viernes, 12 de septiembre de 2025

La formulación de la fe cristiana de ayer a mañana.

La formulación de la fe cristiana de ayer a mañana

El Concilio de Nicea (325 d. C.), 1700 años después de su convocatoria, marca un punto de inflexión teológico: la fe cristiana proclama la unidad sustancial entre Jesús y Dios, sancionando así una distinción irreversible del judaísmo y las tradiciones religiosas del mundo antiguo.

 

Y ésta es una cuestión aún actual que hoy interroga a las Iglesias sobre el lenguaje de la fe y su relación con la historia.

 

Según una célebre formulación del teólogo judío Shalom Ben-Chorin, la fe de Jesús une a judíos y cristianos, la fe en Jesús los divide.

 

La fe de Jesús es, naturalmente, la del pueblo de Israel; la fe en Jesús es la que ve en el hombre de Nazaret la revelación definitiva del rostro de Dios y de su proyecto con respecto a la creación y, en ella, a la humanidad.

 

El Concilio ecuménico de Nicea de 325, cuyo XVII centenario se celebra este año de 2025, puede considerarse quizás el paso decisivo mediante el cual la comunidad cristiana define el carácter único, sin analogías, de la relación entre Jesús y el Dios de Israel.

 

En realidad, la relación entre la Iglesia e Israel no ocupa en absoluto un lugar destacado en la problemática abordada en el Concilio de Nicea: o mejor dicho, no lo ocupa de forma directa y explícita. La Iglesia del siglo IV se entiende, desde hace tiempo, como una realidad religiosa distinta del judaísmo, y como tal es percibida por este último.

 

El problema fundamental de aquel Concilio, en cambio, es totalmente interno al universo simbólico cristiano y puede resumirse así: una vez establecido, con todo el Nuevo Testamento, que la relación con Dios pasa a través de la persona de Jesús, en quien (por usar las palabras del cuarto evangelista) se encarna la «Palabra» de Dios, ¿cómo debemos pensar en esta última?

 

La propuesta del presbítero Arrio tiene el mérito de la claridad: el Verbo debe considerarse como la primera de las criaturas, una realidad llamada a la existencia por el único Dios, antes de que existiera el mundo, y que constituye el proyecto de toda la creación.

 

De este modo, el monoteísmo riguroso, compartido con Israel, parece confirmarse, al igual que la trascendencia radical de Dios, que entra en relación con la realidad solo a través de la mediación del «Verbo».

 

Sin embargo, la tesis que sale victoriosa del Concilio de Nicea es muy diferente.

 

Entre las palabras clave de la posición nicena, la más famosa es probablemente un término que se puede traducir como «consustancial»: el Verbo es de la misma «sustancia» que Aquél a quien los cristianos llaman el Padre, es decir, en términos más cercanos a los nuestros, es Dios en el mismo sentido en que lo es el Padre.

 

La objeción es obvia: si el Padre es Dios y también lo es el Verbo, hay dos «Dioses» - como mínimo: la situación, como es sabido, se complicará aún más -. Se necesitará mucho tiempo para que la teología, mediante equilibrios terminológicos bastante audaces, elabore lo que se convertirá en la doctrina trinitaria, es decir, una comprensión de Dios como unidad diferenciada y no como mónada.

 

Las Iglesias de nuestros días, sin embargo, viven en una sociedad totalmente ajena ya a las narraciones bíblicas, por no hablar de las elucubraciones de la teología de los primeros siglos.

 

Las liturgias utilizan con bastante tranquilidad las antiguas formulaciones, como signo de la continuidad de la Iglesia a lo largo del tiempo; pero es más que dudoso que quienes las recitan comprendan su significado.

 

Muchos se preguntan si no sería conveniente que las comunidades de hoy expresaran su fe con palabras que sienten y comprenden.

 

Personalmente, lo considero una exigencia legítima: como decía no un relativista posmoderno sino santo Tomás de Aquino: la fe se dirige a Dios y no a las formulaciones sobre Dios, lo que autoriza a las diferentes generaciones a la misma audacia expresiva utilizada por nuestros padres en la fe.

 

En el Concilio de Nicea no se indicó un punto de llegada - como demuestra la historia posterior -, sino un punto de no retorno: según la Iglesia cristiana, el nombre del Dios tres veces santo, del Dios de Israel, no puede separarse en modo alguno de la historia de Jesús.

 

La afirmación de que una historia humana es decisiva para la relación con el que es eterno es paradójica para las tradiciones religiosas del mundo antiguo y no solo, mientras que el Concilio de Nicea la afirma de manera irreversible.

 

Por esta razón, la afirmación de Shalom Ben-Chorin con la que he comenzado esta reflexión mantiene su validez.

 

Las formas en que la Iglesia puede, en primer lugar, vivir y, después, expresar la relación entre Dios y Jesús no pueden quedar confinadas por la Iglesia en su pasado, sino que constituyen su futuro.


 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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