Recordar la Palabra es obra del Espíritu
En el tiempo pascual, la Iglesia ofrece las «palabras de despedida» de Jesús (cf. Jn 13,31-16,33), que se sitúan en la Última Cena, pero que deben entenderse como palabras de Jesús glorificado, del Señor resucitado y vivo, que se dirige a su comunidad abriéndole los ojos sobre su presencia en la historia, una vez que haya tenido lugar su éxodo de este mundo al Padre (cf. Jn 13,1).
En ese contexto del último encuentro entre Jesús y los suyos, algunos discípulos le hacen preguntas: Pedro en primer lugar (cf. Jn 13,36-37), luego Tomás (cf. Jn 14,5), y finalmente Judas, no el Iscariote. Este le pregunta: «Señor, ¿por qué has de manifestarte a nosotros y no al mundo?» (Jn 14,22). Es una pregunta que también debe haber causado sufrimiento en los discípulos: después de esa aventura vivida junto a Jesús durante años, Él se va y parece que nada ha cambiado realmente en la vida del mundo... Una pequeña y escasa comunidad ha comprendido algo porque Jesús se ha manifestado a ella, pero los demás no han visto y no ven nada. ¿A qué se reduce, pues, la venida del Hijo del hombre a la tierra, su vida en espera del reino de Dios inminente que él proclamaba?
Jesús responde entonces: «Si alguno me ama, guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él». Por eso Jesús no se manifiesta a la humanidad que no cree en Él, que le es hostil porque no logra amarlo: ¡para tener la manifestación de Jesús hay que amarlo!
Cada vez que leemos estas palabras, nos sentimos profundamente conmovidos: Jesús, hijo de María y José, un hombre como nosotros, no solo nos pide que seamos sus discípulos, que observemos su enseñanza, sino también que lo amemos, porque al amarlo se cumple lo que Él quiere y al hacer lo que Él quiere, lo amamos. En cualquier caso, aquí la palabra amor se define como necesaria para la relación con Jesús. Amar es una palabra exigente, y sin embargo Jesús la utiliza, interpretando la relación con el discípulo no solo en la fe, en el obedecer a la enseñanza, en el seguir, sino también en el amar.
Más profundamente, Jesús especifica que quien lo ama, en el amor por él, permanecerá fiel a su palabra -resumida para el cuarto Evangelio en el «mandamiento nuevo»: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 13,34; 15,12), será amado por el Padre, de modo que el Padre y el Hijo vendrán a morar en él: ¡la morada de Dios en quien ama a Jesús! Si falta el amor, en cambio, no habrá reconocimiento de esta presencia cuando Jesús esté «ausente»; después de su aventura terrenal, de hecho, una vez que haya subido al Padre (cf. Jn 20,17), Jesús estará ausente, y, sin embargo, si el amor permanece, Él estará presente en su discípulo.
Ante estas palabras, nuestra comprensión vacila, pero la experiencia vivida en una relación de amor puede venir en nuestra ayuda, cuando el amado/a está ausente y, sin embargo, hacemos cierta experiencia de su presencia en nosotros, a la espera de que regrese y con su presencia cara a cara renueve la relación de amor y la llene.
Esta es una experiencia de la ausencia que solo los amantes pueden conocer, y Jesús la promete, pero indicándola en el espacio de la fidelidad a su palabra, de la realización de sus mandamientos. Por eso especifica que su palabra, la que dio a los discípulos y a las multitudes a lo largo de su vida, no era su palabra, sino la Palabra de Dios, del Padre que lo había enviado al mundo.
Esta Palabra, ahora entregada a los creyentes, que permanece para siempre, es capaz de hacer sentir la presencia de Jesús cuando la Palabra misma sea leída, meditada, escuchada y realizada por el cristiano; será un signo, un sacramento eficaz, que genera la Presencia del Señor.
Jesús ya no está entre nosotros con su presencia física, ya que ha sido glorificado, resucitado por el Espíritu y vive junto al Padre; pero su Palabra, conservada en la Iglesia, lo hace vivo en la asamblea que lo escucha, Presencia divina que hace de cada oyente la morada de Dios. Ese «Verbo (Lógos)» que «se hizo carne (sárx)» (Jn 1,14) en Jesús de Nazaret se ha hecho voz (phoné) y, por tanto, lógos, palabra de los humanos, y en cada creyente se hace Presencia de Dios (Shekinah), se hace carne (sárx) humana del creyente, continuando, morando en el mundo (cf. Jn 17,18).
Y de toda esta dinámica de presencia es absolutamente artífice el Espíritu de Dios que es también el Espíritu de Cristo. Es el otro Enviado por el Padre, es el otro Maestro enviado por el Padre, es el otro Consolador enviado por el Padre.
Jesús sube al Padre y el Espíritu Santo, que era su «compañero inseparable» -Basilio de Cesarea-, desciende de Cristo sobre todos los creyentes como un Paráclito, llamado junto a Él como defensor y consolador; será Él quien enseñe todo, recordando todas las palabras de Jesús y, al mismo tiempo, renovándolas en el hoy de la Iglesia.
Hay una solo diferencia entre Jesús y el Consolador: Jesús hablaba frente a los discípulos que lo escuchaban, mientras que el Consolador, que con el Hijo y el Padre viene a habitar en el creyente, habla como un «maestro interior», con más fuerza, podríamos decir... No somos huérfanos, no hemos sido abandonados por Jesús, y ese Dios que teníamos que descubrir fuera de nosotros, delante de nosotros, ahora tenemos que descubrirlo en nosotros como la presencia que ha puesto en nosotros su tienda, su morada.
Ciertamente, al irse, Jesús ve su obra, la que humanamente ha realizado en obediencia al Padre, «inacabada», porque los discípulos aún no entienden, porque la verdad en su plenitud aún no puede ser revelada y él mismo aún tendría muchas enseñanzas que dar, muchas cosas que revelar... Y, sin embargo, he aquí que Jesús nos enseña el arte de «dejar el asidero»: se va sin ansiedad por su comunidad y por su destino, sino con la confianza de que está el Espíritu, el Consolador y Defensor, que actuará en la comunidad que él deja; enseñará muchas cosas necesarias y que él mismo, Jesús, se había inhibido de enseñar porque la comunidad no estaba preparada para recibirlas y comprenderlas; y, sobre todo, dará a los discípulos una gran fuerza y muchos dones que ellos no poseían.
«El Espíritu Santo os enseñará todas las cosas y os hará recordar todo lo que os he dicho»: esta promesa la vemos realizada en la vida de la Iglesia y en nuestra vida, en nuestras historias. Hoy comprendemos el Evangelio más que ayer, más que hace mil años. Para la salvación de los hombres y mujeres de ayer era suficiente esa comprensión, pero para nosotros hoy es necesaria otra comprensión, debido a la «carrera» del Evangelio en la historia (cf. 2 Ts 3,1), porque en ella el Evangelio se dilata y la Iglesia lo profundiza, lo comprende mejor y más.
El credo de los grandes Padres de la Iglesia sigue siendo el credo de la Iglesia de hoy, pero mucho más profundo. El Evangelio leído en el Concilio de Trento es el mismo Evangelio que leemos hoy, pero hoy lo comprendemos mejor, como afirmó el papa Juan XXIII. Estamos en el tiempo en que el Espíritu Santo, que es siempre Espíritu del Padre, procediendo de Él, pero también Espíritu del Hijo, porque es su «compañero inseparable», está presente en los caminos de la Iglesia y actúa cuando Ella lo invoca y le obedece.
Así, en la Iglesia hay paz, shalom, la vida plena que Jesús dejó, no la paz mundana, sino una paz sostenida por la esperanza, porque Jesús dijo también: «Me voy, pero volveré a vosotros». «Se ha ido nuestro pastor», cantamos en el responsorio del Sábado Santo; pero en este tiempo pascual que dura hasta el día del Señor podemos cantar: «He aquí que vuelve nuestro Pastor», porque viene a nosotros cada día en este descenso del Padre y del Hijo en la fuerza syn-kata-batica, ac-con-descendente, del Espíritu Santo. Viene con la Palabra, fielmente; viene con los acontecimientos de la historia en los que, más allá de las evidencias, siempre está actuando; viene en nuestra carne que sufre y lucha, pero para ser transfigurada por su gloriosa venida.
Pero ¿amamos a Jesús? De hecho, según sus afirmaciones escuchadas e interpretadas, si no lo amamos, no somos capaces de permanecer fieles a su palabra. Si, en cambio, vivimos esa amor y obediencia al Señor, su vida se convierte en nuestra vida.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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