fe, también demuestran haber comprendido que la fe es un don que encuentra en el Señor mismo su origen y su fuente. Y demuestran haber comprendido que la fe —la propia y la ajena— no se posee ni se puede imponer, sino solo acoger con gratitud y alimentar con la oración. Y también que, incluso para ellos, «los apóstoles», los Doce elegidos directamente por Jesús, la fe no es una realidad dada por sentada, sino dinámica, en devenir, que hay que alimentar y volver a elegir cada día.
El texto subraya también que la fe y nada más es la base de la autoridad de los Apóstoles: esto lo indica San Lucas con la anotación de que, si los discípulos tuvieran fe como un grano de mostaza, podrían hacer que les «obedeciera» incluso un árbol al que se le ordenara algo descabellado.
Solo la fe permite al predicador, al misionero, al apóstol hacerse eco —con su propia acción y su propia palabra— de la acción y la Palabra de Dios y suscitar en el destinatario la adhesión teologal, no una pertenencia a su propia persona.
Ciertamente, la respuesta de Jesús a la petición de los discípulos desplaza el acento de la cantidad a la autenticidad. Si la súplica pide aumentar la fe, Jesús, retomando la imagen de lo que es pequeño por definición, mínimo, el grano de mostaza, «la más pequeña de todas las semillas» (Mt 13,32), responde diciendo que no es significativo un exceso de fe, un aumento de la misma, sino que simplemente hay que tenerla, tener una fe viva y convencida.
La fe, de hecho, como tal, deja actuar al Dios para el que nada es imposible (cf. Lc 1,37). La eficacia de la fe reside en dejar que el Espíritu del Señor actúe en el hombre, y es esta presencia la que libera las relaciones fraternas e interpersonales de los siempre posibles círculos viciosos, de las manipulaciones, de la caída en dependencias psicológicas y espirituales mortíferas, de la creación de vínculos poco claros.
Y no es casualidad que la parábola que Jesús narra inmediatamente después ponga en escena a un amo y un esclavo.
Los cristianos, en sus relaciones mutuas, son hermanos, co-siervos, siervos juntos del mismo Señor y llamados a ser siervos los unos de los otros. Y en primer lugar aquellos que tienen el mandato de ejercer la autoridad en la Iglesia.
Lamentablemente, incluso en las comunidades cristianas, donde, dice San Pablo, «ya no hay esclavo ni libre», porque todos son «uno en Cristo Jesús» (Gál 3,28), pueden recrearse situaciones en las que hay quienes se comportan como amos tratando a otros como siervos.
El Nuevo Testamento contiene varios indicios de disfunciones relacionales dentro de las comunidades, y en particular se hace referencia a abusos de autoridad (cf. Mt 18,23-35; Lc 12,45-46; 1 P 5,2-3).
Al mismo tiempo, al hablar de siervos, la parábola se muestra en continua continuidad con las palabras anteriores sobre la fe. ¿Quién es, en efecto, el siervo sino aquel que se vuelve obediente al Señor por escuchar asiduamente su palabra? ¿No es así para el Siervo del Señor del que habla Isaías (Is 50,4-5) y no es así para María, la Sierva del Señor que se convirtió en tal por acoger incondicionalmente la palabra de Dios (Lc 1,38)?
En la comunidad cristiana, el siervo es aquel que, libre y voluntariamente, hace lo que se le ha mandado, es decir, obedece al Evangelio y no por ello reclama méritos ni pretende reconocimiento.
Ahora bien, la parábola dice que en la relación social amo-siervo, relación de necesidad y no de libertad, no hay lugar para la gratuidad y la gratitud, para la cháris. Es evidente que el amo no tiene ningún motivo para agradecer al siervo que, al regresar del trabajo en el campo, se pone a servirle la mesa: esto forma parte de las tareas del siervo. El siervo obedece lo que se le ordena.
Jesús primero compara a los Apóstoles con amos que tienen siervos, luego directamente con siervos, y además, inútiles. Es decir: la autoridad en la Iglesia se declina como servicio y excluye toda relación de fuerza y dominio.
El paso de «tener un siervo» a «ser siervos» es significativo: en la comunidad cristiana no hay amos y siervos, sino hermanos que son siervos del único Señor y maestro (cf. Mt 23,8-10).
La autoridad en la Iglesia debe pasar por el filtro de la humildad y el servicio para no expresarse como poder y oscurecer así la única señoría de Jesús: «Un Apóstol no es más grande que el que lo envió», dice Jesús a sus discípulos inmediatamente después de lavarles los pies durante la última cena (Jn 13,16).
He aquí, pues, la situación, paradójica pero salvífica, en la que se encuentra el Apóstol en la comunidad cristiana: su autoridad se basa enteramente en su envío como siervo (Lc 17,7; Hch 20,19), para trabajar el campo de Dios (1 Cor 3,5 ss.), para arar (Lc 17,7; 1 Cor 9,10) o pastorear (Lc 17,7; Hch 20,28; 1 Cor 9,7).
Su autoridad nace de su obediencia a la Palabra del Señor (Lc 17,10). Y he aquí la conciencia con la que el siervo está llamado a ejercer su ministerio: la inutilidad. El texto no significa que su esfuerzo no sirva para nada y que él sea inútil, sino que es simplemente un siervo, nada más.
Se puede decir que la conciencia que anima al Apóstol es liberadora y liberada cuando hace todo sin atribuir nada a sí mismo, sino remitiendo todo al Señor, que es el origen de su llamada y de toda fecundidad apostólica.
Como hace San Pablo, que, después de recordar que ha «servido al Señor con toda humildad» (Hch 20,19), añade: «Mi vida no es digna de nada, siempre que termine mi carrera y el servicio que me ha sido confiado por el Señor Jesús» (Hch 20,24). Pero esto solo se puede afirmar movidos por una fe profunda y arraigada.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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