¡Y dale con la virtud de la castidad a las personas con inclinaciones homosexuales!
Leyendo aquí y allá algunas reflexiones de nuestros Obispos en España, uno tiene la sensación de que no acabamos de pensar, ni por lo tanto de salir, del círculo cerrado, o del horizonte estrecho. Me explico. Si la inclinación homosexual es “objetivamente” desordenada y las prácticas homosexuales son pecados gravemente contrarios a la castidad, quien se orienta en esta dirección no tiene otra opción que vivir en la castidad, y según el sacrificio de la cruz, la dimensión de la propia sexualidad.
Esta reflexión me surge a partir de la lectura de la noticia de Religión Digital (https://www.religiondigital.org/espana/Munilla-terapias-conversion-existen-marxismo-libertad-religiosa_0_2743525649.html) con unas declaraciones de Don José Ignacio Munilla, Obispo de Orihuela-Alicante, sobre la virtud de la castidad en las personas con inclinaciones homosexuales. Con todo, no pretendo responder directamente al mencionado Obispo.
Me imagino que detrás de algunas afirmaciones puede existir el siguiente supuesto: si el orden, la finalidad y, por tanto, el deber de la sexualidad humana consisten en la relación de amor, y ésta debe ser «única, indisoluble y procreativa», cualquier ejercicio de la sexualidad que contrasta o no es conforme con las características esenciales de este amor relación, debe considerarse “objetivamente desordenada”, es decir, no ordenada a la finalidad y al sentido para el cual se da la sexualidad humana. Actuar sexualmente fuera de este propósito es actuar de manera desordenada. Es decir, el matrimonio sigue siendo el único lugar natural, y por tanto moralmente lícito, para vivir la propia sexualidad.
Y uno trata de tomar cierta distancia de ese pensamiento recurrente… para reflexionar más detenidamente sin necesidad de repetir ciertos clichés magisteriales al respecto. A mí me ha ayudado la Teología Dogmática a pensar, razonar,…, más allá de algunos manidos discursos.
Me imagino que la persona homosexual creyente escucha su propia experiencia “ya” interpretada por otros: familia, sociedad e Iglesia. La modalidad homo-afectiva con la que vive y siente a los otros, a Dios y a sí mismo ya le habla con determinadas palabras e imágenes. La persona homosexual ya está “dicha, clasifica, de-finida” por otro/otros.
Será su responsabilidad escuchar críticamente tanto “su” experiencia como la experiencia eclesial. Será su responsabilidad y su paciente trabajo discernir continuamente entre los lenguajes eclesiales, los conceptos teológicos y los actos morales y en la libertad de la propia conciencia elegir aquellos que sean más capaces de salvaguardar, promover y favorecer su experiencia humana y creyente. Por supuesto, también su experiencia afectiva y sexual.
Es verdad, la revelación bíblica y su reflexión antropológica sugieren ver la sexualidad como una forma eminente de encuentro con el otro, donde el otro, en el plan de Dios, es el ser humano de un sexo diferente. El encuentro con el otro en la forma de la diferencia sexual sería entonces una experiencia que conduce a la plena comprensión de la propia identidad.
En el comienzo de la Biblia se recoge esta afirmación: «Dijo el Señor Dios: “No es bueno que el hombre esté solo; le haré una ayuda idónea para él”» (Gn 2,18). No es solamente el único varón ni la única mujer los que son creados a imagen de Dios. El hombre “es” imagen de Dios no tanto en masculinidad o feminidad, sino en “relación”. La imagen divina no debe, pues, buscarse primariamente en la diferencia sexual, sino en lo humano entendido como un todo, o mejor incluso, en la relación, que es el fundamento de la estructuración de lo humano.
Así como Dios es en sí mismo una relación inmanente (Padre, Hijo y Espíritu Santo), así el ser humano es imagen de Dios como ser relacional. Esto significa que el propósito y el orden, con la metáfora bíblica del Edén, del ser humano es llegar a ser cada vez más “imago Dei”. El icono trinitario hace transparente, pues, la prioridad de la relación respecto a las modalidades según las cuales se realiza, hasta el punto de que la diferencia misma entre las personas divinas es más bien una consecuencia o efecto (y no una causa) de la relacionalidad.
Sí, existe la “complementariedad” pero no sólo entre hombres y mujeres, sino también entre personas del mismo sexo. La experiencia de la amistad, por ejemplo, da testimonio de ello. El encuentro con el otro es un largo viaje para descubrir la propia identidad. La fe cristiana expresa con el ágape la plena realización de este encuentro con el otro: eros y ágape nunca pueden separarse uno del otro. Esto dice el Papa Benedicto XVI en la Encíclica Deus caritas est, en el n. 7: «Cuanto más ambos, incluso en dimensiones diferentes, encuentran la unidad justa en la única realidad del amor, más se realiza la verdadera naturaleza del amor en general».
La sexualidad y la relacionalidad son las dos formas concretas en que el eros y el ágape se relacionan entre sí. Sin amor, el eros corre el riesgo de encallar en el horizonte del ego y de sus necesidades. Y sin pasión el “amor” acaba degenerando en mandamiento. Así como las formas de esta relacionalidad son variadas y múltiples, también lo son las formas de la sexualidad: es necesario, por tanto, recuperar una comprensión "analógica" de la sexualidad, capaz de reconocer lo que es similar y diferente en la orientación homosexual y heterosexual.
Un primer paso sencillo para liberarnos de la alternativa “homosexualidad sí, homosexualidad no” sería aplicar a la comprensión del amor sexual aquel modelo eclesiológico utilizado por el Concilio Vaticano II, para dar cuenta de la eclesialidad de quienes eran considerados “fuera” de la Iglesia Católica.
Me explico. Antes del Concilio Vaticano II se decía: o estás en la Iglesia católica o estás fuera. No hay una tercera posibilidad. Cualquiera que no fuera católico era un “hereje” y su Iglesia era considerada una secta. El hereje, pues, vivía en un vacío eclesial. La comprensión conciliar, en cambio, inició una visión gradual de la eclesialidad. Hay un más y un menos. El documento conciliar Unitatis Redintegratio en el n. 22 establece que en las comunidades eclesiales nacidas de la Reforma del siglo XVI existe un defecto de orden. Según la doctrina oficial de la Iglesia Católica, en estas comunidades eclesiales no existe un verdadero sacerdocio ministerial y, por tanto, no se puede celebrar una “verdadera” Eucaristía.
Pero los teólogos ecuménicos se preguntan si se trata de una ausencia (defectus ut nihil) o de una falta o de una no plenitud del orden sagrado (defectus ut minus). En efecto, se puede decir que estas comunidades eclesiales son "iglesias" no en el sentido en que la Iglesia católica quiere serlo: son "iglesias" de otro tipo, que, desde el punto de vista católico, "carecen" de elementos esenciales para la concepción católica de la Iglesia. El defecto se refiere a la dimensión “confesional” y “categórica” de la Iglesia católica. Pero esto no quita que desde un punto de vista “ontológico” y “eclesial” estas comunidades eclesiales son propiamente y verdaderamente “iglesias”.
Este modelo eclesiológico, que ha llevado al descubrimiento en las Iglesias de la Reforma de “elementos” de la “Ecclesia Christi”, ¿podría ayudarnos a descubrir en el amor homosexual “elementos” de esa relacionalidad que son constitutivos de la persona humana creada a imagen de Dios?
Si bien se reconoce la plena existencia/carácter
normativo del amor conyugal entre un hombre y una mujer, no se puede excluir
que el amor entre dos personas del mismo sexo pueda ser una expresión –aunque
imperfecta– del amor. La expresión “imperfecto” no significa que sea “de
segunda clase” o inferior al heterosexual. Significa simplemente que no goza de
la plenitud que tiene el amor conyugal heterosexual, pues carece del
significado procreativo. Esto no quita que, desde el punto de vista de la
relación afectivo-sexual, la intimidad entre dos personas del mismo sexo es una
expresión de amor, a imagen del amor trinitario.
Desde el punto de vista “erótico-trascendental”, y no solamente “categórico-procreativo”, no hay más ni menos, sino una plenitud de valores bien expresada por el mandamiento: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Mt 22, 39). Amar al otro, según el ágape, significa buscar su bien, amar al otro de tal manera que se vuelva más fuerte, más independiente, y no más débil y menos capaz de hacerse cargo autónomamente de su propia vida.
¡El amor heterosexual no agota la totalidad de esa relacionalidad que hace del ser humano imagen de Dios! ¿Podemos entender la sexualidad de manera analógica y no unívoca, en lugar de centrarse en la genitalidad procreativa, se podría tener en cuenta la fecundidad no biológica sino espiritual presente en la generosidad de muchas relaciones homosexuales?
¿La fecundidad humana tiene exclusivamente un significado procreativo? ¿No se puede entender en su valor más profundo y espiritual, por ejemplo, como apertura a la relación con los demás, y puede, por tanto, encarnarse en múltiples formas de servicio a la vida de la sociedad y también a la Iglesia?
Aunque esta fecundidad no es del mismo tipo que la fecundidad heterosexual, los actos homosexuales pueden expresar una verdadera donación y amor. Y si el ejercicio de tal amor es la máxima expresión de la persona y de su libertad, éste no puede ser coartado por ningún ordenamiento jurídico. La bondad moral de los actos homosexuales no debe juzgarse, por tanto, de manera abstracta, sino en el contexto de las relaciones de la persona. Es necesaria una moral del discernimiento sobre las “relaciones” y proponer a las personas homosexuales creyentes un itinerario espiritual que les ayude a conformarse a la imagen de Dios (no precisamente a vivir la presunta virtud de la castidad). Pero ese mismo itinerario espiritual de discernimiento es también para las personas heterosexuales.
La bondad moral de una relación está dada fundamentalmente por la capacidad que tiene de expresar de manera profunda, auténtica y comprometida el mundo interior de las dos personas, es decir, de crear las condiciones para el desarrollo de una verdadera relación interpersonal que sólo se logra en la medida en que abandonamos la tentación de tratar al otro como un objeto y reconocemos en cambio su singularidad irrepetible y su inestimable dignidad. El principio kantiano: "Actuar siempre tratando al otro como un fin, nunca como un medio", es el presupuesto ineludible para la construcción de toda relación humana seria y, en consecuencia, el criterio último para evaluar la moralidad.
En su camino de fe, el creyente homosexual está llamado a elegir aquellos actos y aquel estilo de vida que lo conforman cada vez más a la imagen de un Dios relación. Decir “caminar” significa movimiento y “sentido”. El ideal de la “perfección” no se da tanto en la valoración abstracta (“correcta” o “incorrecta”) de los actos morales realizados en referencia a una norma, sino en “sentir” la atracción, aunque fatigosa, de esta dinámica espiritual hacia el Amor que es Dios: progreso, no perfección.
Es necesario tomar conciencia del valor irreemplazable que tiene la experiencia de la amistad, o del amor si se prefiere, en la vida moral y espiritual. Estas experiencias ayudan a la persona a salir de sí misma y abrirse a los demás. La tarea de la ética no es cambiar las tendencias, sino fomentar, en la medida de lo posible, el crecimiento de relaciones más auténticas en determinadas condiciones. La persona homosexual creyente estará llamada a elegir en conciencia lo que le acerque cada vez más a la «mejor» de las relaciones que vive concretamente: con el propio cuerpo, con los demás y con Dios. En este contexto el «bien moral» será ser lo que nos permite expresar y fortalecer (fecundidad) las relaciones con los “otros” y con el mundo, con “uno mismo” y con “Dios”.
Buena relación es aquella que promueve otras relaciones. El bien es un comportamiento que se remonta a esta fecunda dimensión relacional. De ello se deduce que la relacionalidad más conforme con esta condición es aquella que favorece las relaciones, no aquella que las bloquea (y que termina por bloquearse también a sí misma). Cuanto más la relación se autodifunde, es decir, cuanto más promueve otras relaciones, más se configura como relación ética. Esa relación se convierte en capaz de realizar el bien.
Este criterio “relacional” se aplica tanto a los heterosexuales como a los homosexuales. En un intento de repensar la moralidad de los actos homosexuales, el debate actual entre los teólogos morales pretende delinear un horizonte más amplio dentro del cual discernir la "calidad" de los actos sexuales, indicando normas, valores y virtudes según las cuales identificarlos como "morales" aquellas relaciones que hacen crecer a una persona, en lugar de dañarla con actos perversos, libertinos o neuróticos.
Aquellos actos sexuales que hacen crecer a las personas y sus relaciones son agradables a Dios. Aquellas acciones que les dañan no agradan a Dios. Si buscamos una ética específicamente cristiana, debe basarse en el amor genuino o la búsqueda del bien para los demás, más que en el propio interés o la autogratificación. Si queremos repensar la enseñanza de la Iglesia sobre los actos homosexuales, seguramente esa enseñanza debe profundizarse.
En este camino espiritual de discernimiento y confrontación crítica con uno mismo, con la comunidad eclesial y fundamentalmente con Dios, la conciencia del homosexual creyente puede madurar, a través de la escucha atenta de su experiencia vivida y de su orientación sexual arraigada, la opción de vivir con una pareja del mismo sexo.
También el Jubileo o Año de Gracia del Señor nos invita a no demonizar ni condenar al ostracismo esta elección. Los criterios para juzgar una relación podrían ser, por ejemplo, “fidelidad en la relación”, “reciprocidad” y “amor responsable”. El que, por ejemplo y llegado el caso, la persona creyente homosexual pueda recibir la Eucaristía y el sacramento de la reconciliación debería quedar a la discreción del discernimiento creyente, humano, espiritual,…, en diálogo entre la persona homosexual y el ministro ordenado.
Finalizo ya. A mí me parece que imponer la castidad como "estado de vida" a quienes no la han elegido, y más aún a quienes no son creyentes, significaría impedir a la persona homosexual buscar lo mejor para sí y llevarla a considerar la castidad más como una regla a ser observado que como una virtud, que normalmente se entiende como aquella espontaneidad en la consecución del bien.
Recordemos que la “castidad” no es principalmente la supresión del deseo, sino vivir y actuar secundum rationem, es decir, en el mundo real, de acuerdo con la verdad de las cosas concretas. En lugar de hacernos escapar de la realidad, y refugiarnos en una falsa imagen de nosotros mismos, la castidad nos hace vivir en la realidad de quiénes somos y quiénes son las personas que amamos a nuestro alrededor. La castidad nos devuelve a la tierra: es sentir la relación con el otro como un don y como tal favorece siempre la “buena” relación. Pero también la relación homosexual podría constituir secundum rationem la mejor forma de apertura al otro para la persona con inclinación homosexual.
Por eso, tantas veces me parece que la drástica imposición de evitar el uso de la sexualidad puede hasta constituir una grave pena, infligida a quienes a menudo ya se encuentran duramente probados por una situación de complejidad, dificultad y marginación debido a su homosexualidad.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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