miércoles, 1 de octubre de 2025

Meditación ante el Cáliz.

Meditación ante el Cáliz

En la Última Cena de Jesús no celebramos un trofeo sino un recuerdo vivo: el del Crucificado. El tiempo, que rápidamente borra los nombres de los dominadores, conserva en cambio los nombres de las víctimas, escritos en el llanto de los pobres, en el grito de los inocentes, en el silencio de los últimos. Incluso cuando se nos escapan, Dios los conoce y los graba en sus palmas.

 

«El que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará» (Mc 8,35). No es un lema para un póster, es un puente entre dos orillas. Jesús cruzó ese puente íntegro: entregó su carne y su sangre, venció el miedo y devolvió la libertad a su Autor. No eligió salvarse: eligió donarse. Y la sangre, que los violentos creyeron que era un sello de olvido, se convirtió en voz: una voz que aún predica en las venas de la historia de este mundo.

 

Y que nos invita a confiar en el Evangelio más que en cualquier cálculo, más que en cualquier prudencia. Celebramos la Eucaristía en memoria de aquella cena Última en la víspera de su Pasión. Y contemplamos y gustamos este signo como una invitación a apostarlo todo por la confianza.

 

Hoy, la palabra sangre nos quema. Porque la sangre es un lenguaje que todos entendemos y que nos pide cuentas a todos. La sangre de Jesús se mezcla idealmente con la sangre derramada en Palestina, como en Ucrania y en todas las tierras heridas donde la violencia se cree omnipotente y, en cambio, no es más que ruido.

 

La sangre es sagrada: cada gota inocente es un sacramento derramado. Podríamos recoger en el cáliz del altar la sangre de cada víctima —niños, mujeres, hombres de todos los pueblos— y exponerla aquí para que ningún rito nos absuelva de la responsabilidad, para que la oración sienta el peso de cada herida.



Y, con pudor y con fuego, decir: es la sangre de cada inocente. Porque no existe «otra» sangre sagrada, porque toda la tierra es un único altar. Un rito claro, directo, sin ambigüedades, sin diplomacia.

 

Escucha, Israel: no te hablo como adversario, sino como hermano en la humanidad. Te llamo con el nombre con el que la Escritura convoca al corazón a lo esencial: Escucha. Deja de derramar sangre palestina.

 

Que cesen los asedios que quitan el pan y el agua; que cesen los golpes que destrozan casas e infancias; que cesen las represalias que cambian la seguridad por la opresión, que cese la invasión que ahoga toda esperanza de paz. La seguridad que pisotea a un pueblo no es seguridad: es un incendio que, tarde o temprano, quema la mano que creía dominarlo.

 

Tú, Israel, conoces el peso del duelo que la historia te ha procurado. Las heridas han dejado cicatriz en tu carne y en tu conciencia. Todo terrorismo es un sacrilegio, todo secuestro una sombra sobre lo humano, cada cohete contra civiles un pecado que clama.

 

Te llamo por tu nombre: tú, Israel, detente. Abre los pasos fronterizos, deja pasar las medicinas y el pan, suspende el fuego que no distingue y multiplica los huérfanos. No te pido debilidad: te pido grandeza. La grandeza de quien detiene su fuerza cuando la fuerza profana la justicia; de quien reconoce que la única victoria que salva es la que vence a la venganza.

 

La mentira comienza con las palabras, sobre todo con las ambiguas, las anestesiadas: los drones son fusilamientos por control remoto; los «daños colaterales» son niños sin rostro; un gasto militar que supera al gasto social no es seguridad, sino suicidio colectivo. Esta es la única geopolítica evangélica digna del Cáliz que bendecimos.

 

Digámoslo con la franqueza del Evangelio del Reino: el mal no es una idea, es una realidad. El grito de los pobres y los últimos, la sangre de los niños y el llanto de sus madres, dice a los poderosos de esta tierra, a los gobiernos, a cada mando militar: ¡detengan la espiral!

 

Busquen la justicia antes que las fronteras, los derechos antes que las alambradas, la dignidad antes que los cálculos. La paz no se construye con la muerte de la vida inocente sino con igualdad de derechos, fraterna solidaridad y con misericordia política.

 

La sangre que clama desde los escombros no es un argumento: es una anáfora de Dios que repite: ¿Qué has hecho con tu hermano?



«¿Qué podemos hacer?» preguntamos. Es la pregunta de Pedro cuando el barco cruje. La Eucaristía que se nos pide hoy no es el de la sangre, sino el de la coherencia. De la obstinada mansedumbre de quien no se deja comprar. De la paciencia creativa de quien ama sin atajos. De la fidelidad laboriosa de quien sirve a los pobres sin altares. De la sobriedad alegre de quienes gastan menos en sí mismos e invierten en quienes no podrán devolverles nada.

 

Ésta es la Eucaristía de aquella Última Cena, la de la compasión y la de la misericordia, que cuesta la vida. Miremos, pues, al Cáliz. Contemplemos la sangre inocente. No como una curiosidad, sino como un espejo. La sangre del Inocente no es un talismán: es un llamamiento.

 

Cada gota de sangre dice: no traiciones. No traiciones el Evangelio con un culto sin conversión. No traiciones al pobre con una limosna sin opciones. No traiciones la paz con palabras sin proyecto. No traiciones al inocente con el cinismo de la prudencia. No traiciones al pobre, al huérfano, a la viuda, al emigrante.

 

Que la sangre inocente nos dé un valor sin teatralidad y nos haga hacedores de decisiones que no sean noticia pero que cambien la vida de los inocentes. Miremos Palestina, miremos Ucrania, miremos el Sur del mundo: cuántos ya no tienen lágrimas y nos prestan sus ojos.

 

Hagamos que la paz no sea un eslogan, sino una práctica. Hagamos que cada comunidad humana se convierta en una sala de espera de resurrecciones: comedor para los hambrientos, puerta para los sin techo, lengua para los que no saben hablar, compañía para los que no pueden sostenerse solos, patio de juego para los niños…


 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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