Bautismo de Jesús, el cielo se abre y nadie lo volverá a cerrar - Mateo 3, 13-17 -
Jesús, tras recibir el bautismo, se puso a orar y se abrió el cielo. El bautismo se narra como una simple digresión; en el centro se sitúa la apertura del cielo.
Como se abre una brecha en las murallas, una puerta al sol, como se abren los brazos a los amigos, al amado, a los hijos, a los pobres. El cielo se abre para que salga la vida, para que entre la vida. Se abre bajo la urgencia del amor de Dios, bajo el asedio de la vida dolorosa, y nadie lo volverá a cerrar jamás.
Y vino una voz del cielo que decía: este es mi hijo, el amado, en él tengo mi complacencia.
Tres afirmaciones, en las que siento latir el corazón vivo del cristianismo y, junto con el de Jesús, mi verdadero nombre.
Hijo es la primera palabra. Dios engendra hijos. Y los engendrados tienen el cromosoma del progenitor en sus células; hay ADN divino en nosotros, el hombre es el único ser vivo que tiene a Dios en la sangre.
Amado es la segunda palabra. Antes de que actúes, antes de tu respuesta, lo sepas o no, cada día, cada vez que despiertas, tu nombre para Dios es «amado». De un amor inmerecido, que te precede, que te anticipa, que te envuelve desde el primer momento, independientemente de todo. Cada vez que pienso: «si hoy soy bueno, Dios me amará», no estoy ante el Dios de Jesús, sino ante la proyección de mis miedos.
Jesús, en su discurso de despedida, pide por nosotros: «Padre, que sepan que los has amado como me has amado a mí». Una frase extraordinaria: Dios ama a cada uno como ha amado a Jesús, con la misma intensidad, la misma emoción, el mismo impulso y confianza, a pesar de todas las decepciones que le he causado.
La tercera palabra: mi complacencia. Un término inusual, pero hermoso, que en su raíz literal debería traducirse: en ti encuentro placer. La Voz grita desde lo alto del cielo, grita sobre el mundo y en medio del corazón, la alegría de Dios: es hermoso estar contigo. Tú, hijo, me gustas. ¡Y cuánta alegría me das!
Yo, que no le he escuchado, yo, que me he ido, yo, que incluso le he traicionado, siento que me dice: me gustas. Pero, ¿qué alegría puede obtener Dios de esta caña frágil, de esta mecha de llama apagada (Isaías 42,3) que soy yo? Sin embargo, así es, es la Palabra de Dios.
La grandiosa escena del bautismo de Jesús, con el cielo rasgado, con el vuelo de alas abiertas del Espíritu, con la declaración de amor de Dios sobre las aguas, es también la escena de mi bautismo, el del primer día y el de la existencia cotidiana.
Cada amanecer, una voz repite las tres palabras del Jordán, y aún más fuerte en los más ricos en tinieblas: hijo mío, mi amor, mi alegría, reserva de valor que abre sus alas sobre cada uno de nosotros, que nos ayuda a empujar hacia arriba, con toda nuestra fuerza, cualquier cielo oscuro que encontremos.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
No hay comentarios:
Publicar un comentario