lunes, 20 de enero de 2025

Santa Mónica, elogio de la mujer y madre fuertes.

Santa Mónica, elogio de la mujer y madre fuertes

Se siguen derramando ríos de tinta sobre la cuestión de las mujeres, sobre el papel y la dignidad de las mujeres: se habla de progreso, de derechos, de igualdad de oportunidades, de emancipación. No hay duda de lo importante que es la contribución femenina en la cultura, en la economía y en la política. Sin embargo, no pensemos sólo en el papel de la mujer en las grandes y altisonantes ocasiones. 

Pensemos también  en ellas mientras enfrentan los desafíos de cada día, mientras se comprometen en múltiples frentes que, precisamente por ser mujer, deben vivir en la búsqueda continua de la armonía y el equilibrio. Decimos debería porque la disposición natural siempre necesita ser promovida y ayudada a crecer. 

Es una gracia encontrar mujeres que, a menudo absorbidas por numerosos compromisos o enfrentadas a responsabilidades particularmente pesadas, no han renunciado a ser reinas de su propia casa, pero han sabido crear una síntesis, descubriendo en su corazón el potencial de una vida oculta, capaz de colorear el gris o de desvanecer los colores fuertes de muchos pasajes estrechos de la vida. 

La mujer que sabe cultivar su propia alma extiende círculos concéntricos de paz a su alrededor y se convierte en un terreno verdaderamente fértil y fecundo para el bien de quienes la rodean. 

Hay virtudes que nunca pasan de moda; hay un encanto que no se consigue con dos toques de rímel y un poco de base sino afinando la sensibilidad y la escucha; hay una gran brecha entre ser provocador y saber provocar en los demás el despertar de altos ideales, de sentimientos nobles, de buenos pensamientos, recordándolos en una profundidad que ofrezca solidez a los cimientos del hogar y de las relaciones que se viven. 

Cuando la frescura de los años juveniles se desvanece, cuando aparecen las primeras arrugas y uno comienza a buscar en los estantes del supermercado el primer champú colorante, al mismo tiempo aparece y reaparece, quizás más fuerte que la primera, una reflexión más aguda sobre el sentido de la vida, la pregunta: ¿quién soy y para qué estoy hecho? 

Se abre un nuevo escenario en el que urge redescubrir el horizonte del sentido y abrazar ese núcleo de uno mismo que es la clave de la belleza perenne de cada mujer y de su alegría más verdadera: ser para el otro, en cuerpo y alma, útero de vida, aceptar el precio de la capacidad de  generar. 

Edith Stein escribió: "El alma de una mujer debe ser amplia y abierta a todos los seres humanos; debe estar llena de paz, para que ninguna pequeña llama sea apagada por los fuertes vientos; cálida para no adormecer los brotes más frágiles... vacía de sí misma, para que la vida exterior encuentre en ella espacio; dueña de sí misma y también de su cuerpo, de modo que toda la persona esté disponible a cualquier llamada" (de ‘Fundamentos de la educación de la mujer’). 

Es singular cómo esta mujer, judía, filósofa, cristiana, carmelita, mártir, vivió la vocación femenina originaria de ser madre de muchas almas. Hay un detalle muy sencillo del último tramo de su vida que plasma lo que había escrito sobre la mujer años atrás; se trata de cuando estuvo prisionera en Auschwitz y llevó consigo y consoló a los niños que se quedaron solos porque sus madres habían perdido la cabeza por el sufrimiento que vivieron en el campo de concentración. Es atención femenina, donación ininterrumpida, maternidad despejada de toda frontera estrecha y peligrosa de preocupación por sí misma. 

Los niños atentos saben reconocer los niveles de maternidad de sus madres. Puede que no se den cuenta inmediatamente, incluso pueden dejar de lado durante muchos años el significado del bien recibido, de los ejemplos edificantes, pero en su interior y muchas veces sin saberlo, quedan impresas de forma indeleble las huellas del amor maternal, el amor maduro, que no sólo sabe poner merienda en las mochilas de los niños (¡y no es poca cosa!), sino transmitirles las razones de vivir y de creer, aquellas que fortalecen a la persona y no la dejan revolcándose en la rutina del puerilidad eterna. 

El retrato que hace San Agustín de su madre nos revela el alma de Santa Mónica. 

En ella encontramos las características del alma femenina bellamente esbozadas en el pasaje de Edith Stein recién citado: amplia, llena de paz, cálida, vacía de sí misma, dueña de sí misma. 

Mónica creció con su hijo. Se dejó guiar de etapa en etapa por la mano de Dios en el ejercicio de su maternidad. Tenía esa ventaja extra llamada fe; y la fe hizo florecer en ella los brotes del alma femenina. 

Las conmovedoras páginas que Agustín escribe sobre ella no están dictadas por una excesiva emotividad sino que son el reconocimiento de la obra de Dios en el corazón de una madre y de los efectos que puede producir en la vida de sus hijos. 

Refiriéndose a Mónica, Agustín utiliza un verbo que engloba todos los que utiliza para describir a su madre: dar a luz. 

"No descuidaré los pensamientos que mi alma da a luz en la memoria de aquel siervo, que me dio a luz con la carne a esta vida temporal y con el corazón a la vida eterna"; Mónica "había criado a sus hijos pariéndolos tantas veces como los veía alejarse de ti". 

Dar a luz evoca tanto alegría como dolor; es un verbo pascual, utilizado por Jesús durante la Última Cena para indicar el pasaje muerte-resurrección. En la maternidad el dolor hay que tenerlo en cuenta, aceptarlo, asumirlo, de lo contrario no se es madre

Mónica experimentó la angustia de ver a un niño perderse en lugares sin sentido, detrás de ideas que tenían consistencia de humo. 

¡Cuántas madres pasan por el mismo sufrimiento! 

Mónica experimentó las amargas lágrimas del abandono cuando Agustín partió hacia Roma sin que ella lo supiera. El hijo lo recuerda así: "Mentí a mi madre, a aquella madre, y sin embargo escapé, porque tu misericordia también me perdonó este pecado, me salvó de las aguas del mar a pesar de la horrenda fealdad de que estaba desbordado, para conducirme al agua de tu gracia, cuyas abluciones habrían secado los ríos de lágrimas con que los ojos de mi madre se dirigían a ti cada día surcaban la tierra bajo su rostro para mí" (Confesiones 5,8,15). 

Mónica no ocultó, ni calló ni amortiguó los errores de su hijo, pero nunca falló en su perseverancia para permanecer a su lado. 

Desde una persuasión hecha de palabras y llamadas, desde una oración quizás todavía demasiado sumida en la ansiedad de legítimas preocupaciones maternas, Mónica caminó hacia la paz que proviene de poner todo, absolutamente todo, en manos de Dios, incluso lo cansino y agotador, deseando de encontrar la misma paz en la mirada de su hijo. "Ella amaba mi presencia a su lado como todas las madres, pero mucho más que muchas madres – escribe Agustín – y no tenía idea de cuánta alegría le traería mi ausencia. Ella no lo imaginaba, y por eso lloró y gimió, y sus tormentos revelaron en ella la herencia de Eva, que buscaba con gemidos lo que con gemidos había dado a luz. Sin embargo, él volvió a rogaros por mí, volviendo a su vida habitual, mientras yo navegaba hacia Roma" (Confesiones 5,8,15). 

Cuando Mónica se encuentra con su hijo en Milán, parece haber madurado en ella la certeza del cumplimiento de una oración guardada en su corazón durante mucho tiempo: "Ya me había alcanzado mi madre, que, fuerte en su compasión, me persiguió por tierra y por mar, obteniendo de vosotros seguridad en todo peligro. […] Me encontró en grave peligro. Ya no esperaba descubrir la verdad. Sin embargo, cuando le informé que, a pesar de no ser cristiano católico, ya no era maniqueo, ella no saltó de alegría como ante la noticia de un acontecimiento inesperado: ella había estado tranquila sobre esta parte de mi desgracia durante algún tiempo. […] Ninguna exaltación excesiva, por tanto, conmovió su corazón ante la noticia de que se había cumplido lo que os pedía cada día, entre lágrimas, que hicierais: si todavía no había captado la verdad, ahora estaba alejado de la mentira. Firmemente segura, efectivamente, de que también le concederías el resto, ya que le habías prometido todo, ella me respondió con absoluta tranquilidad y el corazón lleno de confianza: ‘Creo en Cristo que antes de migrar de este mundo te habré visto como católico convencido’" (Confesiones 6,1,1). 

Esperar, orar, desear son todas conjugaciones del verbo dar a luz. La calidez del alma de Mónica calentó e iluminó la de Agustín. 

Hay un hecho que marca la culminación de la relación madre-hijo: el éxtasis de Ostia fue ciertamente una fuerte experiencia de comunión, que se produjo justo cuando los dos conversaban con gran dulzura sobre lo que sería la vida eterna de los santos

La perspectiva de una madre no es la tierra, es el Cielo: ella cría hijos para el Cielo. Y a partir de ahí les enseña a vivir en la tierra, colabora con Dios para hacerlos aptos para el Cielo. Esto es maravilloso, porque significa captar lo que en última instancia queda de la vida, significa enseñar a la gente a apuntar alto, sin concesiones ni medias tintas. 

Finalmente, dejar es otra conjugación del verbo ‘dar a luz’. Mónica supo reconocer el tiempo para el cumplimiento de su misión y de su vocación: "Hijo mío, para mí esta vida ya no tiene ningún atractivo para mí. Lo que sigo haciendo aquí y por qué estoy aquí no lo sé. Mis esperanzas en la tierra ahora están agotadas. Sólo hubo una cosa que me hizo querer quedarme aquí abajo un poco más: verte como un cristiano católico antes de morir. Mi Dios me ha satisfecho sobradamente, pues os veo incluso despreciando la felicidad terrenal para servirle. ¿Qué estoy haciendo aquí?" (Confesiones 9,10,26). 

Mónica no se atribuyó ningún mérito por ello. Vacía de sí misma, siguió los primeros pasos de su hijo en el camino de la santidad. 

En Mónica, muchas mujeres, esposas y madres, encuentran sus propios "dolores de parto". Que nosotros, hijos, también encontremos en ellas, madres, una buena amiga que despierte en nosotros el deseo y la fuerza de ese extra que marca la diferencia. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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