Nos esperan - Mateo 24,37-44 -
Llega el diluvio y hacemos como si nada.
O ya ha llegado, el agua nos llega a las rodillas y esperamos que deje de llover.
O subimos un escalón o cerramos los ojos y hablamos de otra cosa.
Llega el diluvio y pensamos que no nos afecta, que la culpa es de los demás, y además, ¿qué podría hacer yo? La pandemia, la guerra, el gas, los migrantes. Qué ansiedad.
Mejor buscar un refugio protegido, trepar a un árbol, qué sé yo. Esperar a que pase.
Llega el diluvio.
Diluvio de palabras pesadas, de ira, de contraposiciones, de sospechas, de ignorancia, de frases gritadas, de desinterés, de deshonestidad, de narcisismo.
Llega el diluvio.
Y podemos seguir sin ver, comiendo y bebiendo, coqueteando, procreando, como en los tiempos de Noé, sacudiendo la pantalla para ver los me gusta, pensando que el mundo es eso que nos llega de las redes sociales.
Mirando con compasión a algún exaltado que se construye un arca gigantesca para flotar y buscar una nueva tierra. E imaginar que hay algún interés oculto. Algún asunto turbio y putrefacto.
Llega el diluvio y podemos fingir. Y desaparecer.
O bien.
O bien detenernos a reflexionar. O bien levantar la mirada. O bien encontrar una solución.
O bien dedicarnos algo de tiempo a hacer espacio, a acoger una Palabra que viene de lejos y lleva lejos. A acoger un llanto.
Bienvenidos al Adviento.
Esperanzas
Llega el Señor.
No estamos aquí para fingir que Jesús va a nacer.
Nació en la Historia, volverá en la gloria y aquí, en medio, estamos nosotros.
Nos damos un tiempo para detenernos, para dejar que nuestra alma nos alcance, para dejar de fingir que no pasa nada. Una vez más. Otra Navidad.
Para nacer. Para renacer. Para que nazca una y otra vez este Cristo, este Dios, este esperado.
Este Dios que sigue pidiendo ser acogido en la vida de cada uno de nosotros.
En nosotros, que lo acogemos desde hace tantos años y que corremos el riesgo de acostumbrarnos al asombro. Pero también en aquellos que han renunciado a él, abrumados por el dolor o el pecado. En aquellos que creen creer y aún no han encontrado al Dios hermoso de Jesús. En esta Iglesia a veces cansada y apagada, confusa y agitada. En esta Iglesia que se cuestiona, que se abre al Espíritu, que se toma en serio la misión que se le ha confiado.
Sí, necesitamos una sacudida. Una profecía.
Profecías
Llega la paz.
El arte de la guerra se ha vuelto preciso y científico, Isaías.
Y preferimos forjar armas, fundiendo los arados.
Y dejamos las hoces para afilar las lanzas.
Después de tantos años de odio y guerra, a pesar de todo, a pesar de las pilas de cadáveres del último siglo, el hombre no cambia. Las diferencias se convierten en división, las opiniones ajenas en una amenaza, la forma de ver las cosas en un obstáculo. El otro es adversario, enemigo, peligro. Doscientos mil muertos entre rusos y ucranianos. Pero aún en Siria, como en Libia, en las mil guerras olvidadas, en la arena política como en las gradas de los estadios, como, qué tristeza infinita, entre los católicos. La diversidad no como oportunidad, sino como desafío y agresividad.
¿Qué ve Isaías? No el futuro, sino que interpreta el presente. Acoger a Dios, acoger a este Dios, nuestro Dios, el Dios de Israel que se ha manifestado definitivamente en Jesús, vemos más allá, no después.
Más allá de nuestras divisiones, más allá de nuestras pequeñas batallas, más allá de lo evidente.
Es un desafío, sin duda.
Pero como recuerda Pablo a los Romanos: la noche está avanzada, vistamos las armas de la luz.
Cuanto más oscuro es, más brilla la luz del Evangelio. Cuanto más noche es, más brillan las estrellas.
Uno tomado, uno dejado
Llega Dios.
El Adviento nos es dado para levantar la mirada. Para construir el Arca. Para revestirnos de Cristo.
Jesús viene, continuamente, a nuestras vidas.
En la cotidianidad del trabajo, de la mujer que muele, del hombre que trabaja en el campo.
Viene sigilosamente, el Señor, y nos advierte: uno es tomado, el otro dejado.
Uno encuentra a Dios, el otro no.
Uno es colmado, el otro no se deja encontrar.
Y al leer esta página, que no entendemos, que pensamos que habla de desgracias y del fin del mundo, gritamos: ¡esperemos que nos dejen!
No, en absoluto: esperemos que nos tomen.
Tomados por el amor. Raptados por el amor. Llenos.
Dios es discreto, modesto, casi tímido, no impone su presencia, como la brisa de la tarde es su llegada. Se nos pide que abramos nuestro corazón, que abramos nuestros ojos, que dejemos emerger el deseo.
Viene como un ladrón, porque sabe que somos preciosos.
Sabe que dentro de la caja fuerte de nuestro corazón brilla el diamante del deseo y del amor aún por descubrir, aún por dar.
Toma, rapta, vacía. Porque, como nos hemos repetido en los últimos domingos, solo de la conciencia de la nada surge el deseo, se desencadena la búsqueda.
Quiero ser tomado, Señor, otra vez.
Quiero descubrirme amado, ser feliz, aprender a amar. Ven, te lo ruego, en mí.
Llega. ¿Estás ahí?
Mantente despierto, amigo que escuchas o que lees. Despierta.
Deja de hacerte la víctima. Deja de proyectar tus paranoias sobre Dios, no te dejes devorar por el miedo, por los miedos.
Viene, de verdad, hoy, ahora.
Encuentra la manera de estar ahí. Mantente despierto en tu alma.
Reza, ama, medita.
Resérvate un espacio diario para la oración, para meditar la Palabra. Quizás regálate una tarde de Domingo para pasar un par de horas en silencio y oración, haz un pequeño desvío de camino al trabajo, entra en una Iglesia y saluda a Dios, que te espera.
Si se viven bien, también ayudan los símbolos de la Navidad cristiana: prepara un belén, decora un árbol, participa en la novena. Haz algo, algo pequeño, para preguntarte si Cristo ha nacido en ti, para no dejarte abrumar por el diluvio de palabras y cosas que todos vivimos.
Como dice maravillosamente Dietrich Bonhoeffer: «Nadie posee a Dios de tal manera que ya no tenga que esperarlo. Sin embargo, no puede esperar a Dios quien no sabe que Dios ya lo ha esperado durante mucho tiempo».
Esperamos: nos esperan.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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