Retornar a los orígenes del cristianismo
Jesús, al comienzo de su predicación, no habla de la Iglesia, sino del Reino.
"El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios se ha acercado; convertíos y creed en el Evangelio" (Mc 1,15).
Este es el mensaje.
El tiempo de espera ha terminado. Ahora, en Cristo, hemos entrado en una nueva era, como habían predicho las profecías mesiánicas: es el tiempo de la soberanía de Dios, no basada en la observancia de la ley moral, porque Dios ama incluso a los que transgreden los preceptos, sino en la misericordia y la liberación del mal, como proclama Jesús en su discurso inaugural en la sinagoga de Nazaret, haciéndose eco de las palabras de Isaías: "El Espíritu del Señor está sobre mí y me ha enviado a anunciar la buena nueva a los pobres, a liberar a los cautivos, a devolver la vista a los ciegos, a liberar a los oprimidos, a predicar un tiempo favorable del Señor" (Lc 4, 17-18).
Una realeza que es otra, diferente, que no se alimenta de exhibiciones escénicas triunfalistas y subvierte la ideología real tradicional. En este reino no hay rangos jerárquicos que ostentar ni derechos que reclamar. Es sólo un grano de mostaza, una pizca de levadura en la masa, una semilla que arrojada al suelo crece por sí misma, porque tiene en su interior un poder de vida. Es el tesoro escondido, la perla preciosa: algo pequeño y oculto que, sin embargo, posee un valor inestimable.
Una realidad dinámica, que evoluciona, que crece. No un acontecimiento, por extraordinario que sea, sino una historia que muestra no sólo que Dios reina, sino cómo reina.
Esta es la enseñanza de Jesús.
No una doctrina nueva, sino una vida nueva, un modo de ser y de actuar que es la realidad misma de Cristo, su cuerpo entregado por nosotros en la Sagrada Comunión. Él el tesoro escondido, la perla preciosa la semilla que crece por sí misma.
En este Reino, la Ley no es abolida, sino radicalizada e interiorizada y al mismo tiempo relativizada porque en sí misma no da la salvación (aquí Pablo docet in grande) tanto como para ser "sustituida" por el Sermón de la Montaña, la Carta Magna del cristianismo, que encuentra su tope, el sello de Dios, en las Bienaventuranzas.
"Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos es el reino de los cielos" (Mt 5,3).
Los pobres no son los "buenos", los piadosos, los cumplidores de las normas, sino los pequeños, los que no tienen donde apoyarse, los que carecen incluso de recursos espirituales, los sedientos de verdad y de amor, los invisibles para los hombres, pero no ante Dios.
Éstos son bienaventurados, están en la alegría y ahora, como primicias, pertenecen al Reino.
Con ellos el eschaton se realiza ya, en tensión hacia una plenitud.
Hay quienes han definido a la Iglesia como un "signo" eficaz y visible del Reino, que da testimonio de la presencia soberana de Dios en el mundo y que se alimenta de la gracia, de la profecía, que conoce la evolución, el dinamismo, la apertura hacia "cielos nuevos y tierra nueva", en el humilde seguimiento de Cristo.
La Iglesia, por tanto, como "luz del mundo" y "sal de la tierra", tiene la tarea de ser una conciencia crítica con respecto a todo lo que no se ajusta a la novedad del Evangelio.
Pero los cristianos constatan a menudo una desconexión entre el Evangelio y la Iglesia.
En efecto, a pesar del Vaticano II, muchas realidades de las Escrituras han sido desatendidas y algunas cuestiones ignoradas, por mentalidades no evangelizadas, temerosas de perder poder y reconocimiento.
Es un mal antiguo, que se remonta al siglo IV, cuando el cristianismo, convertido en religión de Estado, dejó de seguir el modelo del reino para convertirse en uno de los reinos del mundo, con una estructura jurídico-vertical, fundamentalmente inmóvil, en la que la institución con su propio orden jerárquico fijo se convirtió en central.
Se trata del clero, que ha reproducido el sistema cúltico del templo en la época del Nuevo Testamento. Así, la jerarquía se convirtió en un poder sacralizado, en lugar de ser una diaconía de servicio.
Todavía hoy resiste en diversos ámbitos de la Iglesia una mentalidad preconciliar que hace del sacerdote una figura sacralizada, separada y superior a las demás personas.
Además, el sacerdocio ordenado y célibe, sólo para hombres, ha llevado a la exclusión de las mujeres de otros ministerios, como el del diaconado, del que tanto se habla hoy.
No se trata de reivindicaciones sectoriales, ni de eslóganes de feminismo grosero, porque de ello depende la verdad del Evangelio.
Nos resulta difícil entrar en las razones que han presidido esta organización milenaria de los "roles sexuales", que ha hecho pasar esta costumbre como inscrita en el orden de las cosas sin ninguna justificación teológica.
Desgraciadamente, la Iglesia ha permanecido enredada en las formas del antiguo sacerdocio, encerrada en sí misma y en sus propios privilegios, ignorando de hecho el valor del bautismo que confiere el sacerdocio a todos los creyentes, porque uno solo es el Sumo Sacerdote, Cristo el Señor, (Carta a los Hebreos) y todos los demás participan de él, aunque con formas y modalidades diferentes donde "ya no hay judío ni griego; ya no hay esclavo ni libre; ya no hay hombre ni mujer, porque todos somos uno en Cristo Jesús" (Gál 3,28).
Abramos de par en par las puertas de nuestras Iglesias y dejémonos investir por el Espíritu.
Una Iglesia en salida, según la Evangelii Gaudium, que no se preocupe por repartirse los espacios de poder, que no tenga miedo al cambio, sino que se abra al Espíritu de la verdad que desciende sobre hombres y mujeres, sobre laicos y clérigos, como en el primer Pentecostés.
Y volveremos a los orígenes donde está lo más genuino de aquella forma de vida que comenzaron a llamar ‘cristianismo’ (cf. Hch 11,26).
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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