domingo, 5 de octubre de 2025

Cuando la duda y la fe conviven.

Cuando la duda y la fe conviven

Comúnmente se cree que la fe y la duda son opuestas, en el sentido de que quien tiene fe no tiene dudas y quien tiene dudas no tiene fe.

 

Y, sin embargo, yo creo que no es así en absoluto.

 

Lo contrario de la duda no es la fe, es el saber: quien sabe con certeza cómo son las cosas no tiene dudas y, obviamente, tampoco necesita tener fe.

 

Así, por ejemplo, afirmaba Carl Gustav Jung con respecto al objeto por excelencia en el que se tiene o no fe: «No creo en la existencia de Dios por fe: sé que Dios existe».

 

Quien, en cambio, no ha llegado a tal conocimiento, duda sobre cómo son realmente las cosas, no solo sobre Dios, sino también sobre otras cuestiones decisivas: ¿tiene sentido esta vida y, si es así, cuál? Cuando decimos «alma», ¿nos referimos a un fenómeno real o solo a un concepto metafísico arcaico? ¿El bien, la justicia, la belleza, existen como algo objetivo o son solo convenciones provisionales? Y después de la muerte, ¿el camino continúa o termina para siempre?

 

Dado que la mayoría no tiene un conocimiento cierto sobre estas cuestiones, generalmente se responde «sí» en nombre de la fe o «no» en nombre del escepticismo, en ambos casos sin conocimiento, como mucho con alguna pista interpretada de una manera u otra según la orientación previa asumida.

 

Así, tanto los que tienen fe en Dios como los que no la tienen, basan su pensamiento en la duda, es decir, en la imposibilidad de alcanzar un conocimiento incontrovertible sobre el sentido último del mundo y de nuestra existencia.

 

La fe, en otras palabras, ya sea positiva o negativa, necesita de la duda para existir.


 

Tal vez la doctrina católica tradicional no lo vea así. Para ella, la fe tal vez no se base en la duda, sino en el conocimiento que surge de una revelación divina precisa mediante la cual Dios se ha comunicado a sí mismo y una serie de verdades adicionales llamadas «artículos de fe».

 

Esta revelación constituye el depositum fidei, es decir, el patrimonio doctrinal custodiado y transmitido por la Iglesia. Este confiere un conocimiento denominado ‘doctrina’ que ilumina a quienes lo reciben sobre el origen, la identidad, el destino y la moral que deben seguir.

 

Y no solo eso: a partir de esta doctrina se configura también una visión precisa del mundo: la empresa especulativa de las Summae theologiae medievales, de las cuales la más conocida es la de Santo Tomás de Aquino, vive de esta ambición de poseer un conocimiento cierto sobre física, metafísica y ética, de ser, por tanto, generadora de filosofía.

 

Este enfoque reinó durante toda la Edad Media, pero fue combatido por la filosofía moderna y la revolución científica. El objetivo no era negar la fe en Dios, sino el conocimiento filosófico y científico que se consideraba que descendía de ella, para situar la fe sobre una base diferente, sin la presunción de que fuera objetiva.

 

Immanuel Kant, por ejemplo, escribe que tuvo que «suspender el conocimiento para dar paso a la fe» (Crítica de la razón pura, Prefacio a la segunda edición, 1787), mientras que más de un siglo y medio antes Galileo había declarado que «la intención del Espíritu Santo es enseñarnos cómo ir al cielo, y no cómo funciona el cielo» (Carta a Cristina de Lorena 1615).

 

Los grandes protagonistas de la modernidad, entre los que se encuentran filósofos como Bruno, Descartes, Spinoza, Lessing, Voltaire, Rousseau, Kant, Fichte, Schelling, Hegel, o científicos como Copérnico, Galileo, Kepler, Newton, no eran en absoluto ateos. Su objetivo era más bien recolocar la religión en su auténtico fundamento: ya no un supuesto conocimiento objetivo, sino la experiencia espiritual subjetiva.

 

A este modelo de fe no le interesa el conocimiento, y por tanto el poder que de él se deriva, sino más bien el sentir, y por tanto la experiencia personal. Ya no es la obediencia a una doctrina dogmática indiscutible la que representa la fuente de la fe, sino el sentimiento de simpatía hacia la vida y los seres vivos.

 

En esta perspectiva, mucho antes que creencia, la fe significa confianza.

 

Cuando decimos que una persona es «digna de fe», ¿qué queremos decir? Cuando al final de nuestras cartas escribimos «en fe», ¿qué queremos decir? Cuando un hombre le pone el anillo de boda a su pareja y cuando la hace lo mismo con su hombre, ¿qué quieren decirse?

 

Hay una dimensión de confianza que es constitutiva de las relaciones humanas y que solo explica esos verdaderos pactos de honor que son la amistad y el amor.

 

Si no existiera, solo surgirían relaciones interesadas y calculadas: nada malo, todo normal, pero también todo ordinario y predecible. Solo si hay confianza-fe en la otra persona puede surgir una relación basada en la gratuidad, la creatividad, lo extra-ordinario de la maravilla, y puede desencadenarse esa condición que llamamos humanidad.


 

¿Y la fe en Dios?

 

Cuando se tiene confianza en la vida en su conjunto, percibida como dotada de sentido y propósito, se cumple el sentido de la fe en Dios (independientemente de cómo las distintas tradiciones religiosas conciban lo divino).

 

Nadie sabe realmente a qué se refiere cuando dice Dios, pero creer en la existencia de una realidad más originaria, de la que proviene el mundo y hacia la que se dirige, significa sentir que la vida tiene una dirección, un sentido, una meta.

 

Creer en Dios significa, por tanto, decir sí a la vida y a su razonabilidad: significa creer que la vida proviene del bien y avanza hacia el bien, y que por eso actuar bien es la mejor forma de vivir.

 

Pero, ¿esta convicción tiene una base racional? No. Basta con considerar la vida en todos sus aspectos para ver con frecuencia la sombra de la negación, con la consecuencia de que la mente se ve inevitablemente abocada a la duda.

 

En todas las lenguas de origen latino, así como en griego y alemán, el término «duda» tiene como raíz «dos». Dudar es, por tanto, estar en una encrucijada, otro término que remite al dos: es ver dos caminos sin saber cuál elegir, conscientes, sin embargo, de que no se puede parar ni volver atrás, sino que se está ante el dilema de la elección.

 

El Cardenal Carlo Maria Martini decía:

 

«Creo que cada uno de nosotros tiene en su interior un no creyente y un creyente, que hablan entre sí, que se interrogan mutuamente, que se lanzan continuamente preguntas punzantes e inquietantes. El no creyente que hay en mí inquieta al creyente que hay en mí y viceversa» (del discurso introductorio a la Cátedra de los no creyentes allá por el 17 de noviembre de 1987).

 

Al razonar, se encuentran elementos a favor de la tesis y de la antítesis, y quien no está ideológicamente determinado se ve inevitablemente abocado a la lógica del dos que genera la duda.

 

Tantas veces la duda paraliza, mientras que en la vida hay que avanzar y actuar con responsabilidad. De ahí la necesidad de superar la duda.

 

Pero la superación de la duda no puede basarse en la razón que está en el origen de la duda, sino en algo más radical y más vital que la razón, es decir, el sentimiento que genera la confianza que se manifiesta como valor para existir y elegir el bien y la justicia.

 

Pero también sé que el por qué algunos sienten en sí mismos este sentimiento de confianza hacia la vida y otros no, sigue siendo para mí un misterio.


 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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