lunes, 20 de enero de 2025

Una reflexión a propósito de Benjamin Netanyahu e Itamar Ben Gvir.

Una reflexión a propósito de Benjamin Netanyahu e Itamar Ben Gvir 

En el «El gran inquisidor» de Fiódor Dostoyevski, el cruel inquisidor condena a Cristo, el rostro de Dios, por la pesada carga de libertad que ha dado a los seres humanos. «Tú, Cristo, has estimado demasiado a los hombres, pues son esclavos»; «Has cargado al hombre con una carga insoportable»; «El hombre tiene miedo de la libertad»; «Tú, Dios, debes darles pan», (‘panem et circenses’ dirían los latinos); «Este es el milagro que quieren». 

Son expresiones amargas que ponen de manifiesto un problema real, porque la libertad se vive a menudo como una realidad dolorosa, atormentada. Su realización no se da por descontada y tropieza con fracturas, obstáculos, choques de pensamiento. Emmanuel Levinas habla de «libertad difícil», no sólo porque es un desafío a los determinismos, a los dogmatismos, sino porque no recibe la misma comprensión entre ricos y pobres, entre un occidental y un oriental, entre los que mandan y los que ejecutan. 

Todo cierto: la libertad tomada en sí misma acaba siendo una abstracción si no se contextualiza. De hecho, no es una posesión inherente a la naturaleza del ser humano, sino que se convierte en tal a medida que caen las cadenas que la mantienen prisionera. Y esto no se da de una vez para siempre. 

San Pablo escribe a los Gálatas: «Para la libertad nos ha liberado Cristo» (Gálatasl 5,1). 

La libertad es siempre un devenir, siempre hay un comienzo. 

El mundo judeocristiano carece de una conceptualización de la libertad, hasta el punto de que este sustantivo nunca aparece en el Primer Testamento y raramente en el Segundo, salvo en Pablo y Juan. 

La Escritura de Israel «dice» libertad contando una historia, el éxodo, la liberación de los esclavos de Egipto, por voluntad de un Dios liberador y salvador. 

Ésta es la enseñanza bíblica de la libertad. No un concepto, sino una relación cuyo sujeto es Dios que, a través de Moisés interviene en un tiempo y un espacio definidos. En una masa de esclavos sin rostro, desentraña sus vidas, los construye como pueblo y se vincula a ellos con una alianza, abriendo un futuro de esperanza y bendición. 

El Éxodo se convierte entonces en el paradigma de cualquier otra liberación, de todo lo que contamina al ser humano, lo aliena hasta el punto de hacerle encender velas al antiguo Faraón, lamentando los buenos tiempos en que la gente estaba «alrededor de ollas de carne y comía pan hasta hartarse». Sí, porque no es fácil ser libre. 

Un paso adelante. Pero es una libertad que no desemboca en la arbitrariedad, sino en la estructuración de una vida in-formada a la voluntad de Dios y que se construye sobre la paradoja «libres para servir», compromiso asumido por seres humanos ahora libres y responsables. 

La liberación tiene sentido si se orienta hacia un ‘telos’, porque no es sólo «libertad de», sino también «libertad hacia». El ser humano no está llamado a la pasividad, a la indiferencia, sino que está llamado a atravesar ese desierto, símbolo espacio-temporal de la vida, alusión a la dificultad de la condición humana, y también locus teológico-antropológico de la liberación, don de Dios, que pide encarnarse allí donde hay injusticia, opresión. 

La idea bíblica de que la liberación compromete al servicio implica un aumento de la responsabilidad e incluso, por utilizar un término pasado de moda, del deber. 

El Dios de la libertad confía en su criatura y confía al ser humano ser «signo» de la liberación. No una religión encerrada en recintos espirituales, en un individualismo narcisista, una religión que se convierte en el 'opio del pueblo'. 

Porque la salvación de Dios se realiza ya ahora en los fragmentos de la liberación humana y se sitúa en nuestro hoy siempre dentro de una visión crítica, de lo contrario todos los «faraones» pueden justificarse y nosotros con ellos en una forma de ensimismamiento des-responsabilizador. 

La tragedia que se desarrolla en estos días nos llama a implicarnos, nos interpela al juicio, a la inteligencia de la fe en el esfuerzo por comprender, en la búsqueda que no puede agotarse en la aplicación de una ética que quiere ser equidistante, que no transige y que nos hace sentir cómodos. 

La fe bíblica no puede permanecer ajena a ese mundo de los oprimidos que son los destinatarios del Dios del Éxodo, donde el juicio de Dios permanece libre, libre de tópicos, incluso de juicios morales, de creencias teológicas apaciguadoras, y toma partido por las víctimas de la tiranía tiránica, y allí obra la liberación por medio del nuevo Moisés... 

Debemos «atrevernos» con firmeza y determinación contra lo que alguien ha calificado de «masacre inhumana y sacrílega». 

¿Qué es la paz? No es una pregunta retórica ni la respuesta puede ser simple hasta el punto de ser simplista y perder profundidad. 

Más bien diría que es una pregunta que interroga, que invita a cuestionarse, profundizando en ese término y ahondando en su polifacética semántica. 

Shalom, paz, es uno de los términos más utilizados en la lengua semítica, y luego en la lengua griega del Nuevo Testamento, Eirene, y sigue siendo hoy el saludo que intercambian los judíos. 

Indica armonía, salud, prosperidad, bienestar integral, expresa un proyecto, un deseo. Es también una oración: «Pide la paz para Jerusalén: paz a los que te aman... Para mis hermanos y mis amigos diré: sobre ti sea la paz» (Salmo 122,6.8). 

Es también un don, «fruto del Espíritu», dice San Pablo (Gálatas 5,22), pero un don a un alto precio, un don que hay que cultivar con perseverancia e inteligencia, hacer brotar y crecer, como el grano de trigo que, es verdad, está ahí, pero si se deja en tierra seca, no brota. 

Es decir, la paz no es aquiescencia, rendición, sino dinamismo, compromiso, lucha o, por utilizar un término bíblico, «conversión», cambio de una forma de pensar y de ser. 

Es necesaria la apuesta decidida por la paz. 

Esto me parece que se desprende de la historia de la salvación tal como nos es contada: una paz por construir, por interpretar, siempre in fieri, nunca estática, que nos acompaña desde el principio (Éxodo) hasta el final (Apocalipsis) de la Biblia. 

El Éxodo, la salida de Egipto del pueblo elegido por Dios (un pueblo de esclavos semi-nómadas), junto con el exterminio de los egipcios, se convierte en el acontecimiento «creador» de Israel, el paradigma de todas las guerras de liberación, en el que se enraíza la reflexión teológica de la fe, y al mismo tiempo política y social. 

Desde el principio, el «Yo soy» se presenta como un Dios liberador, nunca neutral, que toma partido por los oprimidos. 

Un Dios que es otro, que es diferente, que nos pide habitar la tierra con la responsabilidad de cumplir nuestra parte al servicio de la humanidad. 

No un fácil «amémonos todos», sino un «hacer» la verdad que es ante todo justicia. 

Esta idea recorre toda la Escritura, hasta el Apocalipsis, donde el autor, San Juan, levanta un velo para comprender el sentido de la historia. Es una visión trágica personificada por el imperio de Babilonia, la «gran ramera» (en realidad Roma), que ha seducido al mundo entero con su reino de falsedad, corrupción, violencia y muerte. Pero la historia está abierta al juicio final, tiene un destino donde todo encontrará cumplimiento en la justicia de Dios. Sin embargo, esta meta, el ‘eschaton’ comienza a construirse ya «aquí» y «ahora» y espera nuestro valiente testimonio, incluso a veces, martirial. 

Es hermoso el canto del Magnificat puesto en boca de María: el canto de los pobres de Israel, un canto fuerte, hecho de tronos que se derrumban, de poderes derrocados, de superpotencias aniquiladas, un canto de humildes que se levantan, de pequeñez que se convierte en bienaventuranza. 

Es la gran enseñanza del Evangelio: el derrocamiento de un orden, con el riesgo de una fe que no nos pide que seamos espectadores neutrales, sino protagonistas con «el brazo extendido y la mano levantada», que nos ensuciemos las manos, que «perdamos la vida» (nuestra buena conciencia, nuestro buen nombre) para derrocar con fuerza a los «faraones» y a las «grandes rameras», a los belicistas poderes económicos y políticos. 

Porque el discurso sobre Dios, la teología, tiene lugar no sólo en el espacio de lo sagrado, sino también dentro de los conflictos de la historia, y el discípulo del Dios de Israel y también del Mesías Jesús de Nazaret no puede ser políticamente neutral. Sabe de qué lado estar, en primer lugar del lado de los vencidos, detrás del vencido por excelencia, el Crucificado, mártir del poder religioso y político. 

Puede parecer utópico y retórico en estos tiempos complejos nuestros, en los que no es tan fácil distinguir a los buenos de los malos, a los esclavos de los amos. Sin embargo, estoy convencido de que, para quienes se han dejado seducir por la Palabra de Dios, siempre hay una grieta en el cielo, un futuro, que no se reduce a una prolongación de las fuerzas establecidas, sino que, por el contrario, hunde sus raíces en la fuerza transformadora del Espíritu. 

Es una paz que se construye con inteligencia y sabiduría política, que implica discernimiento, elección y lucha, combate y decisión, resistencia y entrega. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF 

Posdata:

Seguramente hasta nos haría siempre bien, por ejemplo, «The Armed Man: A Mass for Peace» (traducido como «El hombre armado: una misa para la paz»), la obra musical del gran compositor galés Karl Jenkins.

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