martes, 15 de abril de 2025

La tumba vacía -San Juan 20, 1-9-.

La tumba vacía -San Juan 20, 1-9- 

El tiempo de Pascua nos invita a detenernos ante el misterio de la resurrección. Para el cristiano, como nos recuerda San Pablo, la verdad de la resurrección de Cristo es una verdad fundamental, en el sentido más inmediato. Es la verdad que está en los cimientos: sin la resurrección de Cristo, toda nuestra fe es vana (1 Cor 15,14). 

Me gustaría detenerme en el primer momento después de la resurrección en el Evangelio según San Juan (20,1-9). 

Al entrar en oración, es bueno expresar también la gracia que se pide: aquí podemos rezar por el don de discernimiento, don del Espíritu, para saber captar las huellas del Señor. 

Te invito, pues, a leer con calma el pasaje, que encontrarás hacia el final del Evangelio según Juan (20,1-9). 

Solamente ofrezco algunas subrayados y comentarios, para aclarar y profundizar el sentido del texto. 

[1] El primer día de la semana. La referencia es al Domingo de Resurrección. Sin embargo, es útil recordar que la referencia al primer día, en el contexto judío, es también una referencia al comienzo de la creación. La resurrección de Jesús ofrece un nuevo comienzo, una nueva creación. 

… vio la piedra… Este relato de Juan es muy sobrio. Nada de visiones (las habrá, pero más adelante), nada de ángeles, nada de terremotos. La señal es simple, casi decepcionante: la piedra removida, una tumba vacía. 

[2] El otro discípulo, al que Jesús amaba. El texto, como en otras partes del Evangelio, lo deja deliberadamente en el anonimato. En muchos aspectos es el evangelista, el testigo del relato. Pero esta elección literaria es deliberada: al igual que con el discípulo en el relato de Emaús, aquí se invita al lector a entrar en ese papel. El discípulo amado por Jesús eres tú, soy yo. 

[4] Corrió más rápido que Pedro… pero no entró. Pedro es más lento, pero el discípulo amado lo espera. Hay una delicadeza del discípulo amado en esta espera. El entusiasmo del discípulo joven espera la sabiduría del anciano, y la respeta. Quizás, también podemos leer cómo la Iglesia carismática/apasionada sabe esperar a la Iglesia jerárquica/institucional, porque es necesario que entren juntos en el sepulcro vacío. 

Se inclinó y vio los lienzos allí depositados. Es interesante reflexionar sobre lo que vio. Pedro y el otro discípulo no ven más que el sepulcro vacío y las vestiduras funerarias. 

[8] Vio y creyó. Me fascina este detalle: el discípulo cree al ver la tumba vacía. El signo de la ausencia se convierte en el signo del paso del Señor. Él no ve la resurrección, yo todavía no veo al Señor, solo ve sus huellas. Para quien no discierne estas huellas, para quien no ve con los ojos de la fe, la tumba vacía es solo una tumba vacía. Para el discípulo amado, no. 

[9] Aún no habían comprendido la Escritura. La señal de la tumba vacía se convierte en la clave de lectura de las Escrituras y conduce a la fe. 

En este punto te invito a releer el pasaje, con los subrayados sugeridos. Luego, se puede pasar a reflexionar sobre estas y otras preguntas, como te indica la oración:

a.- Se nos enseña a leer las señales, a saber, a ver e interpretar en las pequeñas señales una realidad más grande. ¿No indican acaso, y por poner un ejemplo, las huellas de un animal su paso? Pero las huellas del Señor en nuestra existencia, ¿sabemos leerlas o estamos ciegos? De ahí surge la pregunta: ¿cuánto aplicamos esto en nuestra vida de fe? ¿Somos exploradores también en la vida de fe o somos ignorantes en este campo? 

b.- ¿Cuáles son las huellas del paso del Señor en mi vida? ¿Dónde está en mi vida que Dios me invita a leer la tumba vacía? ¿Dónde puedo discernir la presencia del Señor? 

c.- ¿Dónde puedo decir, con los discípulos de Emaús, ‘¿no ardía nuestro corazón’? Intento identificar al menos uno de estos momentos en mi vida. 

Deja que, poco a poco, esta reflexión se convierta en oración. ¿Qué le pediría a Jesús? ¿Me considero una persona con discernimiento? ¿Sé leer las señales del paso del Señor? 

De nuevo puedo pedir la gracia: el don del Espíritu, que también conlleva el discernimiento. 

Lleva todo esto a la conversación con el Señor, como un amigo habla con un amigo. Sin prisas. 

Por último, detente en la presencia del Señor. Disfrutando también de ese silencio interior, dejando que la oración se convierta cada vez más en una oración del corazón. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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