Hablar de Dios - Juan 1, 1-18 -
He aquí a Dios, tan diferente de cómo lo imaginamos, tan verdadero y auténtico.
Hay que ser pobres para darse cuenta, hay que ser
caminantes, como María y José, como los magos, como los pastores.
Si estamos dispuestos a ponernos en camino, al final
encontraremos el verdadero rostro de Dios, un rostro desarmado y desarmante. Un
rostro que brilla de ternura y misericordia.
Dios no es el todopoderoso, perfecto egoísta que desde
lo alto escudriña con suficiencia nuestros destinos.
Está aquí, niño, recién nacido, necesitado de todo.
Buscábamos un Dios poderoso al que adular y doblegar a
nuestros deseos y aspiraciones, y nos encontramos con un frágil recién nacido
que nos pide ayuda.
Ahora nos toca responder. Huir o acoger.
Dudar, profesionales del desencanto, o ceder. O creer.
En esta Navidad acogemos el regalo de Dios como una
oportunidad. Juan nos invita a subir de nivel, a superar las emociones y los
sentimientos (incluso los hermosos y queridos), para abrirnos al asombro
teológico.
Por eso concluye su evangelio añadiendo un prólogo,
una especie de densa poesía.
En él dice lo que ha comprendido de Dios.
En el principio
Una nueva Creación, un nuevo universo, un comienzo,
porque cada Navidad es un comienzo, un renacimiento.
Nuestro, en Dios.
En el principio está Dios, que es Palabra, es decir,
comunicación, relación, que se dice, que nos dice.
Dios, que es la suma de las perfecciones, la plenitud
de todo bien y de todo bello. 
Y esta plenitud, esta Palabra (¡qué bonito pensar que
la plenitud se produce en la relación y en el diálogo!), se concreta, se hace
carne.
Dios se hace visible para darse a conocer. Se revela a
través de una Palabra que ahora se hace visible.
Se convierte en Evangelio, en buena nueva, en relato
de un mundo y de una forma nueva. Manifestación de lo que él es a través de lo
que somos capaces de comprender y captar.
El Verbo se hace carne, es decir, concreción.
Dios 
Dios, dice Juan, existe desde siempre. Dios, dice
Juan, lo es todo, es la plenitud. Y todo ha sido hecho por medio de Él y hay un
fragmento de su gloria presente en cada cosa.
Es la conclusión (más o menos) a la que han llegado
casi todas las experiencias religiosas de la historia de la humanidad: Dios es,
y está presente.
Dios existe, y es hermoso, añade el cristianismo.
Esto significa que a través de las cosas podemos de
alguna manera remontarnos a Dios. A condición de no ser miopes, de no tener
presbicia ni de ser astigmáticos en el alma.
No sabemos levantar la mirada. Es más, en estos
tiempos corremos el riesgo de convertir lo que vemos, tocamos, tenemos,
consumimos… en un ídolo. En cambio, todo es como un gigantesco dedo que señala
más allá, como un ladrón torpe que esparce pistas en la escena del crimen, así
nuestro Dios nos empuja a ir más allá de lo material y lo sensible...
En Dios, dice Juan, está la vida, y la vida es la luz
de los hombres.
Es decir: fuera de Dios, fuera del sentido, fuera de
esta mirada hay muerte y tinieblas. La vida no significa existir, vivir no
significa respirar. Vivir significa descubrir dentro de nosotros la presencia
del Señor, descubrir el gran diseño del universo, el gran sentido de mi vida.
La vida no es nuestra, nos es dada, por lo que debe
ser acogida y respetada como algo donado y no debido.
La luz
Y luego: ¡la luz!
Cuánta luz necesitamos para vivir en nuestras
tinieblas.
¡Cuánta luz necesitamos para no dejarnos sofocar por
el miedo y la incertidumbre!
Si tan solo tuviéramos esa humildad que es conciencia
y realismo de sabernos mendigos, de sabernos necesitados. Buscaríamos, seríamos
magos, nos convertiríamos en buscadores de Dios.
Y aquí surge el problema: ¿tienen razón o no los
vendedores de luz de nuestro mundo? Nos bombardean con mil mensajes: «Emerge,
gana, posee, atrévete, no te preocupes por los demás».
Muchos ceden a las sirenas del hedonismo, del egoísmo,
de la violencia.
Sin amor, sin compartir, sin reglas, la moral es algo
inútil.
Que así sea. Pero ¿hay más serenidad, más alegría en
el mundo actual? ¿Este mundo que se ha despojado de Dios es realmente más libre
y realizado?
Juan es franco: el mundo creado por Dios no ha
reconocido a su creador, a su artífice.
Pero tampoco lo ha apagado ni desanimado.
He aquí el drama: Dios viene, y el hombre no está.
La luz viene (la que ilumina a cada hombre, especifica
Juan: nadie está excluido de la voluntad de Dios), pero las tinieblas no la han
acogido. Pero tampoco la han vencido ni derrotado.
Dios está ahí, ¿y tú?
Pero también podríamos traducir: las tinieblas no
han vencido a la luz.
Y nosotros somos testigos de ello, alcanzados en el
corazón por un rayo de esa luz tan brillante.
Creyentes. Discípulos. Amados.
Hijos
A quien acoge la luz, Dios le da el poder de
convertirse en hijo de Dios.
Yo soy hijo de Dios.
No me importa ser otra cosa. Ni premio Nobel, ni gran
estrella.
Ya soy todo lo que podría desear.
Solo que persigo mil sueños y mil quimeras con tal de
recibir complacencia y aprobación. Pero ya soy hijo. Solo que no lo sé.
La Navidad es la toma de conciencia de mi filiación,
de mi dignidad, del hecho de que Dios se revela y es espléndido.
Y así, fin, cerramos el círculo.
Al comienzo del Adviento solemos decir que no estamos
para fingir que Jesús va a nacer. Jesús ya ha nacido, ha revelado el rostro de
Dios, ha muerto y resucitado, ha salvado al mundo, a cada hombre. Es que el
mundo no lo sabe.
Jesús ha nacido, a nosotros nos toca ahora nacer a la
fe, por fin.
A nosotros nos toca ahora dejarnos amar como hijos
amados del Padre.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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