Mi mirada sobre la secularización, secularismo,…
Un amigo de Pamplona me pide una pequeña reflexión y contribución sobre lo que él llama “secularización” de nuestra sociedad. Y le he ofrecido estas líneas de reflexión que están a continuación.
En primer lugar, quiero hacer una premisa sobre el riesgo de que los presupuestos de la reflexión queden aprisionados en una lectura sociológica, dictada por una mirada de encuestas y estadísticas, que se detiene en un fenómeno sin interpretarlo teológicamente. Así, se da un valor absoluto al resultado de la investigación estadística y sociológica sobre la pérdida de fuerza del cristianismo en la sociedad y, en cambio, no se captan las posibilidades sin precedentes que, precisamente de esta manera, se abren para el renacimiento de la fe; de hecho, mientras decae una cierta manera de ser cristiano y un cierto catolicismo convencional, seguramente se está abriendo un espacio sin precedentes para que la fe renazca de una manera renovada y cualitativamente diferente.
Quizás esta situación sea mejor que la que existía antes. Porque el cristianismo tiene la posibilidad de mostrar mejor su carácter de desafío, de objetividad, de realismo, de ejercicio de la verdadera libertad, de religión ligada al misterio de un Dios inaccesible y siempre sorprendente. Tal vez hoy la fe adquiere mayor belleza y la fe entendida como riesgo se vuelve más atractiva. El cristianismo aparece más bello y más verdadero.
La cuestión - también relativa a la nueva evangelización y a cómo se entiende y se expresa - podría formularse así: un régimen del cristianismo, que conciba una sociedad al menos aparentemente orientada sobre los principios y valores cristianos y favorezca la estrecha unión entre religión y espacios de importancia pública, social y política, ¿corresponde realmente a una fe viva, consciente, adulta, de personas que se dejan tocar y transformar por el Evangelio, convirtiéndose en semilla de renovación en el mundo? O mejor dicho, ¿no es ese régimen el que a menudo, detrás de un exterior explícitamente religioso, ha neutralizado y diluido la profecía liberadora del Evangelio y ha conducido a un cristianismo reducido a una apelación ética, a prácticas y rituales religiosos esporádicos vividos por la tradición, el hábito y por convención social?
La reflexión teológica se ha centrado ampliamente en la cuestión. Si bien los cambios ocurridos en las últimas décadas han llevado al declive de una forma específica de existencia cristiana en el mundo, caracterizada por una superposición entre la pertenencia a la Iglesia y la sociedad posconstantiniana, hay quienes se han lamentado y continúan perseguir el sueño nostálgico y atrasado de una restauración, en la creencia de que la muerte de esta religión es el fin de la fe cristiana.
De fondo está la creencia errónea de que una Iglesia capaz de influir cristianamente en la estructura social, jurídica, institucional, política, cultural del mundo en que vive, sería capaz de generar automáticamente una mayor y una adhesión más convencida de la gente a la fe.
En realidad, ocurre todo lo contrario: la época más afortunada de toda la historia del Evangelio fue la de los Apóstoles, que anunciaron el Evangelio en un contexto completamente hostil y no se preocuparon por evangelizar una cultura genérica ni por cambiar la estructura social y las instituciones políticas, sino más bien depositar la semilla de la Palabra en el corazón de las personas, en la creencia de que germinaría y generaría creyentes y también cambiaría la sociedad.
Leído a contraluz, este análisis sugiere otro aspecto que no debe subestimarse, si realmente no queremos silenciar la crisis del cristianismo: una cierta debilidad en el anuncio del Evangelio, la inmovilidad de la acción pastoral en el cómodo criterio de "siempre hemos hecho así" y la pérdida de impulso misionero de la comunidad cristiana se debió, al menos en parte, a la ilusoria certeza de encontrarse al fin y al cabo en un mundo "cristiano" y "religioso". Por lo tanto cierto cristianismo se ha transformado en un universo tan cerrado del Dios mismo nos pide un "éxodo" para llegar a una fe despojada de referencias culturales y de apoyos sociales tranquilizadores, y al mismo tiempo más auténtica y centrada en el Evangelio.
Naturalmente, la relación entre fe y contexto histórico-cultural es esencial, y no tanto por razones práctico-organizativas sino en virtud de la encarnación del Hijo de Dios. Pero es igualmente necesario salvaguardar la brecha y la distancia entre Evangelio e historia, es decir, el hecho de que ninguna época, ninguna sociedad y ninguna institución humana se ajusta al Evangelio en un sentido absoluto. El cristianismo sigue siendo "otro" o, como dice alguien, "todavía no existe" en comparación con nuestras experiencias humanas, incluidas las religiosas y eclesiales. Si no salvaguardamos esta diferencia, la fe se reduce a cultura, la radicalidad del Evangelio se reduce a ética y la carga crítico-profética del cristianismo se neutraliza en favor de una religión civil que se convierte sólo en un marco de apoyo a unas relaciones sociales y políticas ‘ordenadas’, tal vez para obtener privilegios y aumentar la influencia y el prestigio.
Esta perspectiva no es fruto de una visión o de una elección del Papa Francisco, sino que hunde sus raíces en una amplia producción teológica que incluye, entre otros, a Karl Rahner con su "Cristianismo de la diáspora", pero también al propio Joseph Ratzinger. El teólogo alemán, a finales de los años 1960, afirmaba con valentía que la crisis haría perder mucho a la Iglesia, la despojaría de edificios y de privilegios sociales, la reduciría numéricamente y, precisamente gracias a estas pérdidas, podría redescubrirse como Iglesia libre, esencial, centrada en Jesucristo. Al final de este proceso de crisis, señalaba Joseph Ratzinger, lo que quedaría no sería la Iglesia del culto político sino la Iglesia de la fe.
Como Papa, Benedicto XVI retomó brillantemente el tema en un discurso pronunciado en Alemania en 2011, en el que afirmó que la secularización misma ayuda a la reforma de la Iglesia porque la libera de formas de mundanidad, es decir, liberada de las cargas y privilegios materiales y políticos, la Iglesia puede dedicarse mejor y de manera verdaderamente cristiana al mundo entero, puede estar verdaderamente abierta al mundo. Así - comentaba Benedicto XVI - dejamos de lado toda táctica humana y vivimos la fe austeramente, con sobriedad, eliminando de ella lo que es sólo aparentemente fe, pero en verdad es convención y costumbre.
La tentación de regresar con nostalgia a una época supuestamente mejor y "cristiana", con la intención mal disimulada de volver a la Iglesia que se convierte en potencia en este mundo para obtener influencia social y relevancia pública, está siempre a la vuelta de la esquina.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
No hay comentarios:
Publicar un comentario