lunes, 8 de septiembre de 2025

Dios es la tierra prometida del hombre - Mateo 3, 13-17 -.

Dios es la tierra prometida del hombre - Mateo 3, 13-17 - 

Jesús comienza de nuevo desde el Jordán, casi como si llevara a cabo un éxodo: el éxodo de Dios, el largo viaje de Dios en busca de su tierra prometida, que es el hombre: tierra árida y dura, tierra de espinas y, sin embargo, prometida. 

El bautismo está hecho de agua, de voz, de Espíritu. 

El agua del río es como un surco de vida arado en el árido desierto, frontera perenne de la tierra prometida. Jesús se sumerge en el río por mí, no por sí mismo; entra en el agua, donde el hombre nace pero no puede vivir, donde Juan hace renacer con la conversión, como una promesa de vida nueva: conmigo solo vivirás comienzos, saldrás del desierto, entrarás en la buena tierra. La tierra prometida del hombre, su patria, es Dios. 

Jesús salió del agua, el Espíritu descendió como una paloma y se oyó una voz. En un solo versículo, como en una miniatura, el Evangelio esboza la Trinidad: un Padre que es voz, un Hijo que es rostro, un Espíritu que es vínculo. 

La voz del Padre solo habla dos veces en el Evangelio, en el Bautismo y en la Transfiguración, une el río de agua y la montaña de luz, revelando su identidad y la misión de Cristo y del hombre. 

«Hijo» es la primera palabra. Y de inmediato Dios se ofrece como Padre, como amor desarmado: Él nunca es tan él mismo como cuando, amoroso, da vida: no me busquéis donde estoy, sino donde amo y soy amado -Jacques Maritain-. Hijo: término cargado de pathos, vértice del deseo: de todos los caminos que puedes recorrer en la tierra, el más importante es el que conduce al ser humano. 

«Amado» es la segunda palabra, sello de nuestra identidad. Mi nombre es «amado para siempre». «Que sepan, Padre, que los has amado como me has amado a mí». Dios me ama como ha amado a Jesús, con esa intensidad, con la misma emoción, con la misma esperanza. Y además con todas las decepciones de las que soy causa; yo, amor y dolor de Dios. 

«Mi complacencia» es la tercera palabra. Un término precioso que expresa alegría, júbilo, y ofrece la imagen de un Dios que encuentra la felicidad. Pero, ¿qué alegría puede sentir el Padre, qué emoción le puede proporcionar esta caña siempre a punto de romperse, esta mecha de llama apagada que soy yo? Solo un amor inmotivado explica estas palabras. 

El cielo se abrió sobre Cristo, se abre sobre nosotros, así como se abren los brazos al amigo, al amado, al pobre, bajo la urgencia del amor de Dios, bajo la impaciencia de Adán, bajo el asedio de los pobres, y nadie lo volverá a cerrar. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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