Espíritu y agua para la vida que surge - Mateo 3, 13-17 -
Jesús salió del agua: y he aquí que se abrieron los cielos, y vio al Espíritu de Dios descender como una paloma sobre Él.
El Espíritu y el agua son las presencias más antiguas de la Biblia, aparecen ya en el segundo versículo del Génesis: la tierra estaba desordenada y vacía, pero «el Espíritu de Dios se movía sobre las aguas».
El primer movimiento de la vida en la Biblia es una danza del Espíritu sobre las aguas. Como una paloma que busca su nido, que incuba la vida que está a punto de nacer. Desde entonces, el Espíritu y el agua siempre han estado vinculados al surgimiento de la vida. Por eso están presentes en el bautismo de Jesús y en nuestro bautismo: como vida que brota.
¿De qué vida se trata? Lo explica la Voz del cielo: Este es mi Hijo, el amado; en Él tengo puesta mi complacencia.
Hijo es la primera palabra. Todo hijo vive de la vida del padre, no tiene en sí mismo su propia fuente, proviene de otro. Esa misma voz descendió sobre nuestro Bautismo y nos declaró hijos, que no han sido engendrados por la carne ni por la voluntad del hombre, sino por Dios ( Jn 1,13).
Bautismo significa inmersión: hemos sido sumergidos en la Fuente, pero no como dos cosas separadas y en el fondo extrañas, como la ropa y el cuerpo, sino para convertirnos en una sola cosa, como el agua y la Fuente, como el sarmiento y la Vid: nuestra carne en Dios en respuesta a Dios en nuestra carne, el hacerse hombre de Dios que genera el divinizarse del hombre. Nuestra morada en Dios después de que Dios vino a morar entre nosotros (Jn 1,14), mi Navidad después de su Navidad.
Amado es la segunda palabra. Antes de que actúes, antes de cualquier mérito, lo sepas o no, cada día, nada más despertarte, tu nombre para Dios es «amado». Amor inmerecido, que precede a cualquier respuesta, brillante prejuicio de Dios sobre cada criatura.
Mi complacencia es la tercera palabra. Término raro y precioso que significa: tú, hijo, me gustas. Hay en ello una alegría, un júbilo, una satisfacción, hay un Dios que encuentra placer en estar conmigo y me dice: ¡tú, mi alegría!
Y me pregunto qué alegría puedo dar al Padre, yo que le he escuchado y no me he movido, que nunca le he alcanzado y ya le he perdido, y que a veces incluso le he traicionado. Solo un amor inmotivado explica estas palabras. Amor puro: tener un motivo para amar no es amor verdadero.
Y un día, cuando llegue ante Dios y Él me mire, sé que verá a un hombre pobre, nada más que una caña agrietada, el humo de una mecha apagada.
Y. sin embargo, sé que me repetirá esas tres palabras: Hijo mío, amor mío, alegría mía. ¡Entra en el abrazo de tu padre!
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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