Déjame hacerlo - Mateo 3, 13-17 -
¿Vienes tú a mí?, se pregunta sorprendido Juan el profeta.
Es él quien debe ser bautizado, purificado por el
Mesías, es él quien busca, él quien, inquieto, ha consumido su vida buscando la
salvación.
Y, en cambio, es el Mesías quien viene a ser bautizado.
Es Él, el salvador, quien va a su encuentro. Quien
viene a nuestro encuentro.
¿Tú vienes a mí?, no se lo puede creer el más grande de los profetas, el más grande de
los nacidos de mujer.
Ha aprendido del viento ardiente del desierto que la
vida interior es la búsqueda de Dios, la más extraordinaria y compleja búsqueda
del tesoro que podemos emprender.
Ha dejado crecer en su interior el deseo.
Ha aprendido a buscarlo, al Dios de los Padres.
A rechazar primero los halagos del templo. Y luego los
de la multitud que lo considera un gurú.
Ha cortado los lazos con todo, con todos. Ha llegado a
lo esencial de sí mismo, despojado, libre.
Siguiendo los pasos de miles de ascetas de todas las
religiones y de todos los tiempos, aprendió a prescindir de casi todo, de casi
todos, a reducir a la nada las necesidades para que el alma, libre, pudiera
expresarse.
Rezó, ayunó, durmió en el frío del desierto, guardó
silencio.
Todo para poder tener algún contacto con Dios.
Todo para interceptar su mirada.
Lo buscó hasta en el árido desierto de Judá, a orillas
del Jordán.
Y ahora es Él, Dios, quien viene a su encuentro.
¿Vienes a mí?
Asombro
¿Vienes a mí?,
se preguntó María mirando su vientre que, día tras día, crecía, primero
ligeramente, luego cada vez más.
¿Vienes a mí?,
se preguntó el joven José, en la noche atormentada en la que Dios le robó a su
novia y le pidió, amablemente, que acogiera en su casa a una esposa y un hijo
que no eran suyos.
¿Vienes a mí?, se
preguntaron los pastores, los marginados, los olvidados, al despertarse
sobresaltados, aturdidos por la luz de mil ángeles.
¿Vienes a mí?, se
preguntaron los ricos curiosos de Oriente, al salir del palacio del loco
Herodes y seguir la estrella hasta Belén.
¿Vienes a mí?, me
he preguntado cientos, miles de veces, en esta vida luminosa e inquieta que es
la mía, cuando he visto a Dios llegar a los olvidados, saltar las vallas,
agotarse en la búsqueda de cada perdido, cada derrotado, cada perdedor. En la
búsqueda de mí mismo.
Déjalo estar
Déjalo estar, le
dice el Nazareno al Bautista, sonriendo.
Déjame hacer,
me dice el Señor hoy, aquí, al final de este breve e intenso tiempo de Navidad.
Deja de controlarte, de decidir, de pensar que tienes
todo bajo control, de quejarte, de enfadarte. Déjalo, deja hacer, Dios sabe.
Dios sabe. Dios actúa, si le dejas hacer. Si dejas de ser dios de ti mismo.
Mezclado entre los pecadores, con la cabeza gacha,
igual entre iguales, confundido entre la multitud, mientras pisa el barro del
que todos procedemos, avanza el carpintero de Nazaret. Juan sigue sumergiendo a
las personas en el agua para luego hacerlas resurgir, nuevas. Finalmente lo ve
y se detiene.
¿Vienes tú a mí?: ¿cómo es posible? ¿No es el hombre quien debe buscar a Dios?
No, Juan, te equivocas.
Dios es diferente, incluso de lo que esperabas tú, el
más grande entre los creyentes.
Solidario
Todo el Evangelio está ya aquí, todo es ya evidente y
manifiesto, el rostro de Dios, lo esencial está ya dicho y mostrado, el
discurso está ya cerrado. Juan vacila, y nosotros con él. Los razonamientos,
las distinciones, la meritocracia religiosa, peor —si cabe— que la social, las
devociones, todo queda barrido por ese gesto humilde y devastador de Dios.
Él es el totalmente otro, el absoluto, el
realizado, la perfección, la plenitud.
Y lo abandona, para solidarizarse, para acercarse,
para conocer, para redimir, para salvar.
Sin condiciones, sin chantajes, sin expectativas.
Dios ama, por eso se despoja de sí mismo, por eso
avanza en el barro.
Para hacerme sentir amado.
Signos del alma
Se abre el cielo. Isaías había profetizado un cielo
cerrado, inaccesible a los hombres. Ahora está abierto para siempre.
Desciende una paloma: no el fuego que quema Sodoma y
Gomorra, ni el agua del diluvio que ahoga a los pecadores. Sino la paloma
mansa, porque con dulzura Jesús convertirá nuestros corazones.
Es el hijo, el que viene, porque se parece al Padre.
Es el predilecto, término utilizado para
indicar el sacrificio de Isaac, ya se perfila en el horizonte la cruz,
determinación del loco amor de Dios.
Primer gesto de una larga serie que en tres años
llevará al Rabí a colgar de la cruz, Jesús revela el rostro de un Dios que sale
a buscar la oveja perdida, que espera el regreso del hijo pródigo; que se
detiene en la casa de Zaqueo, que banquetea con los pecadores, que no juzga a
la pecadora pública, que pone la otra mejilla, que no apaga la mecha humeante,
ni rompe la caña quebrada, que celebra cada pecador que se convierte, que muere
—por fin— pronunciando palabras de perdón.
Jesús es el amado, cuenta Mateo, el publicano que
descubrió ser amado.
Yo soy amado, tú eres amado, por eso, en el bautismo,
Dios te ha hecho hijo predilecto.
Somos hijos del gran Rey, sepamos que somos amados.
Así comenzamos nuestro año.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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