lunes, 20 de enero de 2025

Sinodalidad.

Sinodalidad 

Abandonando lo decadente, el Espíritu Santo invita a mirar a lo vivo y extraordinariamente vital. 

Entiendo que nuestro pensamiento, acción y estilo -que pueden ser el legado del Concilio Vaticano II y la guía para los tiempos que vivimos- están llamados a desechar sabiamente y con equilibrio lo decadente, porque ya no sintoniza con la experiencia contemporánea de fe, para contemplar lo vivo y vital, es decir, ante todo, la Palabra de Dios, continuamente leída, meditada, escuchada y buscada: "Lámpara para mis pasos es tu Palabra, luz en mi camino" (de ahí el versículo del Salmo 119). 

De la Palabra de Dios, abordada como palabra viva siempre capaz de hablar a la humanidad, nace la libertad de pensamiento, la valentía de la mirada, la atención educativa para conciencias cristianas adultas, pensantes e inquietas, capaces de opciones sentidas como justas y buenas. Todo esto, combinando también la fidelidad a la mejor Tradición con la viva inteligencia crítica de la lectura y estudio. 

Abrir la vida al soplo del Espíritu, cuidar la dimensión contemplativa de la vida, es decir, ese momento de desapego del apremio de las cosas, de reflexión, de valoración a la luz de la fe, tan necesario para no dejarse arrollar por el torbellino tanto de lo plano como de lo caduco; al mismo tiempo custodiar una fe reflexionada, cristocéntrica, declinada luego en la vida de la polis, en una coherencia con el Evangelio a la que siempre hay que tender. Jesús nos educa a los discípulos a mirar los problemas fundamentales del ser humano. Y, al mismo tiempo, superar por elevación y sin polémicas las críticas de ciertos movimientos eclesiales de íntegro integrismo, o incluso de partidos políticos de rigurosa polarización de derecha. 

Vivir la profecía, con esfuerzo y con valentía: también esto es un don. La sinodalidad, tan fuertemente propuesta hoy, en la estela del Concilio Vaticano II, es un tema decisivo. Ojalá que los tiempos estén maduros para sembrar y cosechar frutos de sinodalidad. 

La profecía es una mirada nacida de la escucha: a los pobres como a los intelectuales; a los sacerdotes como a los laicos; a los creyentes como a los no creyentes; a los jóvenes como a los ancianos. Una mirada ajena a los latiguillos, al vocabulario repetido sin construir, y a los eslóganes facilones sin sentido. 

Tal vez nos debamos recordar que Dios siempre cuida de nosotros; y de nuevo, no dejarnos llevar por el desánimo, confiando en Dios que guía misteriosamente la historia, porque el Espíritu está ahí y obra, se adelanta a nosotros, obra más que nosotros y mejor que nosotros. No nos corresponde ni sembrarlo ni despertarlo, sino ante todo reconocerlo, acogerlo, abrirle camino, ir tras él. 

¿Qué cristianismo en el mundo posmoderno? ¿Qué Iglesia cristiana hoy, en el siglo XXI, con sus dramas y esperanzas? Seguramente algunos caminos puedan ser estos: no tener miedo de lo que es diferente y nuevo, sino consideradlo como un don de Dios; tratar de ser capaces de escuchar cosas muy distintas de lo que normalmente pensamos, pero sin juzgar inmediatamente a los que hablan; examinadlo todo con discernimiento; arriesgarse; y luego ser amigos de los pobres, frecuentar la Palabra de Dios, cuidar el discernimiento para no tratar de sofocar el Espíritu en los demás, es el Espíritu el que sopla, sino estar dispuestos a captar sus manifestaciones más sutiles. 

Ser hijos de nuestro tiempo y, al mismo tiempo, intentar vivir como cristianos pensantes y sin miedo. Creo que la sinodalidad nos puede ofrecer este horizonte de vida abandonando lo decadente, mirando lo vivo y agradeciendo y acogiendo lo sumamente vital. 

Porque tantas veces hemos reducido nuestra mirada a una nostalgia de un pasado mítico: todo lo que se hacía antes,…, se idealiza y se purga de cualquier imperfección. Las experiencias vividas son ese paraíso del que hemos caído, pero que sigue representando el horizonte hacia el que tiende toda expectativa y toda posibilidad de futuro. 

Porque tantas veces caemos en la tentación de la búsqueda del culpable: si ya no estamos en el paraíso, la culpa debe ser de alguien. Por lo general, la culpa es de los que vinieron después de los líderes míticos de la época, que se convierten entonces en el blanco favorito, los responsables de toda decadencia actual. Porque esa tentación es también la espera de un salvador cuando nos contentamos con el espejismo de que por fin llegue alguien que nos devuelva la gloria de antaño, capaz con su fuerza y su carisma de devolvernos al paraíso perdido de la restauración. 

Me preocupa mucho esta forma de pensar, que afortunadamente no es de todos. Me preocupa porque es lo contrario de la visión cristiana de la historia y de la visión conciliar de la Iglesia. Esta expectativa de volver al pasado es la misma que impidió a tantos contemporáneos de Jesús reconocerle como Hijo de Dios, porque su objetivo no era derrotar la dominación romana y restaurar el Reino de David, sino recuperar a las "ovejas perdidas de la casa de Israel" (Mt 15, 24). 

Lo que me preocupa es la incapacidad, el miedo, a afrontar la realidad y comprender el verdadero alcance de los problemas a los que nos enfrentamos como Iglesia. Es difícil mantenerse dentro de la compleja realidad actual, es duro, cuesta esfuerzo. Por eso buscamos formas de simplificarla, para no tener que cuestionarnos y hacernos preguntas que no sabemos responder. Encontramos un culpable, la tomamos con él o la emprendemos contra él, y no pensamos más en ello. 

Me preocupa una Iglesia a la que, sesenta años después del Concilio, le sigue costando tanto asumir sus responsabilidades, le sigue costando tanto hacerse cargo de su propia comunidad cristiana, que permanece inerte a la espera de que alguien esté por encima de las partes y ponga orden. Me preocupa porque ésta no es la dinámica de una auténtica fraternidad. Es infantil correr siempre hacia el Padre para que resuelva nuestros problemas. Si esto ocurre de adultos hemos confundido al Padre con el juez y es lo contrario de la lógica cristiana: precisamente para resolver esta confusión murió Jesús en la cruz. 

Tenemos que mirar a la realidad a la cara. Las glorias de antaño no volverán. No habrá salvadores carismáticos que nos devuelvan al paraíso, porque es la realidad la que ya no es lo que era. Hay que quitarse de la cabeza el mito del pasado, hay que dejar de desear el regreso de lo que fue. 

Porque la Iglesia está guiada por el Espíritu y el Espíritu es novedad, es vivacidad, es frescura. El pasado, habría que ver si tan grandioso como se invoca, se acabó. Hay que abandonar el lamento y abrirse al futuro, deseando, esperando, construyendo lo inaudito. Ese inaudito que aún no vislumbramos, pero que será la forma futura de la Iglesia. Permanezcamos en escucha confiada del Espíritu, sin apuestas ni expectativas, sólo con el deseo de ser auténticamente para los seres humanos de hoy la luz del mundo y la sal de la tierra. Entonces lo inédito empezará a tomar forma. 

Yo hago nuevas todas las cosas” (Apocalipsis 21, 5). Esta es la palabra fiel y verdadera del que re-crea porque tiene el poder llamar la nada a ser y dar vida a los muertos (cf. Romanos 4, 17). 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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