lunes, 20 de enero de 2025

Qué ministerio ordenado.

Qué ministerio ordenado 

Me ocurre con cierta frecuencia. Cada vez más a menudo. Me encuentro con algún amigo párroco que me cuenta la dificultad de convivir con el joven coadjutor que ha llegado a la parroquia. Las razones son las mismas para casi todos: una cierta rigidez, la dificultad de estar con adolescentes y jóvenes, una pasión, a veces desmesurada, por los ornamentos litúrgicos -casullas y estolas,…-. En el fondo, un fastidio, no demasiado velado para algunos, hacia el pontificado del Papa Francisco. 

Algún párroco me pregunta a menudo qué errores han llevado a un número creciente de jóvenes sacerdotes a reconocerse en un perfil de sacerdote que les parece inadecuado para soportar con fe el presente. Sin embargo, me dicen, la formación en el seminario fue buena y también, por término medio, la calidad de los formadores. 

Me pregunto si la creciente polarización política de la sociedad ha tenido el mismo tipo de efecto en los sacerdotes. 

Tomando como parciales la categoría de "conservadores" y, por otra parte, la de "progresistas", cabe preguntarse por las razones que llevan a varios (¡no a todos!) jóvenes sacerdotes a sentirse mejor en los límites del perímetro y a subrayar aspectos, incluso de hábito, considerados durante mucho tiempo no decisivos para la calidad humana y sacerdotal. 

Para muchos de ellos, existe la convicción de que la Iglesia está asediada y es necesario encerrarse y defenderse, subrayando, entre otras cosas, la dimensión sacral del sacerdote. 

Ciertamente, nadie puede negar que los cambios que se están produciendo son profundos y, hasta seguramente, no reversibles. Sería ingenuo hacerlo.  Cambios que sacuden hasta los cimientos un sistema que se creía -y que algunos siguen creyendo- inmutable porque así reflejaba la eternidad de la Iglesia. 

Una idea ciertamente tranquilizadora, pero falsa. Al menos en el occidente europeo somos inexorablemente los últimos testigos de una cierta manera de ser cristiano. E inevitablemente la Iglesia -hoy en pleno vado- está destinada a cambiar su rostro hacia contornos precisos más semejantes evangélicos y neotestamentarios.   

La tentación es volver atrás, hacia las orillas seguras del pasado. Lástima que ya no haya orillas ni tiempo. El cambio que hay que iniciar representa un verdadero duelo que hay que reelaborar. Sin lamentaciones, resentimientos ni, mucho menos, huidas, en clave identitaria, hacia desiertos impracticables y lugares lejanos. 

Es necesario habitar el tiempo presente con valentía y confianza, permanecer como hombres allí donde viven los hombres, discernir cómo ser signo para todos, reafirmar, en la ciudad plural, lo único precioso que tenemos los cristianos: la humanidad del Evangelio.  

En todo caso -y aquí, al final, me parece vislumbrar la fatiga del tiempo- estar con la fe, la única que permite discernir entre las grietas del presente los huecos donde, a menudo inesperadamente, se encuentra nuestro Dios. 

Al hilo de estas reflexiones, voy sospechando la urgencia de restituir al ministerio ordenado su dimensión de ministerio, es decir, de ministerium, entendido como servicio al Señor y al Pueblo del Señor. Se podría así intentar superar la tradicional ecuación officium/munus/potestas, redescubriendo -según algunas felices intuiciones del Concilio Vaticano II y posteriores- el valor fundante del bautismo de todos los fieles y poniendo así el acento, entre las diversas acepciones del término, en el munus como don. 

Me temo que aquella tradicional identificación del sacerdocio con "Cristo Cabeza" exige hoy una superación, a la luz de la investigación teológica, del magisterio conciliar y de la relectura de los Padres, pero también porque "los signos de los tiempos" -es decir, la realidad que creemos guiada por el Espíritu Santo- no parecen confirmar hoy tal interpretación del sacerdocio ministerial, herencia de otra sociedad, de otras sensibilidades humanas, de otras convicciones teológicas y jurídicas. 

Además, devolver la centralidad a la dimensión del servicio, entendido como don gratuito de la gracia para servir a los hermanos, no invalida la presidencia eucarística, como recuerda la espléndida perícopa joánica del lavatorio de los pies. Por tanto, sería deseable considerar no a un sacerdote en la "cumbre", en una dimensión esencialmente vertical-piramidal, sino en una dimensión horizontal-comunitaria. 

Yo creo que hay que superar la conformación del presbiterado con Cristo Cabeza en la línea de una configuración con el Dios-relación o, mejor, con el Dios-comunión que es la esencia del Dios revelado por el Evangelio. De ahí podría derivarse, en concreto, una visión diferente de la propia comunidad cristiana, cuyo futuro es la comunión porque responde a la Revelación. 

En concreto, y por ejemplo, se podría pensar en la comunidad cristiana -¿parroquia?- ya no gobernada por el único poder presbiteral, sino por el servicio comunitario de un aliento trinitario: ya no uno, sino tres bautizados, hombres y mujeres, que tienen oficios/ministerios diferentes, donde sólo uno de los tres es necesariamente un ministro ordenado -sacerdote o diácono-, responsable del ministerio "espiritual", es decir, del culto, de la acción sacramental y de la atención espiritual de la comunidad (por utilizar una terminología bien establecida, el munus sanctificandi). 

Los otros dos "ámbitos" fundamentales, es decir, el organizativo-pastoral (munus docendi en cierto modo) y el jurídico-económico (munus regendi) podrían confiarse a figuras consagradas, pero también a figuras laicas, sólidamente formadas, parte activa de la comunidad cristiana, hombres y mujeres de sabiduría y equilibrio, de fe y caridad. Personas a las que también habría que reconocer económicamente, como ocurre hoy con el presbítero. 

En esta dirección, se podría hablar de acciones ministeriales más que de munera: acción organizativa, que tiene el horizonte de lo posible (la esperanza), acción espiritual, que tiene el horizonte de la fe, la acción de la caridad, en sus múltiples declinaciones. Son categorías hoy más elocuentes (y tal vez más evangélicas). 

Más que privar a una comunidad de un sacerdote, por ejemplo por "agotamiento numérico", se trataría de dar a la comunidad, a mayor escala territorial (también por cuestiones estructurales, económicas y cuantitativas), una comunión que dirija y armonice a los miembros del cuerpo eclesial; sería análoga a la Trinidad y, al mismo tiempo, expresión de toda la comunidad de fieles, con la que es indispensable estar en continuos e intensos vínculos de servicio y de diálogo. 

Se trata de abrir un camino que pueda acoger un diálogo no tan especializado como el de los peritos canónicos y teológicos, que tenga en cuenta la investigación teológica, la tradición, la Escritura, el derecho canónico, pero también la concreción que el cristiano de hoy, sea sacerdote, obispo, laico, vive cotidianamente. 

Yo celebro que haya llegado el momento de ver la disminución del número de sacerdotes como una ocasión de gracia para una revisión del ministerio ordenado, de la gracia bautismal, de la comunión... 

Estamos llamados a pensar y amar y servir no a un mundo ideal, sino al mundo que habitamos hoy y habitaremos mañana, donde el kerigma puede aún resonar y dar sabor a la vida. Esto, me parece, es una responsabilidad para los que creen en un Dios encarnado en la historia. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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