viernes, 12 de septiembre de 2025

A los pies de la cruz.

A los pies de la cruz


La liturgia nos propone una parada inusual en este Domingo 14 de septiembre. Si dependiera de nosotros, frecuentaríamos otros destinos muy distintos al Calvario, destinos más atractivos y complacientes. Sin embargo, precisamente esos destinos que más seducen son los menos capaces de cumplir lo que prometen.

 

Buscamos durante mucho tiempo relaciones y contactos que nos ayuden a superar la soledad y la angustia, garantizándonos el amor, el verdadero, el que no sufre sacudidas y, a veces, nos parece haberlo encontrado ahora en esto, ahora en aquello, para luego descubrir que ese amor se desvanece cuando terminan la emoción, el entusiasmo y el sentimiento.

 

A los pies de la cruz, si aceptamos no apartar la mirada de ella, descubrimos cuándo y qué es el amor verdadero. Descubrimos, de hecho, que no hay amor si no se acepta incluso la unilateralidad de la oferta cuando el otro nos da la espalda: «Así amó Dios al mundo...».

 

A los pies de la cruz, aprendemos a reconocer la inconsistencia de nuestros éxitos y la falacia de nuestras ilusiones.

 

A los pies de la cruz, nuestras imágenes de Dios vinculadas a manifestaciones de poder deben enfrentarse a un Dios cuyo amor acepta ser aniquilado para no prevalecer: allí, de hecho, son aniquilados el ídolo de la fuerza, del poder y del orgullo. Dios se deja aniquilar sin destruir.

 

A los pies de la cruz, tocamos con la mano cómo todo lo que en nosotros dice vulnerabilidad y límite, todo lo que en nosotros sabe a barro y lágrimas, es precisamente el aspecto de la humanidad con el que el Verbo de Dios celebra su matrimonio, que nada ni nadie podrá disolver jamás. Lo que más sabe a contacto con la tierra es precisamente lo que más debe ser elevado.

 

A los pies de la cruz, por una gracia totalmente singular, precisamente los aspectos de nosotros que más parecen traer destrucción y muerte se convierten en los canales por los que fluye una nueva savia vital.


A los pies de la cruz, descubrimos una vez más que el camino a recorrer es contrario al que hemos recorrido hasta ahora: Dios, de hecho, eleva lo que nosotros detestamos y humilla lo que nosotros exaltamos.

 

A los pies de la cruz reconocemos que Dios fija la cita con Él en aquellas situaciones, personas o realidades a las que nunca asignaríamos la tarea de revelar lo divino. También allí Dios se esconde. Y, sin embargo, está presente.

 

Al pie de la cruz, aprendemos que si Dios puede parecer a menudo oculto, no por ello podemos concluir que esté ausente. Nuestra historia, personal y comunitaria, debe leerse como un lugar en cuyos pliegues hay una potencia dinámica, rica en energías capaces de renovar, de transformar y que, sin embargo, permanece oculta y requiere un ojo muy especial para reconocerla, acogerla y valorarla.

 

A los pies de la cruz, reconocemos que lo que es «imagen del sufrimiento» puede ser también «imagen del amor de Dios», lo que es «imagen de la impotencia» puede ser también «imagen de la misericordia», lo que es «imagen del silencio» puede ser al mismo tiempo «imagen de una palabra particular del Señor».

 

A los pies de la cruz, experimentamos lo «mucho» de Dios. A menudo nos sentimos tentados a pensar que Dios se queda en mucho menos. La cruz, en cambio, nos revela cómo el amor es escandalosamente excesivo hasta el punto de privarse de lo que Dios podía tener más querido, su Hijo.

 

Necesitamos volver más a menudo al pie de la cruz si queremos hacer nuestra la invitación que nos dirige el estribillo del salmo responsorial: «¡No olvidéis las obras del Señor!». Apartar la mirada del Crucificado equivale a una pérdida irreparable de la memoria, a la que intentamos hacer frente con antídotos que provocan una mayor esclerosis. 


P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF


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