Callar, adorar, disfrutar - Mateo 24,37-44 -
Y no se dieron cuenta de nada.
Vivían sin profecía y sin misterio, los hombres en tiempos de Noé, «comían y bebían, tomaban esposa y marido». Nada malo, es la vida sencilla, es simplemente vivir, intentando responder a la pregunta común de la felicidad.
De hecho, Jesús no denuncia injusticias, excesos o vicios, sino que narra una existencia meramente cotidiana, un día a día sin revelación: por eso «no se dieron cuenta de nada».
En cambio, «tiene fe - escribe George Bernanos - quien ha descubierto la carga de revelación de lo cotidiano, la epifanía encerrada en el instante».
Los días de Noé son mis días, cuando me aferro solo a la lista elemental de necesidades y ya no sé soñar; cuando me conformo con la superficie de las cosas y ya no me doy cuenta de que el secreto de mi vida está más allá de mí.
Los días de Noé son nuestros días, cuando saciamos nuestra hambre de cielo con grandes bocados de tierra, y no nos damos cuenta de que el instante se abre a la eternidad.
El tiempo de Adviento nos prepara para dar aliento a la vida. No para privarnos del gusto de vivir propio de los días de Noé, sino para mantenerlo abierto.
Todo a mi alrededor dice: «Toma lo que te guste; sé más fuerte, más astuto que los demás». Y Jesús repite: «No vivas sin misterio».
Antonio Rosmini, al morir, confió a Alessandro Manzoni, como síntesis de una gran vida, las tres palabras de su testamento espiritual: callar, adorar, disfrutar.
Callar, no por amor al silencio, sino por amor a su Palabra.
Adorar, para abrir paso al Señor en el cielo cerrado de los días.
Disfrutar, porque la Buena Nueva del Evangelio nos asegura que la vida es, y no puede ser otra cosa, una búsqueda continua de la felicidad.
Son tres palabras para el tiempo de Adviento, para todo tiempo de quien espera algo.
«Dos hombres estarán en el campo, uno será tomado y el otro dejado... por eso, estad también vosotros preparados».
En los campos de la vida, uno vive de manera adulta, otro de manera infantil; uno vive haciéndose la pregunta de Dios, otro no; uno vive al borde del infinito, otro dentro del breve circuito de su piel.
Entre estos dos, solo uno está preparado para el encuentro. Solo uno está en el umbral, velando por los brotes que nacen. El otro «no se da cuenta de nada». Solo uno sentirá las olas del infinito que vienen a romper, cada día, en el promontorio de su vida, como una llamada a zarpar.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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